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El último de la fiesta. Dioni ArroyoЧитать онлайн книгу.

El último de la fiesta - Dioni Arroyo


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      Para mi padre, que vivió los últimos años de su existencia bajo las sombras del Alzheimer.

      Espero que haya recuperado la luz en la Tierra del Eterno Verano.

      Dioni Arroyo

      «En menos de treinta años, la inteligencia sintética sobrepasará a la biológica, y antes de que expire la segunda década de este siglo, la IA será indistinguible de la humana».

      Raymond Kurzweil, La singularidad está cerca (2005)

      Prefacio

      El ambicioso Proyecto Cerebro Humano (Human Brain Project, HBP) se fundó en 2005, sorprendiendo a la comunidad científica y a la opinión pública internacional. Su objetivo era recrear un cerebro humano completo desde un ordenador, con circuitos electrónicos que fueran capaces de imitar a la perfección las redes neuronales del cerebro, sinapsis artificiales y una majestuosa capacidad de procesamiento y de transformación de la información en conocimiento. El director de dicho proyecto europeo, confirmó que el único problema era la financiación, y que si llegaban a contar con ella, en torno al 2020 estarían en disposición de presentar a la humanidad, un cerebro humano artificial dentro de un ordenador que podría hablar y comportarse de forma indistinta a cualquier ser humano. Supondría el nacimiento de la IA autoconsciente, el esperado Frankenstein, hacer realidad el hecho de convertirnos en dioses, hacedores de vida, o incluso en algo mejor: arrebatar a Dios su función más apreciada, creando un ser que existiera por sí mismo, con la facultad de pensar y de sentir.

      Contra todo pronóstico, en 2013 la Unión Europea les concedió un crédito de más de mil millones de euros para el avance de sus investigaciones.

      Unos pocos años después, a principios de 2016 nace Sophie (o mejor dicho, es activada), un robot humanoide social, de la mano de la empresa Hanson Robotics con sede en Hong Kong, que, ante su asombrosa capacidad de razonamiento y empatía, recibirá la nacionalidad en Arabia Saudita, como cualquier ser humano, con los mismos derechos y responsabilidades; tal vez, un acto de frivolidad sin precedentes.

      Vamos a imaginar que los objetivos del HBP se cumplen según estimaban los neurocientíficos en sus fases iniciales

      El mensaje se envió en un momento de optimismo ciego hacia el futuro, y fue diseñado por personalidades, entre otras, de la talla de Carl Sagan y Frank Drake. Se envió desde el radiotelescopio de Arecibo, Puerto Rico, directo al Cúmulo Globular M13, en el que calculaban que debía de haber más de cuatrocientas mil estrellas.

      Su contenido incluía la posición de nuestro Sistema Solar y de la Tierra, así como algunos datos precisos sobre la especie humana, y se invitaba a otros seres inteligentes extraterrestres a establecer contacto y venir a nuestro mundo. ¿Ingenuidad, ignorancia, o una creencia equivocada en la afabilidad universal? Otros opinaban que podría deberse a una cierta presunción de los científicos, pero en cualquier caso, todos coincidieron en que el tiempo les demostraría si su decisión fue la más adecuada.

      1

      Dentro de unos años

      Decenas de chicos salieron en desbandada gritando de alegría al terminar las clases. Las puertas del Centro Educativo Escritor Domingo Santos se abrieron y una algarabía de adolescentes en estampida alcanzó la calle entre voces y canciones. Marco, rezagado y remolón, echó un último vistazo al patio, como si buscase a alguien, pero impulsado por el torbellino de sus compañeros, se vio obligado a acelerar el paso sin poder volver la vista atrás.

      Llevaba en la espalda una mochila repleta de libros y cuadernos. Su peso le obligaba a encorvarse mientras avanzaba titubeante. Se abrochó los botones de su abrigo y se alejó del bullicio por una calle peatonal. Dobló la esquina y se apresuró hasta detenerse en el punto exacto donde solía quedar con su grupo: una pequeña plaza en la que una vieja fuente de piedra había dejado de manar hacía mucho tiempo.

      —¡Marco, siempre eres el último! —le reprochó su amigo Luis, un chico desgarbado y con los cabellos hirsutos, que le advirtió con un gesto que ya se habían puesto en camino—. Tomé ha dicho que vamos a la acequia, que tiene cigarrillos.

      —Siempre hacemos lo mismo, ¿no podíamos ir a otro sitio? —Marco se quejó resignado, sabiendo que su opinión casi nunca se tenía en cuenta.

