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La España austera. José Calvo PoyatoЧитать онлайн книгу.

La España austera - José Calvo Poyato


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      —¡A sus órdenes, mi teniente!

      El oficial se quedó mirándolo fijamente.

      —¿Ya ha concluido usted el interrogatorio?

      —Así es, mi teniente.

      —¿Tan pronto?

      —Sí, mi teniente. Si hubiera seguido dándole bofetadas hubiera admitido ser el toro que mató a Manolete.

      Otro asunto, relacionado con la Guardia Civil, que se prestó a los chistes con frecuencia era la relación del cuerpo con los gitanos, que fueron objeto de una atención preferente por parte de la Benemérita. Uno de los más populares decía así:

      Un gitano, que había robado un par de pollos —todo un lujo gastronómico en la época— fue sorprendido por una pareja de guardias civiles cuando acababa de desplumarlos, junto a la ribera de un río. El gitano arrojó los animales ya desplumados, con harto dolor de su corazón, al agua. Era necesario desprenderse del cuerpo del delito.

      —¿Qué haces tú por aquí? —le preguntó uno de los guardias, sin muchos miramientos.

      —Verá, mi cabo, estoy vigilando la ropa de dos que se están dando un baño en el río.

      Por lo general, los chistes de los gitanos y la Guardia Civil ponían de manifiesto el ingenio del gitano para salir de situaciones comprometidas, mientras que los agentes no solían ofrecer la mejor imagen. En gran medida respondían a un concepto bastante extendido de que el cuerpo, tolerante con determinadas acciones de la llamada gente de orden, se mostraba inmisericorde con quienes no tenían ese rango o simplemente eran gitanos.

      Buena parte de los chistes de la época eran los conocidos como chistes verdes. Gozaron de mucho predicamento porque suponían una transgresión carente de connotaciones políticas que, por lo general, resultaban bastante más peligrosas que las morales. Se trataba de chistes de cornudos y de mujeres infieles. La infidelidad del varón era mucho más tolerada y, en consecuencia, resultaba menos transgresora. Lo que en la mujer era adulterio en el hombre suponía únicamente «echar una canita al aire». No solían contarse delante de menores porque podía suponer un mal ejemplo para ellos y porque la moral de la época lo consideraba inconveniente. Había conversaciones de adultos y eran muchas las cosas de las que no se hablaba en presencia de los más pequeños. En esas circunstancias era frecuente utilizar una expresión que se hizo habitual en la época: «hay ropa tendida», un aviso para retraerse a la hora de habla de determinados asuntos o de utilizar ciertas expresiones. Tampoco solían pronunciarse palabras malsonantes, los conocidos como «tacos», en presencia de menores o representantes del sexo femenino; la época distinguía nítidamente entre el leguaje masculino y lo que para una mujer no resultaba tolerable escuchar y, por tanto, se utilizaba solo en presencia de hombres.

      Uno de los pilares en los que se asentaba el poder del Régimen era el Ejército. No escapó al ingenio y la sátira de los chistes. Muchos de los que se le dedicaron entraban dentro de la citada categoría de verdes. Un ejemplo era el del capitán —la graduación podía variar, pero siempre subiendo en el escalafón: comandante, coronel…— que tenía por esposa una «tía buenísima».

      El capitán tenía por asistente a un soldado fornido, hombre procedente del mundo rural, afable y servicial. Poco después de tomarlo a su servicio llegó a sus oídos un comentario que lo inquietó. El joven era hombre aficionado a las mujeres.

      —Me han dicho que eres un buen semental —le espetó el capitán un día ante la sorpresa del muchacho.

      —No… no le entiendo, mi capitán.

      —¡Que eres un macho de varas! ¡Vamos, que se te dan bien las tías! —El soldado enrojeció y se encogió de hombros. No sabía lo que su capitán se proponía—. ¿Es eso cierto o no lo es? A mí me gustan los hombres que demuestran serlo, y eso incluye dar un buen repaso a las tías. [Es conveniente señalar, aunque el lector avisado no necesite de esta explicación, que por más que estas expresiones resulten hoy abominables, hay que situarse en la época].

      —No se me dan mal, mi capitán —le confirmó el soldado, que, tras escuchar al oficial, estaba convencido de que aquello constituía un punto a su favor.

      —A ver, hazte una paja.

      —Mi capitán…

      —¡Es una orden!

      El soldado, un tanto avergonzado, obedeció.

      Concluida la faena, el capitán le ordenó:

      —Otra.

      El muchacho lo miró perplejo y obedeció.

      Tras el segundo envite, el capitán le ordenó de nuevo:

      —Otra.

      Así hasta cinco veces. El joven estaba al borde de la extenuación.

      —Mi capitán, no puedo más. Estoy hecho polvo.

      —Está bien. Ahora coge el coche, ve a mi casa y lleva a mi mujer a hacer la compra.

      Tampoco el clero, el otro gran poder de la España de aquellos años, guardián de la moral pública, escapaba a los chistes relacionados con el sexo. Mostraban a sus integrantes, sometidos a la observancia del celibato, siempre deseosos de mujeres y aficionados a la carne.

      El chiste se refiere a lo acontecido con motivo de una visita pastoral del obispo de Mondoñedo.

      Su Ilustrísima llegaba a una aldea de su diócesis perdida en el mundo rural. La visita de un obispo a una pequeña localidad era todo un acontecimiento, y los feligreses lo recibían con enorme entusiasmo. Se celebró con toda solemnidad una misa y se confirmaron algunos vecinos. Después Su Ilustrísima se reunió con el sacerdote en la casa parroquial, donde este lo agasajó con una jícara de chocolate y con unos pasteles, y se interesó por algunos detalles de la vida de su anfitrión.

      —Ilustrísima, mi vida aquí es muy tranquila. Pasan pocas cosas en un lugar tan apartado.

      —¿Qué clase de vida llevas, además de tus obligaciones sacerdotales? ¿Cómo dispones de tu tiempo libre y entretienes tus ocios?

      —Leo, ilustrísima. Leo mucho.

      El obispo dio un sorbo a su chocolate y lo miró a los ojos fijamente.

      —¿Estás todo el día leyendo?

      —Bueno, soy aficionado a la caza y de vez en cuando cojo la escopeta y pego algunos tiros…

      —Eso es muy sano.

      —También dedico algún tiempo al huerto. Una parceliña que queda a la espalda de la iglesia.

      —Eso está muy bien. El trabajo santifica.

      —Recojo grelos, algunas coles, unas papas… y, sin faltar un solo día, mi chocolate y mi rosario —el cura vio que la taza del chocolate del señor obispo estaba vacía y gritó: —¡Rosario, más chocolate para el señor obispo!

      Como es habitual en el género, muchos chistes recurrían a las palabras con doble sentido. En los años en que la leche en polvo era alimento importante para los escolares también su uso había llegado a muchos hogares, donde se utilizaba en lugar de la leche habitual, por considerarse un signo de modernidad.

      En una casa de cierto nivel, suficiente como para poder permitirse tener una criada, se estaba preparando el desayuno de los niños, que habían de marcharse al colegio. Antes de que los pequeños aparecieran por la cocina, la criada pregunta a su señora, con el paquete de leche en polvo en la mano:

      —¿Cuántos polvos hay que echar para hacer un litro de leche?

      —No llevo la cuenta, pero por lo menos cincuenta, quizá alguno más.

      Los chistes de la época tenían un tono machista que respondía al ambiente que entonces se respiraba. La mujer pasaba de la autoridad paterna a la del marido y en determinados ambientes era considerada algo parecido a un objeto.

      Una amiga


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