Эротические рассказы

La España austera. José Calvo PoyatoЧитать онлайн книгу.

La España austera - José Calvo Poyato


Скачать книгу
se les identificaba de una forma un tanto singular: a través de las cartillas de racionamiento que eran presentadas y selladas a la hora de votar. Esa es una de las razones que explican la elevada participación, porque se había dejado correr el rumor de que los propietarios de las cartillas que no estuvieran convenientemente selladas —evidencia de que habían cumplido con aquel deber patriótico— podrían tener problemas para recibir las raciones asignadas. El hambre era una cosa demasiado importante como para arriesgarse. Más sorprendente aún que el elevado porcentaje de participación fue el de los votos afirmativos, que se situó en el 93 por ciento y que algunos datos elevaban hasta el 94,7 por ciento. Corría el rumor de que en algunos municipios las autoridades locales habían logrado que tanto la participación como el apoyo a la ley fueran superiores al cien por cien, contundente evidencia de la unánime adhesión de sus conciudadanos al Régimen… Por aquellos días circuló algún chiste reproduciendo el texto del telegrama que algún alcalde habría puesto al Gobierno Civil de la provincia, confirmando, henchido de orgullo patriótico, que había votado más del cien por cien del vecindario y que los votos afirmativos superaban con creces el número de votantes. Cerraba sus palabras con el consabido: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!».

      La Iglesia animó desde el púlpito a que los fieles votasen. El cardenal primado, monseñor Pla y Daniel, hizo pública una pastoral alentando a cumplir con aquel sagrado deber. La pastoral del primado se publicó en los boletines diocesanos de todos los obispados de España. En ella se señalaba que era no solo un deber patriótico, también una obligación de buen cristiano acudir a las urnas. Estábamos en tiempo de muchos deberes y pocos derechos, justo al contrario de lo que se ha impuesto en la sociedad de nuestro tiempo.

      También hubo anuncios promovidos desde las esferas del poder en los que se consideraba un derecho el ejercicio del voto. Uno de ellos, bajo el significativo epígrafe «El Estado tiene tomadas todas las precauciones», se señalaba:

      Para que el libre ejercicio del voto no se vea expuesto a coacciones por parte de quienes sean, todos los españoles somos los guardianes de la libertad y la seguridad de cada español. Puedes votar libremente hoy, que nadie molestará tu deseo de cumplir con un deber [otra vez el deber] de buen español. Cualquiera que pretenda coaccionar la libre expresión del votante ya sabe que sobre él caerá todo el peso de la Ley.

      El peso de la ley en aquella época hacía honor al adagio latino: lex dura, sed lex.

      Cuando don Juan de Borbón tuvo conocimiento de la mencionada disposición que, lejos de reconocerle sus derechos dinásticos, dejaba la designación del sucesor del jefe del Estado, en calidad de rey o de regente, en manos de Franco, hizo público su rechazo a través del llamado Manifiesto de Estoril, en el que reclamaba sus derechos a la Corona. Ni que decir tiene que dicho manifiesto no se divulgó en España y que solo fue conocido en reducidos círculos monárquicos. El Régimen orquestó una campaña de desprestigio de don Juan, al que se denominaba despectivamente «el pretendiente», nombre que recibían quienes aspiraban a convertirse en novios de alguna moza con la que deseaba entablar lo que se denominaba entonces relaciones formales. Muchos años después de promulgada la ley, el dictador escogería a Juan Carlos de Borbón, hijo de don Juan, como su sucesor a la Jefatura del Estado, a título de rey. Una vez más, tardaron poco en circular numerosos chistes, principalmente promovidos por los falangistas, que ponían en cuestión las capacidades de Juan Carlos, al que se le otorgaba el título de príncipe.

      El segundo de los referéndums del franquismo se celebraría casi veinte años más tarde. Fue en 1966, una vez concluidos los fastos —iniciados en 1964— de los ya mencionados Veinticinco Años de Paz. Algunos señalaban, con mucha socarronería, que a la paz de aquel cuarto de siglo habría de añadírsele el gran impulso que había recibido la ciencia; con aquella combinación, los díscolos se referían al periodo como los veinticinco años de paciencia. Pero eso se decía en voz baja y solo en ambientes que se consideraban seguros, porque hasta comentarios de ese tenor podían tener consecuencias desagradables.

