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Obras Completas de Platón - Plato


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quise penetrar el pensamiento de Hipócrates. Con esta mira, para sondearle le pregunté:

      —Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Asclepio, y le ofrecieses dinero, si alguno te preguntase: «Hipócrates, ¿a qué clase de hombre pretendes dar este dinero destinado al otro Hipócrates?».

      —Yo respondería: a un médico.

      —¿Y qué es lo que querrías hacerte, dando ese dinero?

      —Médico, diría.

      —Y si fueses a casa de Policleto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma quiénes son estos dos hombres, Policleto y Fidias, a quienes ofreces dinero, ¿qué responderías?

      —Que son escultores.

      —¿Y si te preguntasen para qué, respecto de ti?

      —Para hacerme escultor, respondería.

      —Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates, decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos? ¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?

      —Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.

      —Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.

      —Ciertamente.

      —¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?

      A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista.

      —¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?

      —Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.

      —¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras, sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor, sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.

      —Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.

      —¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.

      —¿Qué?

      —Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo pones en buenas o en malas manos.

      —¿Por qué?; yo creo saberlo.

      —Dime, pues, lo que es un sofista.

      —Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas.

      —Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?

      —Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.

      —Quizá diríamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira

      —Eso es claro.

      —En qué el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?

      —Sin duda.

      —¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?

      —En verdad, Sócrates, no podré decírtelo.

      —¿Cómo? —le dije—, ¡ah!, ¿no sabes a qué peligro te expones? Si tuvieras precisión de poner tu cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte, ¿no te mirarías mucho? ¿No llamarías a tus amigos y a tus parientes para consultar con ellos? ¿Y no tardarías más de un día en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás persuadido de que de ella depende tu felicidad o tu desgracia, según que está bien o mal predispuesta; y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su llegada, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la firme resolución de gastar para ello no solo tu fortuna, sino también la de tus amigos. Éste es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces, como tú mismo lo confiesas, y a quien jamás has hablado; solo sabes que es un sofista, y vas a abandonarte en sus manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista.

      —Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razón.

      —¿No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el alma?

      —Así me parece, Sócrates —me dijo—. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma?

      —Son las ciencias —le respondí—. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con el sofista, no sea que, a fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos venden las cosas necesarias para el alimento del cuerpo; porque estos últimos, sin saber si los géneros que ponen en venta son buenos o malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, a menos que el comprador sea algún médico o algún maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes, que van por las ciudades vendiendo su ciencia a los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren si lo que venden es bueno o malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, a menos que no se encuentre alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno o malo, puedes comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras o en la de todos los demás sofistas; pero si no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra de las provisiones de boca. Después que se han comprado estas últimas, se las lleva a casa en cestos o vasijas que no las pueden alterar, y antes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su socorro a los que saben qué cosas deben comerse o beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningún cesto o vasija, sino en el alma, y desde que queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus días. Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que nosotros; porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante. Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos a Protágoras, y después de haberle oído, se lo comunicaremos a los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí a Hipias de Elea, y aun creo que estará Pródico de Ceos y muchos otros, gente toda de


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