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Obras Completas de Platón - Plato


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griegos, discípulos de los guerreros de Maratón, no temieron después combatir y defenderse.

      A estos guerreros corresponde la primera palma; la segunda pertenece a los vencedores en las jornadas navales de Salamina y de Artemisio. ¡Cuántos hechos gloriosos de estos hombres podrían referirse!, ¡cuántos peligros arrostraron por mar y tierra, saliendo siempre vencedores! Pero me limitaré a recordar el más bello título de su gloria, que fue el complemento de la obra comenzada en Maratón. Los vencedores de Maratón enseñaron a los griegos, que un puñado de hombres libres basta para rechazar por tierra a una multitud de bárbaros, pero no estaba probado que fuera esto posible por mar, y los persas pasaban por invencibles en el mar por su multitud, sus riquezas, su habilidad y su valor. Merecen, pues, nuestros elogios estos bravos marineros que libraron a los griegos del terror que inspiraban las armadas persas, y consiguieron que sus buques fueran tan poco temibles como sus soldados. A los vencedores de Maratón y de Salamina deben los griegos el verse instruidos y acostumbrados a despreciar a los bárbaros por mar y tierra.

      El tercer hecho de la independencia griega, en data y en valor, es la batalla de Platea, la primera cuya gloria fue común a lacedemonios y atenienses. La coyuntura era crítica, el peligro inminente, y el triunfo completo. Tanto heroísmo merece nuestros elogios y los de la posteridad.

      Sin embargo, gran número de ciudades griegas estaban aún en poder de los bárbaros, y al mismo tiempo se anunciaba que el gran rey proyectaba una nueva expedición contra los griegos, y es justo recordar a los que dieron fin y cabo a lo que los primeros comenzaron y aseguraron nuestra libertad, purgando los mares de bárbaros. Esto hicieron los que combatieron por mar a Eurimedón,[7] desembarcaron en Chipre,[8] pasaron a Egipto[9] y llevaron sus armas a otras muchas regiones. Recordemos tributando nuestro reconocimiento, que obligaron al gran rey a temer por sí mismo, y a pensar solo en su propia seguridad, lejos de meditar ya en la conquista de la Grecia.

      Esta guerra fue sostenida por Atenas con todas su fuerzas, y no solo por ella, sino por todos los que hablaban la misma lengua; pero cuando después de la paz se vio grande y respetada, experimentó la suerte de todo lo que prospera; primero despertó la envidia, bien pronto la envidia produjo el odio, y Atenas se vio precisada, a pesar suyo, a volver sus armas contra los griegos. Comenzada la guerra, combatió en Tanagra[10] contra los lacedemonios por la libertad de los beocios. Esta primera acción no tuvo resultado, pero una segunda fue decisiva, porque los demás aliados de los beocios los abandonaron y se retiraron, pero los nuestros, después de haber vencido al tercer día en Oinófita,[11] restituyeron a su patria a los beocios injustamente desterrados. Éstos fueron los primeros atenienses, que, después de la guerra pérsica, defendieron contra griegos la libertad de otros griegos, libertaron generosamente a los que socorrían, y fueron los primeros que con honor han sido depositados en este monumento en nombre de la república.

      Entonces se encendió una terrible guerra; todos los griegos invadieron y arrasaron el Ática, y pagaron a Atenas con culpable ingratitud. Pero los nuestros los vencieron por mar. Los lacedemonios, que se habían puesto a la cabeza de sus enemigos, en lugar de exterminar a nuestros prisioneros en Sfagia, como hubieran podido hacerlo, los perdonaron, los entregaron y concluyeron la paz. Creían que a los bárbaros era preciso hacerles una guerra de exterminio, pero que tratándose de hombres de un origen común, solo debía combatirse por la victoria, porque nunca era justo, por el resentimiento particular de una ciudad, arruinar la Grecia entera. ¡Honor a los valientes que sostuvieron esta guerra y descansan ahora en este monumento! Si alguno pudiera suponer que en la guerra contra los bárbaros hubo un pueblo más valiente o más hábil que los atenienses, ellos han probado cuán falsa es esta suposición. Lo han probado por su superioridad en los combates, en medio de las divisiones de la Grecia, puesto que triunfaron de los pueblos de más nombradía, y que vencieron con sus solas fuerzas a los mismos que habían concurrido con ellos para vencer a los bárbaros.