      La que se sometió a referéndum en 1966 fue la Ley Orgánica del Estado, a la que el Régimen se refería como nueva constitución, considerando que la vieja estaba configurada por una serie de leyes aprobadas en los años anteriores, las conocidas como Leyes Fundamentales. En esa vieja constitución se señalaba que la española era una democracia orgánica. Ya se sabe lo que suele ocurrir a la democracia cuando se le coloca un adjetivo… Tal es el caso de las «democracias populares», expresión con que se enmascara en las dictaduras comunistas precisamente la falta de democracia. Y lo mismo ocurría en el franquismo con la democracia orgánica: era la manera de disfrazarla. En aquel referéndum, que se celebró el 14 de diciembre, podían votar los españoles mayores de veintiún años, sin distinción de sexos. El número de personas llamadas a las urnas fue de 21 301 540, casi cuatro millones más que en el celebrado veinte años antes.

      Aquella ley actualizaba los poderes del dictador, al que la propaganda del Régimen exhibía como reclamo en los carteles para animar a la participación. Franco significaba la garantía de futuro para España y los españoles. Se presentaba ofreciendo una imagen de aperturismo del Régimen que no era tal. El Caudillo había mantenido hasta aquel momento su doble condición de jefe del Estado y presidente del Gobierno, cargos que con la nueva ley se separaban; la Presidencia recaería en la persona que Franco designara cuando lo considerase oportuno —de hecho, la ley se aprobó en 1966 y él mantuvo los dos cargos hasta que en 1973 nombró a Carrero Blanco presidente del Gobierno—; además, el nombramiento habría de ser ratificado por las Cortes, lo cual no constituía el más mínimo problema.

      La citada Ley Orgánica reducía el número de integrantes del Consejo del Reino y en un tercio el número de procuradores en Cortes, que pasaban de ser 611 a 403, de los cuales apenas poco más de un centenar eran elegidos de forma directa: la inmensa mayoría de procuradores lo era en virtud del cargo que ostentaban o porque habían sido designados por Franco.

      Tal vez, el detalle más llamativo de aquella ley que, pese a la propaganda del Régimen, mantenía todos los resortes del poder en manos de Franco, era lo que se denominó libertad religiosa. Lo que se entendía por tal, en un Estado que continuaba siendo confesional y donde la Iglesia católica gozaba de extraordinarios privilegios, era que desaparecían las graves restricciones que para celebrar sus cultos tenían los judíos y los protestantes. No sorprende que el año de este referéndum coincida con el final del Concilio Vaticano II, que planteaba reformas para la Iglesia que rompían una parte importante de los esquemas en que se había fundamentado el nacionalcatolicismo.

      En el referéndum había que responder a la pregunta: «¿Aprueba el proyecto de Ley Orgánica del Estado?»

      El número de votantes que acudieron a las urnas, según los datos proporcionados por el propio Régimen, fue de 18 913 637, lo que significaba una participación del 88,79 por ciento del censo —la cifra era similar a la registrada para el referéndum de 1947—. Los votos afirmativos para la aprobación de la ley fueron —siempre según los datos del Régimen— 18 130 612, es decir, cerca del 96 por ciento de la totalidad de los emitidos. Los votos en contra fueron 332 340, menos del 2 por ciento. En blanco votaron 440 687, algo menos del 2,5 por ciento.

      La España que votaba el referéndum de 1966 tenía poco que ver con la que acudió a las urnas en 1947. A mediados de los años sesenta hacía una década que había concluido definitivamente el aislamiento internacional, con su ingreso en la ONU. España era un país que se había incorporado a la órbita occidental, aunque quedaban aún importantes organismos a los que tenía vetado el acceso por su condición de régimen dictatorial, por ejemplo, la OTAN o lo que por aquellas fechas se denominaba Mercado Común Europeo, al que todavía no se había sumado ningún país fuera de los que habían formado parte del club de fundadores.

      En la España de 1947 —todavía sometida a las cartillas de racionamiento— el hambre era padecida por muchas familias, y la carencia de artículos de primera necesidad algo muy extendido. Por el contrario, veinte años después, la situación era muy diferente. El turismo era ya una realidad pujante y el número de extranjeros que nos visitaban, buscando las playas, el sol y los precios que España ofrecía y que resultaban extraordinariamente bajos para su capacidad


Скачать книгу
Яндекс.Метрика