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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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de templanza.

      El lector sabrá perdonarme esta digresión sobre las costumbres del champagne en Inglaterra. Yo lo he hecho para añadir un dato más a la tesis de que aquí lo pecaminoso es hablar y no hacer. Esto es tan exacto, que a un mudo le sería totalmente imposible faltar a la moral inglesa.

      Según uno de los edictos municipales que acaban de ser aprobados, el perro que se ponga a ladrar en público pagará cinco chelines de multa. No sé si tendrá que pagar algo por morder, pero es posible que, si muerde silenciosamente, no pague nada. ¿Qué es eso de que los perros ladren en Inglaterra? Los perros ingleses deben ser muy callados y muy serios. No deben menear la cola, ni aguzar las orejas, ni dar saltos al ver a su amo. No. Ante todo el self-control, el dominio de sí mismo. Ni deben tampoco lanzar aullidos lastimeros cuando se muere alguien. El perro inglés tiene que estar por encima de estas debilidades sentimentales, a las que son tan accesibles los perros del continente.

      Y a poco ingleses que sean los perros en Inglaterra, es indudable que acatarán la ley, sin que los perros policías se vean obligados a enseñarles los dientes.

      Burgess en el agua.

      A mí no me produce emoción ninguna eso de que Burgess haya atravesado a nado el canal de la Mancha. Yo no lo atravesaré nunca de la misma manera, aunque me quede sin dinero en Londres y no tenga otro medio de salir. Cuando Bleriot hizo en aeroplano el mismo viaje que acaba de hacer Burgess a nado, la cosa era distinta. Bleriot no había arriesgado su vida inútilmente. Aquello constituía un ensayo para la Humanidad. Gracias a las proezas de los aviadores, la aviación llegará a ser un día una cosa práctica y todos podremos volar. En cambio, la hazaña de un nadador, aunque sea tan grande como ésta de Burgess, carece en absoluto de interés social.

      Burgess ha atravesado el canal de la Mancha en veintitrés horas y cuarenta minutos. Nuestros padres han traducido Manche, que quiere decir manga, por mancha, y los franceses nos echan en cara este error de traducción con bastante frecuencia. Yo rectificaré escribiendo «canal de la Manga» en cuanto los franceses a su vez digan «Don Quixotte de la Fache» y no de la manga (de la Mancha).

      ¡Veintitrés horas y cuarenta minutos en el agua! Indudablemente ese Burgess es un pez. Por el aspecto parece un barbo. En sus manifestaciones a los periodistas expresó que no las tenía todas consigo antes de zambullirse y que estaba muy escamado.

      Otro nadador que anteriormente había intentado sin éxito atravesar el canal, dice que Burgess ha triunfado por sus doggeless. Dog es perro, en inglés, y doggeles — perrería— significa obstinación. No; Burgess no tiene ninguna cualidad de perro. Es un pez. Yo he dicho en un artículo que Inglaterra es un pueblo-pez, y que todas sus virtudes —la limpieza, la frialdad, la falta de sentimentalismo, etc.—, así como sus ideales, sintetizados en el gran ideal de dominar los mares, son ideales y virtudes de pez. Cada inglés es un poco pez, y Burgess es un pez representativo. Su hazaña ha suscitado un entusiasmo formidable, y el rey le ha enviado un telegrama de felicitación.

      Yo creo que, así como en España los chicos sueñan con ser pájaros y prueban a meterse un alfiler en la cabeza para que les salgan alas, los chicos ingleses sueñan con ser peces. No sé si se meten alfileres o no; pero muchos se salen con la suya.

      Burgess cuenta que cerca de la costa de Francia una porción de pececillos comenzaron a seguirle, y que algunos le mordían los pies. Era de entusiasmo seguramente.

      En un pueblecillo inglés que se llama Kent un picapedrero estaba nadando tranquilamente. Se disponía ya a volver a la playa cuando vio a una señorita cerca de sus ropas. ¿Cómo presentarse desnudo ante ella? El picapedrero, aterrado ante esta idea tan schocking, volvió a zambullirse y se ahogó con una perfecta convicción.

