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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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ponerme un cartel en el pecho y otro en la espalda y pasear lentamente por Picadilly y Regent Street. El cartel yo puedo soportarlo; al fin y al cabo un cartel es publicidad; cuando me encartelen, me haré cargo de que me he trasladado de las primeras a las últimas páginas de la Prensa. En cambio, esa odiosa chistera que se pone aquí todo el mundo para ir a la City, yo no la aceptaría nunca.

      En realidad, esto de ser hombre sandwich no constituye precisamente una profesión, sino algo infinitamente más elevado: una filosofía. El hombre sandwich no hace nada. Anda, callejea, curiosea, huele… No se diferencia del vago ordinario más que en que tiene un cartel. Es decir, que el hombre sandwich es un vago, sólo que es un vago que administra su vagancia poniéndola al servicio de las Agencias de publicidad. ¿Puede haber algo más seductor para un español?

      Pero no crean ustedes que todos sirven para hombre sandwich. No. No basta ser un vago. Es preciso, como dije antes, ser un filósofo. El perfecto hombre sandwich desprecia todas las vanidades humanas y le da igual que utilicen su espalda para anunciar un vigorizador de cabello que un depilatorio; un específico para engordar que un específico para enflaquecer; un drama de Shakespeare que un baile de la Paloma; Un mitin de sufragettes que la última novela de María Corelli. Es tan estoico el hombre sandwich, que hasta se deja atropellar por los ómnibus en Charing Cross Road. Ayer se ha visto la causa de un hombre sandwich que se dejó atropellar por un ómnibus por encima del cartel.

      —La verdad —dijo el juez— es que lo mejor sería suprimir a los hombres sandwichs.

      Pero esto debió decirlo para la galería. La prueba es que la Compañía de ómnibus fue condenada. Si se quisiera suprimir a los hombres sandwichs, se dejaría a los ómnibus en libertad de reducirlos a papilla.

      El cielo para los ingleses.

      Hubo un tiempo en que el cielo era así como una colonia española. Ahora parece una colonia inglesa.

      —El Continente está podrido —dicen los ingleses—. Sólo Inglaterra, la pura Inglaterra, debe ocupar el cielo.

      Y para ocuparlo, han formado el Ejército de Salvación. Actualmente las inglesas hablan del cielo como cosa propia y anuncian que van a acabar en él con una porción de abusos. Para ellas San Pedro, demasiado tolerante, había dejado penetrar en el cielo a gente muy poco seria, que tomaba aquello como un lugar de delicias eternales, donde todo era hacer música y beber ambrosía.

      —¿Qué ambrosía ni qué ocho cuartos? —piensan las viejas inglesas—. Ginger beer, soda y alguna que otra limonada. Esto será lo que se beba en el cielo. Además, se acabaron los juegos celestes. Cada bienaventurado se levantará tempranito, se tomará un bañito frío y ¡a trabajar! En cuanto a los ángeles ya les cortaremos las alas. Esto piensan, y con unos o con otros términos, esto dicen las inglesas que capitanean el Ejército de Salvación. Cada vez que yo me las encuentro en la calle no puedo evitar una serie de amargas reflexiones:

      —¿Adónde iré a parar con mi alma, Dios mío querido —pienso para mis adentros

      —, si también el cielo está lleno de ingleses? ¿No es ya bastante el que los ingleses nos hayan estropeado todos los lugares de placer aquí en la tierra, las playas veraniegas y las residencias de invierno, los hoteles y los casinos, sino que, además, tendremos que sufrirlos en el cielo por toda una eternidad?

      ¡Y hay que ver de qué modo reclutan las inglesas almas para el cielo! Parece que las mandan a patadas. No es eso de describirle a uno las excelencias del cielo ni de pintarle los terrores del infierno; no es eso de aconsejarle al pecador que se enmiende y que tome el camino de la eterna ventura. No. Le mandan a uno al cielo como podrían mandarle a la Comisaría.

      —¡Eh! ¡Usted, alma pecadora! ¿Adónde va usted por ahí? ¿Es que no ha oído usted las cornetas del Ejército de Salvación? ¡Al cielo inmediatamente! ¡Vivo…!

      Nada de explicaciones. Un toque de corneta, un redoble de tambor y adelante, con unas caras muy tiesas y un paso muy militar, a buscar otras almas para mandarlas a la morada divina.

      La verdad, los ingleses son castos e inocentes; pero como propagandistas me parecen muy malos. Yo no dudo que tengan ciertos méritos a los ojos de Dios, y que Dios los estime; pero no creo que les haya dado la exclusiva del cielo en la tierra. Para mí que se están extralimitando en sus funciones.

      —¿Cómo hace usted sus artículos? —pregunta un periódico.

      Para hacer mi artículo yo me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel, como para hacer otra cosa pudiera encerrarme en otro cuarto con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale.

      Yo llevo ya diez o doce años haciendo artículos. He adquirido la facultad de convertir todas las cosas en artículos de periódicos. Ya pueden ustedes darme las cosas más absurdas: un gabán viejo, un par de gemelos de teatro, una máquina de afeitar, un pollo asado, una mujer bonita… De cada una de esas cosas yo les haré a ustedes una columna de prosa periodística, o, si ustedes lo prefieren, les haré la columna de todas esas cosas juntas. El articulista es algo así como el avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo: el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico.

      Yo lo mismo hago un artículo con una noticia de tres líneas que leo en el Daily Telegraph, que con las obras completas de Voltaire. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda que el mar es una cosa grande y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de paja. Toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una columna escasa de un periódico; mando las cuartillas a su destino, y ya se han acabado para mí los encantos del mar, las mujeres bonitas, y como las mujeres bonitas las obras maestras, y como las obras maestras las catedrales góticas, y los buques de guerra, y los campos sonrientes, y la primavera, y las fiestas movibles, y todo. El articulista no puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar y nosotros somos fábricas de artículos.

      ¡Qué cosa monstruosa, ridícula y triste esta información espiritual del hombre que hace un artículo diario! Y menos mal cuando hay quien lea el artículo en cuestión, porque entonces uno puede consolarse pensando que el lector es todavía más desdichado que uno.

      Luego esto de escribir artículos para periódicos es como trabajar en público. A mí me parece, cuando escribo, que escribo en un escaparate, como unas muchachas que escriben en unos escaparates de Londres para hacer la réclame de unas plumas estilográficas, y que todo el mundo me ve. Entonces me siento invadido de vergüenza.

      —¿Cómo hace usted sus artículos? —pregunta el periódico inglés. Los escritores ingleses hacen tres o cuatro artículos mensuales. Así, uno de ellos ha podido permitirse el lujo de contestar:

      —¿Mis artículos? Yo los hago bastante bien.

      Los periódicos discuten ahora si la gente tiene derecho a matarse o no. Desde luego: si la gente tiene derecho y razón para matarse en alguna parte del mundo, yo creo que debe tenerlos sobre todo en Londres, en este país de nieblas y de gente triste, del que decía Oscar Wilde: «No se sabe si son las nieblas las que producen los hombres tristes, o si son los hombres tristes los que producen las nieblas». Precisamente estos hombres tristes son los que se oponen a que la gente se mate. El suicida es casi siempre un optimista, un hombre al que la vida le parece muy alegre; pero que se considera incapacitado para disfrutar de ella, a veces por una enfermedad crónica y otras —las más— por falta de dinero.

      —Ya


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