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Los nuestros. Serguéi DovlátovЧитать онлайн книгу.

Los nuestros - Serguéi Dovlátov


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a Leopold desde Viena. Mi tío llamó al hotel. Me dijo que llegaría en avión ese fin de semana. Más exactamente, el sábado. Se alojaría en el Coliseum. Me pidió que el sábado no almorzara.

      —Te invitaré a un buen restorán —añadió.

      Por la mañana temprano ya estaba yo en el vestíbulo del Coliseum. El hotel tenía un aspecto mucho más elegante que el nuestro. Por el salón paseaban unos perros exquisitos. El chico de la guardarropía parecía un actor de cine.

      A las once en punto bajó mi tío. Lo reconocí enseguida. Leopold se parecía mucho a mi padre: alto, elegante y con unos hermosos dientes postizos. Junto a él se encontraba su esposa, una mujer madura de aspecto lozano.

      Sabía que tenía que abrazar a aquel hombre, un ser que, de hecho, era para mí un desconocido.

      Nos abrazamos. Besé la mano de Helen, la mano en la que llevaba el paraguas.

      —¡Eres enorme! —gritó Leopold—. ¿Y tu madre?

      —No se encontraba bien.

      —¡Lástima! He visto fotos suyas. Te pareces mucho a tu madre.

      Le alargué un paquete. Había caviar, matrioshkas de madera y un mantel de lino.

      —¡Gracias! Se lo dejaremos al portier. Yo también tengo regalos para vosotros… Pero ahora vamos al restorán. ¿Te gustan los restoranes?

      —No me he parado a pensarlo.

      —Tienen una música agradable, mujeres bonitas…

      Nos dirigimos al centro. Leopold hablaba sin parar.

      Helen sonreía en silencio.

      —¡Mira cuántos coches! ¿Habías visto alguna vez coches extranjeros?

      —En Leningrado hay muchos turistas…

      —Viena es una ciudad pequeña. Aunque también lo es Bruselas. En Norteamérica hay muchos más coches. ¡Y qué tiendas! ¿En Leningrado hay tiendas grandes?

      —Haberlas, haylas… —le dije.

      —¡Eres gigantesco! Seguramente gustas a las mujeres.

      —Pronto lo sabremos.

      —Comprendo. Tu mujer está en América. La visitamos en Roma. Llevaba una bolsa de plástico en lugar de bolso. Le regalé un buen bolso de sesenta dólares… Stop! Almorzaremos aquí. Me parece un buen restorán.

      Entramos, nos quitamos los abrigos y nos sentamos junto a una ventana.

      Empezó a sonar una musiquilla suave de lo más normal. No vi mujeres bonitas.

      —Pide lo que quieras —me propuso Leopold—. ¿Tal vez un steak o algo de caza?

      —Me da igual. Lo que usted quiera.

      —Háblame de tú, por favor. Soy tu tío.

      —Como quieras.

      —¿Alguna delikatessen? ¿Te gustan las delikatessen?

      —No lo sé.

      —A mí me encantan las delikatessen. Pero tengo mal el hígado. Te pediré un paté de pescado y espárragos.

      —Perfecto.

      —¿Qué vas a beber?

      —¿Vodka tal vez?

      —Es demasiado temprano. Creo que vino blanco o té.

      —Té —decidí.

      —Y helado de pistacho.

      —Perfecto.

      —¿Tú qué vas a beber? —Leopold se dirigió a su mujer.

      —Vodka —dijo Helen.

      —¿Qué? —volvió a preguntar Leopold.

      —¡Vodka, vodka, vodka! —repitió la mujer.

      Se acercó el camarero. Un joven de pelo moreno, fornido, quizá yugoslavo o húngaro.

      —Es mi sobrino de Rusia —dijo Leopold.

      —Un momento —dijo el camarero.

      Y desapareció. De repente, la música calló. Se escuchó un ligero crepitar. Y, acto seguido, escuché los fastidiosos acordes de Atardeceres de Moscú.

      Reapareció el camarero. Su rostro resplandecía y refulgía.

      —Muchas gracias —le dije.

      —Recibirá una buena propina —me susurró Leopold.

      El camarero apuntó la comanda.

      —¡Sí, casi se me olvida!… —exclamó Leopold—. Cuéntame, ¿cómo murieron mis padres?

      —Al abuelo lo arrestaron antes de la guerra. Y la abuela Raísa murió en el cuarenta y seis. La recuerdo vagamente.

      —¿Lo arrestaron? ¿Por qué? ¿Estaba en contra de los comunistas?

      —No lo creo.

      —Entonces, ¿por qué lo arrestaron?

      —Porque sí.

      —Dios mío, qué país de salvajes —soltó con voz sorda Leopold—. Pero, explícamelo.

      —Me temo que no podría. Hay decenas de libros sobre el tema.

      Leopold se secó los ojos con un pañuelo.

      —Yo no puedo leer libros. Trabajo demasiado… ¿Murió en la cárcel?

      No tenía ganas de contarle que al abuelo lo fusilaron. Tampoco mencioné a Monia. ¿Para qué?…

      —¡Qué país de salvajes! He estado en América, en Israel, he recorrido toda Europa… Pero a Rusia no pienso ir. Allí tienen el ajedrez, el ballet y el «cuervo negro»3. ¿Te gusta el ajedrez?

      —No mucho.

      —¿Y el ballet?

      —Entiendo poco de eso.

      —Es una bobada con fantasmas —dijo mi tío.

      Luego preguntó:

      —¿Tu padre quiere venirse aquí?

      —Eso espero.

      —¿Para hacer qué?

      —Para envejecer, supongo. En Norteamérica le darán una pequeña pensión.

      —Con ese dinero es complicado vivir como es debido.

      —Nos las arreglaremos.

      —Tu padre es un romántico. De niño leía mucho. Yo, en cambio, al revés, crecí completamente sano… Menos mal que te pareces a tu madre. He visto sus fotos. Os parecéis mucho.

      —A veces hasta nos confunden —dije.

      El camarero trajo el helado. Mi tío dijo en voz baja:

      —Si necesitas dinero, dímelo.

      —Nos basta.

      —Así y todo, si os hace falta dinero, házmelo saber.

      —Bueno.

      —Y ahora, a visitar la ciudad. Tomaremos un taxi.

      Lo que me gustaba de mi tío era el ritmo frenético con el que se movía. Estuviéramos donde estuviéramos, no dejaba de repetir:

      —Comeremos dentro de un rato.

      Comimos en el centro de la ciudad, en una terraza. Tocaba un cuarteto húngaro. El tío bailó lleno de gracia y finura con su esposa. Luego nos dimos cuenta de que Helen estaba cansada.

      —Vamos al hotel —dijo Leopold—. Tengo unos regalos para ti.

      En el hotel, Helen se las arregló para susurrarme:

      —No


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