      Ese picapedrero era, decididamente, un hombre muy modesto. Debía tener una idea muy poco halagüeña de sí mismo. Yo conozco historias de santos que no revelan un mayor sentimiento de humildad cristiana.

      ¡Lástima que los periódicos no publiquen el nombre del picapedrero de Kent para esculpirlo, con su propio pico, en un trozo de roca bien inglesa! «Aquí yace Fulano de Tal, que murió por no infringir la moral británica». La moral británica es, en realidad, la que ha ahogado al picapedrero de Kent, esta moral fría e implacable.

      Es decir, tal vez el picapedrero haya tomado heroicamente la resolución de ahogarse aterrado ante la fealdad de la miss que estaba sentada en la playa. «Si me presento desnudo —se habrá dicho— ella va a emocionarse, y no vale la pena. Mejor será que me ahogue». Hay misses en presencia de las cuales una determinación como ésta revelaría un alto sentido de prudencia. Sin embargo, los ingleses no suelen ser muy quisquillosos con respecto a las inglesas. Que sean feas o guapas, igual da.

      Indudablemente el picapedrero se ha ahogado por disciplina, para no infringir las Ordenanzas municipales, que prohíben a los hombres aparecer desnudos ante las mujeres. En su caso, un buen súbdito inglés no podía hacer otra cosa. It is all right.

      Pero si los ingleses encuentran muy natural el suicidio del picapedrero, yo tengo todavía un poco de corazón para compadecerle. Al mismo tiempo, yo compadezco también a la miss de la playa. ¿Qué esperaba allí junto a las ropas de un hombre? ¿No será ella también otra víctima de la moral inglesa?

      Para hacer la psicología del público inglés lo primordial no es entrar en el teatro; basta en un principio con pasearse en torno de él y ver la compacta multitud que aguarda silenciosamente la apertura de las puertas. Que haga bueno o mal tiempo, que llueva o que granice, la multitud no protesta jamás. Es paciente y disciplinada. Durante una o dos horas permanece en la calle. Cada uno guarda su turno, y no pretende nunca avanzar ilegalmente en la fila; aunque delante de él esté una vieja, un cojo, un chico o un paleto, fáciles de suplantar. Los derechos adquiridos son sagrados en Inglaterra, aun para el público frívolo de los music-halls.

      Viendo este orden con que el público inglés se produce antes de entrar en el teatro se puede suponer fácilmente lo resignado que será una vez dentro. Es el público ideal para un autor. El último de nuestros currinches puede tener la seguridad absoluta de que, traducido al inglés, sería aplaudido en la patria de Shakespeare. Aquí las obras y hasta los números más insignificantes de variétés se sostienen en el cartel meses y meses. En primer lugar, en Londres hay siete millones y medio de habitantes. Es decir, que el público de los teatros puede renovarse por entero cada noche durante una temporada. Además, el público inglés no necesita cambiar. Así como no cambia de alimentación, puede también pasarse perfectamente sin cambiar de espectáculo.

      Yo no he visto nunca protestar a este público, y he recordado con horror esos horribles pateos madrileños. Ahí se va a los estrenos como se iría a las barricadas. Los reventadores se ponen unas botas de doble suela y se proveen de unos garrotes hercúleos. Los cómicos salen a escena temblando. Ahí se machacan las obras a garrotazos y se las aplasta con los tacones de un modo feroz. Para ver la crueldad española no es necesario ir a los toros. Basta y sobra con asistir a un estreno en la capital de España. El pobre autor, con los cabellos erizados, corre entre bastidores. Los golpes los siente directamente en la cabeza, y muchas veces en el estómago.

      ¿Por qué esa bárbara saña del público de Madrid? Aparte razones de temperamento, hay una razón práctica de gran importancia, que si no la justifica a lo menos la explica. En Madrid son cuatro o cinco los teatros, y el público que va a ellos es siempre el mismo. «Si yo dejo pasar esta obra —se dice el espectador madrileño— ya no podré librarme de ella. So pena de quedarme en casa a hacer juegos de prendas, tendré que sufrirla una noche sí y otra no, o poco menos, durante ocho meses». La cosa es grave. Se trata de asegurarse el solaz de todo el invierno, y el madrileño, que no es hombre para quedarse en casa por la noche, se arma con la maza de


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