      —Pues se lo dices a él, a ver si te hace caso. ¡Vamos, tío, date prisa! Me ha tocado retroceder para decírtelo, así que ahora no te entretengas con chorradas.

      Ambos aceleraron por una angosta calle sin aceras, que desembocaba en una avenida por la que cruzaron, igual que hacían siempre, como locos sin prestar la menor atención a los semáforos. Mirándose de reojo, echaron a correr compitiendo para ver quién llegaba antes, alcanzando una callejuela empedrada y empinada, riendo sin parar por el esfuerzo del ascenso que les hacía resoplar. El peso de sus mochilas les dificultaba el paso, pero entre risas, llegaron a la zona más elevada, donde por fin pudieron detenerse y recuperar el aliento.

      —¡Como ayer, sigo siendo más rápido que tú! ¡He ganado! —Luis se señaló con aire triunfal, respirando entrecortado. La pequeña ciudad les saludaba desde la privilegiada atalaya, con una corona negruzca que se alzaba al firmamento, como si quisiera engullir la urbe, amenazante y sucia. Edificios grises y abandonados hablaban de otra época, con sus diminutas ventanas y los escasos árboles secos. El frío les cortaba la respiración y los cielos encapotados anunciaban la llegada de una tormenta.

      —Aún nos queda una tremenda caminata hasta el pinar, ¿qué te apuestas a que esta vez te gano? —Marco no lo dijo muy convencido, pero su exclamación irreflexiva fue suficiente para que los dos se volvieran y reanudaran la carrera por calles vacías del viejo polígono industrial, a las afueras de la decadente ciudad.

      En pocos minutos, el terreno se convirtió en un pinar con suelo de tierra, incómodo para correr con los zapatos que llevaban. Y en la acequia, como de costumbre, se encontraba su pandilla encabezada por Tomé, el más alto y corpulento de todos y que se había arrogado con el liderazgo.

      —¡Llegáis tarde! Siempre sois los últimos —les reprobó otro chico más alto que ellos que se acababa de encender un cigarro.

      —Que compartan uno, pero no de estos, que sea tabaco negro, que es mucho mejor. —Tomé, que se encontraba en medio del grupo de los seis adolescentes, les miró con gesto irónico, y siguió cuchicheando con los demás.

      —Tomad, ¿quién tenía por ahí un mechero? —preguntó otro de los muchachos al tiempo que les acercaron un cigarrillo. Pronto apareció otra mano con un encendedor transparente, por el que apenas quedaba gas.

      —Marco, te toca encenderlo a ti, así que esta vez no te escaquees —le desafió con sorna Tomé, provocando las miradas sarcásticas del resto.

      Marco sostuvo el cigarrillo con sus dedos temblorosos. Encenderlo le repugnaba, siempre inhalaba una inmensa bocanada de humo que le hacía toser. No le gustaba fumar, no le veía la gracia. Si se tragaba el humo, tosía y provocaba la burla de sus amigos, y si no lo hacía, le recriminaban por desperdiciar una buena calada. Sabía que, hiciera lo que hiciera, encontrarían la forma de reírse de él. Veía a Tomé inhalando el humo con gesto serio, parecía el protagonista de una antigua película francesa, jactándose de ser el líder de la manada, como si se tratase del héroe de una aventura. Los demás le imitaban y observaban con absurda admiración; sin embargo, cuando escrutaban a Marco, lo hacían con desprecio, con gesto desafiante, sabiendo que no era capaz, y aguardaban a que tosiera para mofarse sin contemplaciones. Marco sabía que a Luis y a él les daban siempre tabaco negro, tan fuerte que entraba en tromba por la garganta, a diferencia del rubio, que iba más directo a los pulmones y no provocaba la incómoda tos. A pesar de no disfrutar en absoluto de aquella experiencia, encendió el cigarrillo.Lo sostuvo en los labios y aspiró con fuerza, conteniendo el humo en la boca para expulsarlo con suavidad, intentando evitar el espasmo y que esta vez todo fuera bien. Luego se lo pasó a Luis y así hicieron todos, como un ritual entre chicos de catorce y quince años orgullosos de imitar los actos de los mayores, los actos que les estaban vetados. Romper las reglas, llevar la contraria, atravesar la línea roja y probar lo prohibido era importante en sus cortas vidas, era un ritual de paso del que nadie escapaba por la


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