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Obras Completas de Platón - Plato


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ligera, desemejantes.

      Sorprendido de este discurso, le pregunté:

      —¿Te parece que lo justo y lo santo, no tienen entre sí más que una ligera semejanza?

      —Esta semejanza, Sócrates, no es tan ligera como te he dicho, pero tampoco es tan grande como tú piensas.

      —Pues bien —le dije—, puesto que te veo de mal talante contra esta santidad y esta justicia, dejemos este punto y pasemos a otros. ¿Qué piensas tú de la insania? ¿No es una cosa enteramente contraria a la sabiduría?

      —Así me parece.

      —Cuando los hombres se conducen bien y útilmente, ¿no te parece que son más templados en su conducta, que cuando hacen lo contrario?

      —Sin contradicción.

      —¿Son templados por la templanza?

      —No puede ser de otra manera.

      —Y los que no se conducen bien, ¿obran locamente y no son en manera alguna templados en su conducta?

      —Convengo en ello.

      —¿Luego obrar locamente es lo opuesto a obrar con templanza?

      —Convengo en ello.

      —¿Lo que se hace locamente procede de la insania y lo que se hace con templanza procede de la templanza?

      —Sí.

      —¿Luego lo que nace de la fuerza es fuerte, y lo que nace de la debilidad es débil?

      —Ciertamente.

      —¿Es debido a la velocidad que una cosa sea ligera, y debido a la lentitud que sea pesada?

      —Sin duda.

      —¿Y todo lo que se hace de una misma manera se hace por un mismo principio, como lo que se hace de una manera contraria se hace por un principio contrario?

      —Sin dificultad.

      —Veamos, pues —le dije—: ¿hay alguna cosa que se llame bella?

      —Sí.

      —¿Este algo bello tiene otro contrario que lo feo?

      —No.

      —¿No hay algo que se llama lo bueno?

      —Sí.

      —¿Lo bueno tiene otro contrario que lo malo?

      —No, no tiene otro.

      —¿En la voz no hay un tono que se llama agudo?

      —Sí.

      —¿Y este tono agudo tiene otro contrario que el tono grave?

      —No.

      —Cada contrario no tiene más que un solo contrario y no muchos.

      —Lo confieso.

      —Veamos, pues; hagamos una recapitulación de las cosas en que estamos conformes. Hemos convenido en que cada contraria no tiene más que una sola contraria y no muchas.

      —Sí.

      —Que las contrarias se gobiernan por principios contrarios.

      —Conforme.

      —Que lo que se hace locamente se hace de una manera contraria a lo que se hace con templanza.

      —Sí.

      —Que lo que se hace con templanza viene de la templanza, y que lo que se hace locamente viene de la locura.

      —Conforme.

      —Que lo que se hace de una manera contraria debe ser hecho por un principio contrario.

      —Sí.

      —¿De manera que una cosa procede de la templanza, y otra cosa procede de la locura?

      —Sin duda.

      —¿De una manera contraria?

      —Sí.

      —¿Por principios contrarios?

      —Ciertamente.

      —¿Luego la templanza es lo contrario de la locura?

      —Así me parece.

      —¿Te acuerdas que conviniste antes en que la sabiduría es lo contrario de la insania?

      —Sí.

      —¿Y que un contrario no tiene más que un contrario?

      —Eso es cierto.

      —Por consiguiente ¿a cual de estos dos principios nos atendremos, mi querido Protágoras? ¿Será al de que un contrario no tiene más que un contrario, o al que supusimos antes diciendo que la sabiduría es otra cosa que la templanza, que una y otra son partes de la virtud, y que no solo son diferentes, sino también desemejantes por su naturaleza y por sus efectos, como las partes del semblante? ¿A cuál de estos dos principios renunciaremos? Porque no están de acuerdo, y forman juntos una extraña disonancia. ¡Ah!, ¿cómo podrían concordarse, si se admite como infalible, que un contrario no tiene más que un contrario, sin que pueda tener muchos, y resulta, sin embargo, que la insania tiene dos contrarias, la sabiduría y la templanza? ¿No te parece a ti lo mismo, Protágoras?

      Convino en ello a pesar suyo, y yo continué.

      —Es preciso que la sabiduría y la templanza sean una misma cosa, como antes vimos que la justicia y la santidad lo son con poca diferencia. Pero no nos cansemos, mi querido Protágoras, y examinemos lo que resta. Te pregunto por lo tanto: un hombre que comete una injusticia, ¿es prudente en aquello mismo en que es injusto?

      —Yo, Sócrates —me dijo—, pudor tendría en confesarlo; sin embargo, es la opinión del pueblo en general.

      —Pues bien, ¿quieres que me dirija al pueblo o que te hable a ti?

      —Te suplico —me dijo— que por lo pronto te dirijas al pueblo.

      —Me es igual —le dije—, con tal de que seas tú el que me responda, porque me importa poco que tú pienses de esta o de la otra manera, puesto que yo solo examino la cosa misma; y resultará igualmente que seremos examinados el uno y el otro; yo preguntando y tú respondiendo.

      Sobre esto Protágoras puso sus reparos, diciendo que la materia era espinosa; pero al fin se decidió y se resolvió a responderme. Le dije:

      —Protágoras, respóndeme, te lo suplico, a mi primera pregunta: los que hacen injusticias, ¿te parece que son prudentes en el acto mismo de ser injustos?

      —Sea así —me dijo.

      —Ser prudente ¿no es lo mismo que ser sabio?

      —Sí.

      —Ser sabio ¿no es tomar el mejor partido en la injusticia misma?

      —Convengo.

      —¿Pero los hombres injustos toman el mejor partido solo cuando triunfa su injusticia o también cuando no triunfa?

      —Cuando triunfa.

      —¿No crees que ciertas cosas son buenas?

      —Ciertamente.

      —¿Llamas buenas a las que son útiles a los hombres?

      —¡Por Zeus!, hay cosas que no son útiles a los hombres, y no por eso dejo de llamarlas buenas.

      El tono con que me habló me hizo conocer que estaba resentido, en un completo desorden de ideas y muy predispuesto a perder el aplomo. Viéndole en este estado, quise halagarle, y procuré preguntarle con más precaución.

      —Protágoras —le dije—, ¿llamas buenas a las cosas que no son útiles a ningún hombre o a aquellas que no son útiles en ningún concepto?

      —De ninguna manera, Sócrates. Conozco muchas cosas que son dañosas a los hombres, como ciertos brebajes, ciertos


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