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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф КонрадЧитать онлайн книгу.

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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se apoderó de mí. Parecía haber en ella algo misterioso y fatídico. A menudo, cuando estaba lejos, pensé en aquellas dos, guardando la puerta de las Tinieblas, haciendo punto con lana negra como para un cálido paño mortuorio; la una, introduciendo continuamente a lo desconocido; la otra, escrutando los alegres y estúpidos rostros con ojos viejos e indiferentes. ¡Ave! Vieja tejedora de lana negra. Morituri te salutant. No muchos de aquellos a los que ella miró la volvieron a ver; ni, con mucho, la mitad.

      »Todavía quedaba una visita al doctor. “Una simple formalidad”, me aseguró el secretario, con aspecto de compartir intensamente todos mis pesares. Así, pues, un jovencito con el sombrero inclinado sobre la ceja izquierda, algún empleado, me imagino (debía de haber empleados en el negocio, aunque la casa estaba más silenciosa que una casa en la ciudad de los muertos), bajó de alguna parte y me guio. Estaba sucio y desastrado, con manchas de tinta en las mangas de la chaqueta y una corbata grande y abultada, bajo una barbilla con forma de tacón de bota vieja. Era un poco pronto para el doctor, así que le propuse un trago, y a partir de ese momento se mostró jovial. Mientras tomábamos nuestros vermouths, él ensalzó los negocios de la compañía, y yo expresé luego, de forma casual, mi sorpresa de que él no fuera allí. De repente se mostró frío y reservado. “No estoy tan loco como parece, dijo Platón a sus discípulos”, objetó sentenciosamente; vació su vaso con determinación y nos levantamos.

      »El viejo doctor me tomó el pulso, evidentemente pensando en otra cosa mientras lo hacía. “Bien, bien para ir allí”, murmuró; y luego, con cierta ansiedad, me preguntó si le dejaría medirme la cabeza. Bastante sorprendido, le respondí que sí, cuando sacó algo que parecía un calibrador y me midió por delante y por detrás y en todas direcciones, tomando notas cuidadosamente. Era un hombre pequeño, sin afeitar, con un abrigo raído que parecía una gabardina con zapatillas; y pensé que era un loco inofensivo. “Siempre pido permiso, en el interés de la Ciencia, para medir los cráneos de los que van allá”, dijo. “¿Y cuando vuelven también?”, pregunté. “Oh, nunca los veo —comentó—, y además, los cambios se producen por dentro, ya sabe”. Sonrió como si se tratara de una broma inocente. “Así que va usted allí. Maravilloso. Además de interesante”. Me dirigió una mirada indagadora y tomó nuevamente nota. “¿Ha habido algún caso de locura en su familia?”, preguntó en un tono rutinario. Me sentí muy ofendido. “¿Esa pregunta es también en interés de la Ciencia?”. “Sería interesante para la Ciencia —dijo, sin darse cuenta de mi irritación— observar los cambios mentales de los individuos in situ, pero…”. “¿Es usted alienista?”, le interrumpí. “Todo médico debería serlo… un poco”, contestó aquel tipo original, imperturbable. “Tengo una pequeña teoría que ustedes, Messieurs, que van allí, deben ayudarme a probar. Ésta es mi parte de las ganancias que mi país va a cosechar de tan magnífica posesión. La mera riqueza se la dejo a otros. Perdone mis preguntas, pero es usted el primer inglés que se somete a mi observación…”. Me apresuré a asegurarle que yo no era nada típico. “Si lo fuera —dije—, no estaría hablando así con usted”. “Lo que dice es bastante profundo y probablemente erróneo”, dijo, con una carcajada. “Evite la irritación más que la exposición al sol. Adieu. ¿Cómo dicen ustedes los ingleses, eh? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico se debe guardar la calma antes que nada”. Levantó un dedo amonestador… “Du calme, du calme. Adieu”.

      »Quedaba otra cosa por hacer: decir adiós a mi excelente tía. La encontré triunfante. Tomé una taza de té, la última decente en muchos días, y en una habitación que, tranquilizadoramente, tenía el aspecto que era de esperar en la sala de estar de una dama, tuvimos una larga y tranquila charla junto a la chimenea. En el transcurso de estas confidencias se me hizo evidente que había sido descrito a la mujer del alto dignatario, y Dios sabe a cuánta gente más, como una criatura excepcional y llena de talento, un hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos los días. ¡Válgame Dios! ¡Y yo iba a encargarme de un vapor de río de poca monta, con silbato incluido! Resultó, sin embargo, que yo era también uno de los Obreros, con mayúscula, ya sabéis. Algo así como un emisario de la luz, como un apóstol de segunda clase. Se había gastado un montón de papel y palabras en toda esa basura, y la buena mujer, que vivía en el bullicio de aquella palabrería, se había dejado arrastrar por ella. Hablaba de “arrancar a esos millones de ignorantes de sus horrendas costumbres” hasta conseguir, os lo aseguro, que me sintiera incómodo. Me atreví a sugerir que el móvil de la compañía era el beneficio.

