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Obras Completas de Platón - Plato


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que tiene. Lo vería con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina, En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.

      »Un dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, de que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, al que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento lo llena de ultrajes, que lo cubren de vergüenza.

      »El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel que sedujo con sus promesas magníficas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien solo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquel que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha,[14] en vez de perseguir, es él el que huye. Al joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.

      »Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre todo, funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será en todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses. He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un

      apetito grosero que quiere saciarse:

      Como el lobo ama al cordero,

      El amante ama al amado.

      »He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso está terminado.

      FEDRO. —Creía que lo que has dicho era solo la primera parte, y que hablarías en seguida del hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y para presentar las ventajas que ofrece su amistad.

      SÓCRATES. —¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del ditirambo, ya mi lenguaje ha sido poético, cuando solo se trata de criticar? ¿Qué será si yo emprendo el hacer el panegírico del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se encuentran tantas ventajas, como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que quiera, y yo repasaré el Iliso, como quien dice, huyendo, antes que venga a tu magín hacer conmigo mayores violencias.

      FEDRO. —No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es medio día, y que es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo? Permanezcamos aquí algunos instantes conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos marcharemos.

      SÓCRATES. —Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este punto no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, sea que los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a otros a componerlos, quisieran o no quisieran.

      Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y ahora mismo me temo, que me vas a arrancar un nuevo discurso.

      FEDRO. —No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.

      SÓCRATES. —Según me estaba preparando para pasar el río, sentí esa señal divina, que ordinariamente me da sus avisos, y me detiene en el momento de adoptar una resolución,[15] y he creído escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad no de los más hábiles, sino que a la manera de los que solo ellos leen lo que escriben, yo sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.

      FEDRO. —¿Qué quieres decir?

      SÓCRATES. —Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste, y por el que me has obligado a pronunciar.

      FEDRO. —¿Cómo así?

      SÓCRATES. —El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?

      FEDRO. —No, sin duda, si dices verdad.

      SÓCRATES. —Pero qué, ¿no crees que el Amor es hijo de Afrodita, y que es un dios?

      FEDRO. —Así se dice.

      SÓCRATES. —Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si el amor es un dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio


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