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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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de verano y les colocan delante una línea de puntos suspensivos:

      —«¿…?».

      —«Sí. Las circunstancias actuales…».

      —«¿…?».

      —«Indudablemente. Yo entiendo…».

      Por mi parte, yo sé que en la mayoría de estas interviús al político no se le ocurre nada, y es el periodista quien lo dice todo. Así, me parece que sería mucho más justo poner en puntos suspensivos las respuestas del político:

      —«¿No le parece a usted que en las circunstancias actuales…?».

      —«…».

      —«Porque, indudablemente, ustedes, en esta situación política, no pueden menos de…».

      —«…».

      Los franceses, de cuyo Mediodía son proverbiales la fantasía y la exageración, le llaman a España el midi et demi. No. Midi moins quart más bien. Y si entiende la palabra midi como hora de comer, nadie más lejos del midi que los españoles.

      La idea de ser uno de tantos.

      El Daily Mail —8 de Agosto— publica una lista de los objetos que se van a colocar bajo el obelisco de Cleopatra, en el Thames Embankment.

      Factura de los gastos originados por la traslación del obelisco.

      Diversos productos industriales.

      Monedas inglesas.

      Monedas indias.

      Una traducción de los hieroglifos del obelisco.

      Un estandarte.

      Un retrato de la reina Victoria.

      Biblias en varios idiomas.

      El Pentateuco en hebreo.

      La Guía de Londres.

      El almanaque Whifakers.

      Traducción de un trozo de San Juan en 215 idiomas.

      Una guía del camino de hierro de Bradshavo’s.

      Una navaja de afeitar.

      Una caja de cigarros y pipas.

      Un bote de horquillas para el pelo.

      Otro con varios artículos de toilette.

      Una fiambrera con provisiones alimenticias.

      Juguetes.

      Un mapa de Londres.

      Fotografías de mujeres bonitas.

      Un par de patines.

      No falta más que un ejemplar de los viajes morrocotudos de Pérez Zúñiga. Esta omisión, sin embargo, es perfectamente disculpable, dada la poca popularidad de que el ilustre humorista disfruta en Inglaterra. Dentro de mil o de dos mil años, los hombres que se encuentren los objetos depositados bajo el obelisco de Cleopatra se formarán una idea bastante completa de los actuales londinenses. Verán, por el par de patines, que eran aficionados al sport, y por la caja de juguetes, que tenían un espíritu infantil. Comprenderán que se afeitaban a menudo y que su lectura predilecta era la Biblia. Lo que no podrán comprender es que comiesen esa porquería de roast-beef, pero la fiambrera no les dejará ninguna duda de que, en efecto, lo comían.

      A propósito de la estatua de Cleopatra, el otro día se lamentaba un escritor de las pocas estatuas que hay en Londres. Es que éste es un país opaco. Las estatuas necesitan un cielo muy alto y un aire muy transparente. Es inútil ser grande hombre en Inglaterra: si le levantan a usted una estatua, la niebla la hará invisible. Además, un inglés no debe ser un grande hombre. Nunca más grande que los otros, a fin de no destruir la uniformidad colectiva. En otras partes, las estatuas sirven de estímulo a los ciudadanos, para destacarse del anónimo. Aquí el anónimo es la fuerza principal, y distinguirse, sobresalir, hacer cosas grandes, constituye casi un crimen. En España, en Francia o en Italia, los mancebos de botica, los estudiantes de latín y los dependientes de mercería, descabezan de cuando en cuando sueños heroicos. Sueñan con escribir grandes poemas o con ganar grandes batallas para asombrar al mundo. Pues un adolescente inglés, cuando se siente muy seguro de sí mismo y con una gran ambición, sueña que es un ciudadano como los otros, que no hace nada contrario a las leyes ni a las costumbres, que no se diferencia de los demás y que contribuye, como todos, a la buena armonía del Imperio británico. Son ideas de país de nieblas.

      En Trafalgar Square, en torno de la columna de Nelson, hay un pedestal para una estatua ecuestre, que debe hacer pendant con otra. Los años pasan y el pedestal sigue vacío. A nadie se le ocurre conquistarlo, aunque sólo sea para simetría de la plaza.

      ¡Y pensar que en París los grandes hombres entorpecen la circulación de los pequeños, que un botín de hombres ilustres abultaría más que el botín de los ciudadanos vulgares y que hay que mandar las estatuas a las fortificaciones para que no dificulten el tráfico de las calles céntricas…! Allí todos son grandes hombres, y hacen bien. Aquí no hay grande hombre ninguno. El resultado es el mismo.

      Una heroína de ocho años.

      El amigo Pickwick —How are you my dear Pickwick?— recordaba el otro día, con una vaga nostalgia, aquellos tiempos en que los periodistas españoles, a falta de otros asuntos, podían emocionar a sus lectores hablándoles de la serpiente de mar. «La serpiente de mar ha muerto, y nosotros la hemos matado»; pero hay todavía muchas bestias feroces en el mundo: por ejemplo, las moscas. ¿Por qué no hablan ustedes de las moscas? Los periódicos yanquis han iniciado contra ellas una campaña implacable, y los periódicos ingleses la han secundado. Las moscas son el vehículo más importante de todas las enfermedades contagiosas. «Matad a las moscas —dicen los periódicos—, si no queréis que las moscas os maten a vosotros». Los periódicos ingleses parecen papeles matamoscas. Publican contra las moscas toda clase de artículos ilustrados con fotografías ampliadas en una proporción gigantesca, y organizan concursos para premiar a los chicos que maten un mayor número de moscas. Hasta los periódicos más templados piden la guerra a las moscas, y periodistas muy sesudos, que tratan todas las cosas con una perfecta ecuanimidad, manifiestan con respecto a las moscas una virulencia terrible. Esto se debe, probablemente, a la calvicie de esos señores periodistas. Las moscas aman las calvas, como otros bichos aman las melenas, porque estos bichos son líricos y las moscas son sabias. Yo he trabajado mucho tiempo en una redacción frente a un hombre lleno de ciencia: las moscas le asediaban tenazmente, y una vez me aseguró que el aguijón de una de ellas le había llegado hasta el cerebro.

      —Debe ser una mosca joven —le dije yo— que esté estudiando economía política.

      La guerra contra las moscas, iniciada por los periódicos ya ha trascendido al público. Comienzan a constituirse Sociedades contra las moscas, y los ingleses le preguntan a uno si es amigo o enemigo de las moscas. En Hyde-Park, los oradores claman contra las moscas. Los carteros inundan las casas de proclamas incitando al exterminio de las moscas. ¡Abajo la mosca!

      Una niña de ocho años ha matado este verano tres mil moscas, y los periódicos publican su retrato como el de una heroína. La criatura sonríe dulcemente después de tan horrible matanza, como si no hubiese cometido crimen ninguno. Yo no experimento la menor simpatía hacia ese prodigio insecticida. Me lo imagino con las manos tintas en sangre de moscas, y esto me repugna. Yo no me dedicaría nunca a matar moscas, y no por piedad hacia ellas, sino por decoro de mí mismo. A un inglés matamoscas se lo dije el otro día.

      —Me resulta mucho más noble matar toros que matar moscas. Yo le parezco a usted un monstruo de crueldad porque defiendo las corridas de toros. Pues, en cambio, estas matanzas de moscas me horripilan.


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