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La España austera. José Calvo PoyatoЧитать онлайн книгу.

La España austera - José Calvo Poyato


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sin abonar al contado el importe de lo que se adquiría, dejando el pago para más adelante. Ese crédito tenía un límite que dependía del criterio del tendero, que con frecuencia se establecía en función de cómo hubiera sido el pago de débitos anteriores. Estas situaciones no eran algo excepcional, sino que solían repetirse cíclicamente y se convertían en verdaderas tragedias cuando la cosecha era corta y el trabajo escaseaba, incluso en la época de la recolección. Cuando se llegaba al límite del crédito no se daba más al fiado, circunstancia que se hacía expresa con carteles que así lo indicaban, colocados en lugares bien visibles del establecimiento. Alguno de ellos lo señalaba con cierto ingenio: «Hoy no se fía, mañana sí».

      La pobreza y la austeridad se extendían a capas de población muy amplias, no solo a los temporeros agrícolas. Los salarios en aquellas actividades laborales que no estaban sometidas a la estacionalidad de las faenas del campo no permitían tampoco muchas alegrías. En los años cincuenta, la clase media, que iría configurándose conforme avanzaban los años sesenta, era todavía muy débil, y en amplias zonas del mundo rural, prácticamente inexistente.

      La escasez, las raciones y las penalidades también sirvieron como fuente de humor con que animar unos tiempos tristes. Algunas compañías de revista y variedades recorrían también los pueblos que disponían de infraestructura para ello. Se representaba el vodevil y se contaban chistes picantes; una parte de los espectáculos se dedicaba a la canción, y las vedettes, hasta donde la censura lo permitía, enseñaban partes de su anatomía, lo que daba lugar a no pocos escándalos. En cierta ocasión, durante la representación de la escena de un vodevil en la que un actor despreciaba la miga del pan porque se le hacía difícil tragarla, alguien entre el público gritó: «¡Para mí ese migajón, que es el que le falta a mi ración!».

      Con el final de las cartillas de racionamiento la escasez de alimentos dejaba de ser la gran amenaza que había presidido la vida de los españoles durante los años cuarenta, pero su recuerdo seguía estando muy presente, y en el imaginario colectivo los recelos estaban muy lejos de disiparse. Incluso entre las clases más acomodadas se imponía una frugalidad que, más allá de la falta de recursos, se había convertido en una forma de vida en la época. Una forma de vida que se encuentra muy lejos de las actitudes que definen nuestro tiempo, donde la austeridad, considerada antaño una virtud, ha desaparecido porque la sociedad se mueve en parámetros hedonistas que han hecho del disfrute de lo material uno de sus principales objetivos.

      Bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que la realidad en la que vivía inmersa buena parte de la población era muy diferente de lo que se pregonaba o podía deducirse de las imágenes ofrecidas en los cines por los documentales del NO-DO, en los que España aparecía como el mejor de los mundos posibles. No dejaban de abrirse modernas carreteras, se ponían en funcionamiento nuevas vías férreas, era continua la inauguración de fábricas… Incluso los trabajos más duros eran presentados de forma amable, como en el caso de los mineros que aparecen en la película Esa voz es una mina que, en 1955, dirigía Luis Lucia y tenía como protagonista a Antonio Molina, intérprete de uno de los grandes éxitos de la época: «Yo soy minero».

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      Bula para la Iglesia

      Al año siguiente de la desaparición de las cartillas de racionamiento, en el mes de agosto de 1953, se firmaba en la Ciudad del Vaticano un nuevo concordato entre el Estado español y la Santa Sede.

      La Iglesia, durante los años de la Guerra Civil, se había decantado de forma clara por el bando franquista. Brindó un importante apoyo moral y también económico a las tropas nacionales. Consideró la lucha contra la República una cruzada, principalmente porque el levantamiento militar —la proclama lanzada por Franco el 17 de julio concluía con un «¡Viva la República!» que, a tenor de cómo se desarrollaron posteriormente los acontecimientos, resulta ciertamente llamativo— lo era fundamentalmente contra el Frente Popular, que, en muy poco tiempo, como consecuencia de la intervención de la Unión Soviética en apoyo de la República, derivó en una lucha contra el comunismo. La guerra para la Iglesia católica se convirtió en una cruzada en defensa de la religión.

      El apoyo que ofreció a Franco para acabar con una situación que había sido claramente contraria a sus intereses desde el momento en que se aprobaba una constitución, la de 1931, que declaraba al Estado laico, fue recompensado con una extensión de privilegios que quedaría ratificada en el concordato que ahora se firmaba con la Santa Sede.

      Este nuevo acuerdo con el Vaticano venía a sustituir el que se había firmado un siglo antes (1851) bajo el reinado de Isabel II. Aquel buscó un acuerdo que permitiera normalizar las deterioradas relaciones diplomáticas con Roma, como consecuencia de la desamortización de los bienes eclesiásticos llevada a cabo por Juan Álvarez Mendizábal. Entonces se reconoció la católica como única religión de la nación española y se abordaba una cuestión sumamente importante, auténtico caballo de batalla cuya resolución está pendiente incluso en nuestros días, al establecer que la enseñanza estaría impregnada por los principios dogmáticos y morales del catolicismo en todos los niveles educativos.

      En el artículo II se apuntaba lo siguiente:

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