      »“Olvidas, querido Charlie, que el obrero es merecedor de su salario”, dijo ella, con expresión radiante. Es curioso lo lejos de la realidad que están las mujeres. Viven en un mundo propio, nunca ha habido nada parecido y nunca lo podrá haber. Es demasiado bonito y, si lo fueran a construir, se vendría abajo antes de la primera puesta de sol. Algún hecho maldito con el que los hombres hemos vivido resignados desde el día de la creación se alzaría y lo echaría todo por tierra.

      »Después me abrazó, me dijo que vistiera de franela, que le asegurara que le escribiría a menudo, etc., y me fui. En la calle, no sé por qué, me asaltó la extraña sensación de que era un impostor. Es extraño que yo, acostumbrado a partir para cualquier parte del mundo en un plazo de veinticuatro horas, pensándomelo menos que la mayoría de los hombres el cruzar una calle, tuviera un momento, no diré de duda, sino de perplejidad ante este banal asunto. La mejor forma en que puedo explicároslo es diciendo que, por uno o dos segundos, me sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir para el centro de la tierra.

      »Zarpé en un vapor francés que atracó en todos los malditos puertos que los franceses tienen allí, con la única finalidad, que yo sepa, de desembarcar soldados y empleados de aduanas. Observaba la costa. Observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Allí está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina, insípida o salvaje, y siempre muda, con aire de estar susurrando: “Ven y descúbreme”. Ésta en particular era casi informe, como si aún estuviera en proceso de formación, con un aspecto de inexorable monotonía. El borde de una jungla colosal, de un verde tan oscuro que era casi negro, orlado de blanca espuma, era tan derecho como una línea trazada con regla, lejos, muy lejos, a lo largo de un mar azul cuyo brillo empañaba una neblina reptante. El sol era feroz, la tierra parecía refulgir y chorrear vapor. Aquí y allá manchas de un gris blanquecino aparecían arracimadas dentro de la blanca espuma; a veces sobre ellas ondeaba una bandera. Asentamientos de hace varios siglos y aún no más grandes que cabezas de alfiler en la extensión intacta del trasfondo. Avanzábamos pesadamente, parábamos, desembarcábamos soldados; seguíamos, desembarcábamos empleados de aduana para recaudar impuestos en lo que parecía un lugar dejado de la mano de Dios, con un cobertizo de hojalata y un asta de bandera perdidos en él; desembarcábamos más soldados, para que se encargaran de los empleados de aduana, es de suponer. Oí decir que algunos se ahogaron con el oleaje, pero, se ahogaran o no, el hecho es que nadie pareció preocuparse por ello. Eran arrojados del vapor, y nosotros proseguíamos nuestra marcha. Cada día la costa parecía la misma, como si no nos hubiéramos movido; pero pasamos por diversos lugares (centros de comercio) con nombres como Gran’Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer a una sórdida farsa representada ante un siniestro telón. El ocio de un pasajero, mi aislamiento entre todos esos hombres con los que no tenía un solo punto de contacto, el mar lánguido y aceitoso, la sombría uniformidad de la costa, parecían mantenerme alejado de la realidad de las cosas, dentro de la fatiga de una decepción quejumbrosa y sin sentido. La voz de las olas de vez en cuando era un verdadero placer, como la conversación de un hermano. Era algo natural, que tenía su razón, que tenía un significado. De vez en cuando una embarcación de la costa nos proporcionaba un contacto momentáneo con la realidad. La remaban unos negros. Se podía ver brillar el blanco de sus ojos desde lejos. Gritaban, cantaban; sus cuerpos chorreaban sudor; las caras de aquellos hombres eran como máscaras grotescas; pero tenían hueso, músculo, una vitalidad salvaje, una intensa energía de movimientos que era tan natural y verdadera como el oleaje de sus costas. No necesitaban ninguna razón para estar allí. Era un gran consuelo mirarlos. Durante algún tiempo sentía que aún pertenecía a un mundo de hechos sencillos, pero la sensación no duraba mucho. Algo surgía que la ahuyentaba.


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