Reina de conveniencia. Natalie AndersonЧитать онлайн книгу.
un comino su presencia.
El mundo llevaba esperando su coronación desde que el anciano rey falleciera diez meses atrás, pero el príncipe playboy Alek había mostrado escaso interés en buscarse la esposa necesaria para que la coronación pudiera tener lugar. Ninguna de los cientos de listas de Las Diez Mejores Novias que se habían publicado en el mundo entero parecía haberle inspirado, como tampoco la impaciencia creciente de su pueblo. Aun así, el príncipe Alek no había reducido lo más mínimo su vida social. Más bien, al contrario. En el último mes, había sido fotografiado cada día con una mujer distinta, como si estuviera desafiando esa vieja ley que lo obligaba a sentar la cabeza.
Mientras intentaba desesperadamente encontrar algo que decir, un ruido sordo salió del dormitorio del que ella había salido.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó él, ladeando la cabeza como el depredador que ha percibido el sonido inconfundible de una presa–. ¿Por qué no me ha permitido entrar en su habitación?
–No ha sido nada…
–Soy su hermano. ¿Qué me está ocultado? ¿Es que está ahí con algún hombre?
Antes de que pudiera moverse, el príncipe abrió de par en par la puerta, como si aquel lugar fuera suyo. Se había detenido justo al otro lado de la puerta.
–¿Qué demonios es eso?
–Un gato aterrado –contestó, adelantándose con cuidado para no asustar más al animal que ya bufaba como una criatura salvaje.
–¿Y qué hace aquí?
–Cenar –lo tomó en brazos y abrió la ventana–. Al menos antes de que se abriera la puerta.
–No me puedo creer que Fi tenga un gato como ese –dijo, contemplándolo con desprecio–. No es precisamente un Ruso Azul de pura sangre.
Claro… ¿cómo iba a ver más allá del pelaje de aquel animal medio salvaje de capa grisácea y orejas desfiguradas?
–Puede que no sea bonito, pero está solo y es vulnerable. Cena aquí todos los días –dijo, depositándolo en el alféizar.
–¿Y cómo narices se baja de ahí? –preguntó, acercándose a la ventana para ver cómo el animal se desplazaba hasta el último escalón de la escalera de incendios para luego prácticamente volar los tres metros que lo separaban del suelo–. ¡Impresionante!
–Sabe sobrevivir –respondió, pero de manera incontrolable la nariz comenzó a picarle y aunque parpadeó rápidamente, no pudo evitar su reacción habitual.
–¿Ha estornudado? –se sorprendió–. ¿Es alérgica a los gatos?
–¿Iba a dejarlo pasar hambre porque yo no sea adecuada para él?
Y sacó un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla para sonarse la nariz. Pero al parecer el príncipe había perdido ya el interés porque estaba estudiando el estrecho dormitorio.
–No tenía idea de que a Fi le gustase tanto el suspense –dijo, tomando uno de los libros que había junto a los pañuelos–. Creía que lo que más le iba eran los animales. ¿Cómo puede moverse en este espacio?
La habitación, vista con sus ojos, debía ser una caja estrecha y blanca con una cama estrecha y blanca. Una pila de libros. Un gato. Un absoluto cliché.
–¿Dónde tiene todas sus cosas? –preguntó, pasando la mano por la caja de madera que era el único objeto decorativo de la alcoba.
–Es que no es el dormitorio de la princesa Fiorella. Es el mío.
–¿Y por qué no lo ha dicho antes? –espetó, apartando el dedo con el que estaba recorriendo el dibujo labrado en la madera de la caja.
–Porque entró antes de que tuviera ocasión de decir nada. Supongo que está acostumbrado a hacer lo que le da la gana –espetó, molesta.
Pero cuando se dio cuenta de lo que había dicho, entrelazó las manos y mantuvo la cabeza alta. Ya no podía retirarlo, y hacía tiempo que había aprendido a no demostrar que sentía miedo ante personas que tenían poder sobre ella para que la dejaran en paz. Ya no mostraba una fachada de serenidad y seguridad, aunque fuera solo eso, fachada.
El príncipe la miró sorprendido y en silencio, pero de pronto su expresión se transformó y se acompañó de una risa grave. Entonces fue Hester quien se sorprendió. Hoyuelos. En un hombre adulto. Unos hoyuelos preciosos.
–Así que le parece que soy un malcriado, ¿eh? –le preguntó.
Había pasado del mal humor a la risa en un abrir y cerrar de ojos.
–¿Y no es cierto?
–Yo diría que verse obligado a buscar esposa no es precisamente la definición de hacer lo que a uno se le viene en gana –contestó sin dejar de sonreír, y aquel gesto transformaba un rostro perfecto, haciéndolo pasar de hermoso a cálido y humano.
–¿Se refiere a la coronación?
No podía fingir no haber oído la conversación.
–Sí, a mi coronación –repitió al tiempo que salía de la alcoba con parsimonia y tranquilidad–. No están dispuestos a cambiar esa estúpida ley.
–Es tradición –contestó, y pasó junto a él para detenerse en el centro del pequeño salón–. Puede que haya algo atractivo en la estabilidad.
–¿Estabilidad?
Algo en aquella palabra le sonó pícaro y se volvió a mirarlo. ¡Le estaba examinando el trasero! Sintió una oleada de calor que le irritó no poder evitar, ya que ella no le interesaba en absoluto, pero aquel hombre tenía un impulso sexual tan fuerte que no podía evitar examinar a cualquier mujer que pasara a su lado.
–La estabilidad de tener un monarca que no se distraiga por andar persiguiendo faldas.
Él sonrió.
–No constantemente. Me gusta descansar los jueves –replicó, apoyándose en la puerta.
–Así que hoy es día de descanso.
–Por supuesto –rápidamente la miró de abajo arriba y cuando volvió a su cara, todo rastro de humor había desaparecido–. ¿De verdad le parece bien forzar a alguien a casarse antes de permitirle ejercer el trabajo para el que lleva toda la vida preparándose? ¿O piensa que debo sacrificar mi vida personal por mi país? –añadió, ladeando la cabeza.
Nunca se había parado a pensar tal cosa, pero ella sola se había metido en aquel rincón discutiendo con él.
–Creo que pueden encontrarse algunos beneficios en una unión acordada.
–¿Beneficios? –repitió, enarcando las cejas–. ¿Qué beneficios podría haber en algo así?
Claro. ¿Cómo iba a querer que le cortaran el suministro incesante de mujeres?
–Si llegara a un acuerdo adecuado con una mujer adecuada… los dos sabrían dónde se estaban metiendo, y sería una decisión lógica y razonaba por el bien de su nación.
–¿Lógica y razonada? ¿Pero qué es usted? ¿Un androide?
Ojalá lo fuera en aquel momento. Era insoportable encontrarlo atractivo sabiendo lo mucho que le gustaba flirtear. Cuando un hombre estaba tan bendecido como él por los dioses de la belleza, los meros mortales como ella carecían de defensas ante él.
–Cuando sea rey, podrá pedir un cambio –sentenció, intentando cerrar una conversación que nunca debería haber empezado.
–Desde luego. Pero para ser rey, parece que tengo que casarme.
–Es una encrucijada para usted.
–Que carece de peso sobre mi capacidad para hacer mi trabajo. Es un anacronismo.
–Entonces, ¿por qué no llegar a un acuerdo con alguna de sus muchas