      Después de esta paz, una tercera guerra se encendió, tan inesperada como terrible. Muchos buenos ciudadanos perecieron en ella, que descansan aquí, así como en Sicilia gran número de ellos, después de haber conseguido en aquel punto muchos triunfos por la libertad de los leontinos que habían ido a socorrer en virtud de tratados. Pero lo largo del camino y el apuro en que entonces se hallaba Atenas, impidieron el socorrerlos, y, perdida por ellos toda esperanza, sucumbieron; pero sus enemigos se condujeron con ellos con más moderación y generosidad que la que en muchas ocasiones habían mostrado los amigos.[12] Muchos perecieron en los combates sobre el Helesponto, después de haberse apoderado en un solo día de toda la flota del enemigo, y después de otras muchas victorias. Pero lo que tuvo de terrible y de inesperado esta guerra, como ya dije, fue el exceso de rivalidad que desplegaron los demás griegos contra Atenas. No se avergonzaron de implorar, por medio de embajadores, la alianza del gran rey, nuestro implacable enemigo, y de conducir ellos mismos contra griegos al bárbaro que nuestros esfuerzos comunes había arrojado de aquí. En una palabra, no se avergonzaron de reunir todos los griegos y todos los bárbaros contra esta ciudad.[13] Pero entonces fue cuando Atenas desplegó toda su fuerza y su valor. Se la creía ya perdida; nuestra flota estaba encerrada cerca de Mitilene;[14] un socorro de sesenta naves llega; la tripulación es lo más escogido de nuestros guerreros; baten al enemigo y libran a sus hermanos; mas, víctimas de una suerte injusta, fueron sumidos por las olas.[15] Pero descansa aquí su memoria, como un objeto eterno de nuestros recuerdos y de nuestras alabanzas; porque su valor nos aseguró, no solo el triunfo de esta jornada, sino también el de toda la guerra. Ellos han creado la idea de que nuestra ciudad jamás puede sucumbir, aunque todos los pueblos de la tierra se reúnan contra ella, y esta reputación no ha sido vana, porque si hemos sucumbido ha sido por nuestras propias disensiones, pero jamás por las armas de los enemigos; aun hoy día podemos despreciar sus esfuerzos; pero nos vemos vencidos y derrotados por nosotros mismos.

      Aseguradas la paz y la tranquilidad exterior, nos entregamos a disensiones intestinas; y fueron tales, que si la discordia es una ley inevitable del destino, cualquiera debe desear para su país que no experimente semejantes turbaciones. ¡Con qué interés y con qué afecto cordial los ciudadanos del Pireo y los de la ciudad se reunieron para resistir el ataque de los demás griegos! ¡Con qué moderación cesaron las hostilidades contra los de Eleusis! No busquemos en otra parte la causa de todos estos sucesos sino en la mancomunidad de origen, que produce una amistad durable y fraternal, fundada en hechos y no en palabras. Es igualmente justo recordar la memoria de los que perecieron en esta guerra los unos a manos de los otros, y puesto que estamos reconciliados nosotros mismos, procuremos reconciliarlos igualmente en estas solemnidades, en cuanto de nosotros depende, con oraciones y sacrificios, dirigiendo nuestros votos a los que ahora les gobiernan; porque no fueron la maldad ni el odio lo que les puso en pugna, sino una fatalidad desgraciada, y nosotros somos una prueba de ello, nosotros que vivimos aún. Procedentes de su misma sangre, nos perdonamos recíprocamente, por lo que hemos hecho y por lo que hemos sufrido.

      Restablecida la paz en todos rumbos, Atenas, perfectamente tranquila, perdonó a los bárbaros que no habían hecho más que aprovechar oportunamente la ocasión de vengarse de los males que ella les había causado; pero estaba profundamente resentida e indignada contra los griegos. Atenas recordaba con qué ingratitud habían pagado sus beneficios los que se unieron a los bárbaros, los que destruyeron los buques a que habían debido antes su salvación, los que derruyeron sus muros, cuando había impedido ella la ruina de los suyos. Resolvió, pues, no consagrarse a la defensa de la libertad de los griegos, ni contra otros griegos, ni contra los bárbaros, y realizó su resolución. Durante este acuerdo, los lacedemonios, creyendo a los atenienses, estos defensores de la libertad, como abatidos, juzgaron que ya nada les impedía esclavizar a toda la Grecia. Mas ¿para qué contar los sucesos que sobrevinieron?; no son tan lejanos, ni pertenecena otra generación. Nosotros mismos hemos visto los primeros pueblos de Grecia, los argivos, los beocios, los corintios, venir como aterrados e implorar el socorro de la república; y lo que es más maravilloso, hemos visto al gran rey reducido al punto de no poder esperar su salvación sino de esta misma ciudad, para cuya destrucción había trabajado tanto. Y ciertamente la única tacha merecida que se podría echar en cara a esta ciudad sería el haber sido siempre demasiado compasiva y demasiado llevada a socorrer al más débil. Entonces no supo resistir y perseverar en su resolución de no socorrer nunca


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