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Obras Completas de Platón - Plato


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—Es cierto.

      SÓCRATES. —Y si quieres manejar bien los negocios de la república, es preciso que imbuyas a tus conciudadanos en la virtud.

      ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.

      SÓCRATES. —¿Pero puede darse lo que no se tiene?

      ALCIBÍADES. —¿Cómo puede darse?

      SÓCRATES. —Ante todas cosas es preciso, pues, que pienses en ser virtuoso, como debe de hacer todo hombre, que no solo quiera tener cuidado de sí mismo y de las cosas que son suyas, sino también del Estado y de las cosas que pertenecen al Estado.

      ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

      SÓCRATES. —No debes, por consiguiente, pensar en adquirir para ti y para el Estado un gran imperio y el poder absoluto de hacer todo lo que te agrade, sino únicamente lo que dicten la sabiduría y la justicia.

      ALCIBÍADES. —Eso me parece muy cierto.

      SÓCRATES. —Porque si tú y el Estado gobernáis sabia y justamente, obtendréis el favor de los dioses.

      ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de ello.

      SÓCRATES. —Y gobernaréis justa y sabiamente, si como te dije antes, no perdéis de vista esa luz divina que brilla en vosotros.

      ALCIBÍADES. —Así parece.

      SÓCRATES. —Porque mirándoos en esta luz, os veréis vosotros mismos, y conoceréis vuestros verdaderos bienes.

      ALCIBÍADES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Y obrando así, ¿no haréis siempre el bien?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Si hacéis siempre el bien, me atrevo a salir garante de que seréis siempre dichosos.

      ALCIBÍADES. —En esta materia eres tú una buena garantía, Sócrates.

      SÓCRATES. —Pero si gobernáis injustamente, y en lugar de suspirar por la verdadera luz, os fijáis en lo que está sin Dios y lleno de tinieblas, no haréis, sin que pueda ser de otra manera, sino obras de tinieblas, porque no os conoceréis a vosotros mismos.

      ALCIBÍADES. —Así lo creo.

      SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, represéntate un hombre que tenga el poder de hacerlo todo, y que no tenga juicio; ¿qué debe esperarse y cuál será el resultado para él y para el Estado? Por ejemplo, que un enfermo tenga el poder de hacer todo lo que le venga a la cabeza, que no conozca la medicina, y que nadie se atreva a decirle nada ni a contenerle, ¿qué le sucederá? Destruirá sin duda su cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a todos los que a él se entreguen.

      ALCIBÍADES. —No podrán menos de perecer todos.

      SÓCRATES. —Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están privados de la virtud, su ruina es infalible.

      ALCIBÍADES. —Imposible de otra manera.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, mi querido Alcibíades, si quieres ser dichoso tú y que lo sea la república, no es preciso un gran imperio, sino la virtud.

      ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.

      SÓCRATES. —Y antes de adquirir esta virtud, lejos de mandar, es mejor obedecer, no digo a un niño, sino a un hombre, siempre que sea más virtuoso que él.

      ALCIBÍADES. —Eso me parece cierto.

      SÓCRATES. —Y lo que es mejor, ¿no es lo más precioso?

      ALCIBÍADES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Y lo que es más precioso, ¿no es lo más conveniente?

      ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

      SÓCRATES. —¿Es conveniente al hombre vicioso ser esclavo, porque esto le cuadra mejor?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿El vicio, pues, es una cosa servil?

      ALCIBÍADES. —Convengo en ello.

      SÓCRATES. —¿Y la virtud una cosa liberal?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y no es preciso evitar este servilismo?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.

      SÓCRATES. —Pues bien, mi querido Alcibíades, conoces tu propia situación; ¿eres digno de ser libre o esclavo?

      ALCIBÍADES. —¡Ah!, Sócrates, conozco bien mi situación.

      SÓCRATES. —¿Pero sabes cómo puedes salir de ese estado, que no me atreveré a calificar, hablando de un hombre como tú?

      ALCIBÍADES. —Sí, lo sé.

      SÓCRATES. —¿Cómo?

      ALCIBÍADES. —Si Sócrates quiere.

      SÓCRATES. —Dices muy mal, Alcibíades.

      ALCIBÍADES. —¿Pues cómo tengo que decir?

      SÓCRATES. —Si Dios quiere.

      ALCIBÍADES. —Pues bien, digo si Dios quiere; y añado, que para lo sucesivo vamos a mudar de papeles, tú harás el mío y yo el tuyo, es decir, que yo voy a mi vez a ser tu amante, como tú has sido el mío hasta aquí.

      SÓCRATES. —En este caso, mi querido Alcibíades, lo que se dice de la cigüeña se podrá decir de mi amor para contigo, si después de haber hecho nacer en tu seno un nuevo amor alado, éste le nutre y le cuida a su vez.

      ALCIBÍADES. —Así será; y desde este día voy a aplicarme a la justicia.

      SÓCRATES. —Deseo que perseveres en ese pensamiento; pero te confieso, que sin desconfiar de tu buen natural, temo que la fuerza de los ejemplos que dominan en esta ciudad, nos arrollen al fin a ti y a mí.

CÁRMIDES

      Argumento del Cármides[1] por Patricio de Azcárate

      Nada menos complicado que este diálogo. Marcha muy llanamente a un objeto muy sencillo. Un análisis rápido va a demostrarlo.

      Habiendo llegado la víspera, de Potidea, Sócrates entra en la palestra de Taureas, y encuentra allí a sus amigos Querefón, Critias y otros; les da nuevas del ejército y pregunta a qué altura se halla la filosofía. Se le presenta Cármides, niño cuando su partida, y que era ya un joven formado y admirablemente hermoso; y se empeña la conversación primero con Cármides y después con Critias. Cármides es hermoso; se dice que también es sabio, y él no está lejos de creerlo. Pero si es sabio, tiene el convencimiento de serlo, y si tiene el convencimiento, se halla en estado de definir la sabiduría. ¿Qué es por lo tanto la sabiduría?

      —La mesura, responde Cármides. —No, dice Sócrates, porque la sabiduría es inseparable de la belleza, y no es bello andar, leer, aprender, tocar la lira, luchar, deliberar y hacer cualquier otra cosa con mesura, es decir, con lentitud. —Es el pudor. —Tampoco, porque la sabiduría es siempre buena, y el pudor es algunas veces malo, testigo el verso de Homero: el pudor no cuadra al indigente.

      —En tal caso, la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio.

      —Tampoco, y antes por lo contrario sería una verdadera locura exigir que cada uno escriba solo su nombre y no el de otros, que teja él mismo su vestido, que arregle su calzado, que lave su camisa, y que no haga nada por nadie, ni reciba nada de nadie. En este momento, Critias, impaciente al ver tratar tan ligeramente


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