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Eso no puede pasar aquí. Sinclair LewisЧитать онлайн книгу.

Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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del mundo para el mítico hombre medio. Cuando escribió dicho editorial, después de un almuerzo durante el cual le habían sacado de sus casillas los petulantes graznidos de Frank Tasbrough y R. C. Crowley, realmente se metió en problemas. Le tildaron de bolchevique y su periódico perdió, en dos días, a ciento cincuenta de sus cinco mil lectores.

      Sin embargo, tenía tan poco de bolchevique como Herbert Hoover. Era, y lo sabía, un intelectual burgués de provincias. Rusia prohibía todo lo que hacía de su duro trabajo algo soportable: la privacidad y el derecho a pensar y criticar como le viniera en gana. En lugar de dejar que campesinos uniformados le controlaran la mente, preferiría vivir en una cabaña en Alaska, comiendo judías, con cien libros y un par de pantalones nuevos cada tres años.

      Una vez, en un viaje en automóvil con Emma, se detuvo en un campamento de verano comunista. La mayoría eran judíos de universidades urbanas o arreglados dentistas del Bronx, con gafas y bien afeitados, a excepción de sus pequeños bigotes de petimetres. Estaban encantados de dar la bienvenida a estos campesinos de Nueva Inglaterra y explicarles la doctrina marxista (acerca de la cual, sin embargo, discrepaban llenos de furia). Frente a un plato de macarrones con queso, en una choza sin pintar que hacía las veces de comedor, echaban de menos el pan negro moscovita. Más tarde, Doremus se rio al descubrir cuánto se parecían a los campistas de la Y.M.C.A., veinte millas más adelante en la misma carretera: igual de puritanos, alentadores e inútiles, e igual de dados a los juegos estúpidos con pelotas de goma.

      Solo una vez había militado arriesgándose. Apoyó la huelga contra la empresa de las canteras, de Francis Tasbrough, para que reconociera el sindicato. Varios hombres a los que Doremus conocía desde hacía años, sólidos ciudadanos como el superintendente de escuelas Emil Staubmeyer y Charley Betts, de la tienda de muebles, habían mascullado entre dientes cómo “echarle del pueblo después de un buen castigo”. Tasbrough le injuriaba, incluso hoy en día, ocho años más tarde. Al final, se perdió la huelga y el líder de la misma, un comunista llamado Karl Pascal, fue encarcelado por “instigación a la violencia”. Cuando Pascal, el mejor de los mecánicos, salió de la cárcel, se puso a trabajar en un pequeño y sucio taller en Fort Beulah, propiedad de un simpático, locuaz y beligerante socialista polaco llamado John Pollikop.

      Durante todo el día, Pascal y Pollikop luchaban a gritos para conquistar las trincheras del otro en la batalla que libraban la socialdemocracia y el comunismo. Doremus solía pasarse por allí para provocarles. Para Tasbrough, Staubmeyer, el banquero Crowley y el abogado Kitterick eran algo difícil de soportar.

      Si a Doremus no le hubieran precedido tres generaciones de vermonteses que pagaron sus deudas, ahora sería un tipógrafo ambulante sin un centavo..., y quizá menos indiferente a las penas de los desposeídos.

      La conservadora Emma se quejaba: “No puedo entender cómo puedes provocar así a la gente, fingiendo que realmente te gustan los mecánicos grasientos como ese tal Pascal (e incluso me temo que, en el fondo, sientes cariño por Shad Ledue), cuando simplemente podrías relacionarte con gente decente y próspera como Frank. ¿Qué pensarán de ti a veces? No entienden que, en realidad, no tienes nada de socialista, sino que eres un hombre agradable, bondadoso y responsable. ¡Ay! ¡Debería abofetearte, Dormouse!”

      No es que le gustara el apodo “Dormouse”. Pero nadie lo usaba, excepto Emma y, en algún que otro lapsus linguae, Buck Titus. Así que lo podía soportar.

       7

      Cuando, a pesar de mis protestas, me sacan a rastras de mi estudio y del hogar familiar para asistir a las reuniones públicas que tanto detesto, intento pronunciar mis discursos de un modo tan sencillo y directo como lo hizo el niño Jesús ante los doctores del Templo.

      La hora cero, Berzelius Windrip.

      TRUENOS EN las montañas, nubes que se desparraman por el valle de Beulah, una oscuridad poco natural que cubre el mundo, como una niebla negra y rayos que iluminan inquietantes declives de las colinas, como si fueran rocas arrojadas hacia el cielo en una explosión.

      Con esa ira proveniente del cielo, se despertó Doremus aquella mañana de finales de julio.

      Se incorporó desconcertado, tan bruscamente como un preso que se despierta sobresaltado en su celda, al darse cuenta de que le van a colgar antes de que anochezca, mientras pensaba que el senador Berzelius Windrip probablemente sería propuesto hoy como candidato a la presidencia.

      La convención republicana había finalizado, con Walt Trowbridge como candidato presidencial. La convención demócrata, celebrada en Cleveland con una buena cantidad de ginebra, refrescos de fresa y sudor, había terminado los informes del comité, con amables palabras pronunciadas en honor a la bandera y las garantías al fantasma de Jefferson de que estaría encantado con lo que se haría allí esa semana, si el presidente Jim Farley daba su consentimiento. Había llegado la hora de las candidaturas; el senador Windrip había sido propuesto como candidato por el coronel Dewey Haik, congresista y hombre fuerte de la Legión Americana. Los hijos predilectos de varios estados, como Al Smith, Carter Glass, William McAdoo y Cordell Hull, habían sido recibidos con gratos aplausos y una rápida eliminación. Ahora, en la duodécima votación, quedaban cuatro candidatos: el senador Windrip, el presidente Franklin D. Roosevelt, el senador Robinson de Arkansas y la ministra de Trabajo Francés, Perkins, ordenados de más a menos votos.

      Se habían tejido grandes y espectaculares intrigas; gracias a su imaginación, Doremus Jessup había podido verlas con claridad cuando fueron divulgadas por la radio histérica y los comunicados de la Associated Press, que caían, al rojo vivo y humeantes, sobre su escritorio de la redacción del Informer.

      En honor al senador Robinson, la banda de música de la Universidad de Arkansas entró desfilando detrás de un líder montado en una antigua calesa, tirada por caballos y cubierta con grandes carteles que proclamaban, “Salvemos la Constitución” y “Para no perder la cordura, voten a Robinson”. El nombre de la Srta. Perkins había sido vitoreado durante dos horas, mientras los delegados desfilaban con sus banderas estatales; el del presidente Roosevelt durante tres. Los vítores eran cariñosos y bastante homicidas, pues todos los delegados sabían que al Sr. Roosevelt y la Srta. Perkins les faltaban demasiados oropeles circenses y capacidad general para hacer payasadas como para triunfar en este momento crítico de la histeria nacional, cuando el electorado quería un maestro de ceremonias revolucionario como el senador Windrip.

      La manifestación de Windrip, desarrollada científicamente y con antelación por su secretario, agente de prensa y filósofo privado, Lee Sarason, fue contraproducente para el resto de los competidores. Sarason había leído a Chesterton con el suficiente detenimiento como para saber que solo existe una cosa mayor que algo enorme: algo tan pequeño que se pueda ver y entender fácilmente.

      Cuando el coronel Dewey Haik anunció la candidatura de Buzz, finalizó gritando “¡Una cosa más! ¡Escuchen! El senador Windrip ha solicitado especialmente que no malgasten el tiempo de esta asamblea histórica vitoreando su nombre (ningún tipo de ovación). Nosotros, los miembros de la Liga de los Hombres (¡y de las mujeres!) Olvidados no queremos aclamaciones vacías, sino que se consideren con seriedad las necesidades desesperadas y urgentes del 60% de la población de Estados Unidos. ¡Ninguna ovación, sino que la Providencia nos guíe para pensar del modo más serio!”

      Cuando acabó, por el pasillo central empezó a bajar una procesión privada. No se trataba de un desfile multitudinario. Estaba formada por solo treinta y una personas; los únicos estandartes eran tres banderas y dos grandes pancartas.

      Al frente, con antiguos uniformes azules, iban dos veteranos de la organización unionista Gran Ejército de la República; en medio, cogido del brazo de ellos, un confederado de gris. Eran ancianos diminutos, todos ellos de más de noventa años, que se apoyaban entre sí y miraban tímidamente alrededor con la esperanza de que nadie se riera.

      El confederado portaba una bandera del regimiento de Virginia que parecía rasgada por la metralla; uno de los veteranos de la Unión


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