Eso no puede pasar aquí. Sinclair LewisЧитать онлайн книгу.
tendrás cuidado, ¿verdad?”, rogó Emma. “Oye, antes de que se me olvide. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no le des huesos de pollo a Foolish? Un día se va a atragantar y tendremos un susto. ¡Y siempre se te olvida sacar las llaves del coche cuando lo metes en el garaje por la noche! ¡Estoy segura de que Shad Ledue o cualquier otro van a acabar robándolo!”
Cuando leyó los quince puntos, el padre Stephen Perefixe se enfadó bastante más que Doremus.
Simplemente se limitó a bramar: “¿Qué? Negros, judíos, mujeres..., ¿todos proscritos y esta vez no nos incluyen a nosotros, los católicos? Hitler no nos dejó de lado. ¡Nos persiguió! Debe de haber sido ese Charley Coughlin... ¡Nos ha hecho demasiado respetables!”
Sissy, que estaba impaciente por ir a la facultad de arquitectura y convertirse en una creadora de estilos nuevos construyendo casas con vidrio y acero; Lorinda Pike, que tenía planes para montar en Vermont un balneario como los de Carlsbad, Vichy o Saratoga, y la Sra. Candy, que aspiraba a tener una panadería casera cuando fuera demasiado vieja para trabajar en el servicio doméstico, estaban todas mucho más enfadadas que Doremus o el padre Perefixe.
Sissy no sonó como una niña coqueta, sino como una mujer luchadora cuando gruñó: “¡Así que la Liga de los Hombres Olvidados nos va a convertir en la Liga de las Mujeres Olvidadas! ¡Nos quieren mandar de vuelta a lavar pañales y producir jabón con cenizas! ¡Venga, a leer a Louisa May Alcott y Barne! ¡Excepto el domingo, por supuesto! ¡A acostarnos, demostrando nuestro humilde agradecimiento, con hombres...”
“¡Sissy!”, aulló su madre.
“... como Shad Ledue! Bueno, papá, ¡ya puedes ir sentándote y escribirle a Burro Berzelius de mi parte diciéndole que me largo a Inglaterra en el próximo barco!”
La Sra. Candy dejó de secar los vasos de agua (con los suaves paños de cocina que lavaba impecablemente a diario) el tiempo suficiente para graznar: “¡Qué hombres más malos! Espero que los fusilen pronto”, lo cual era una afirmación sorprendentemente larga y humanitaria para la Sra. Candy.
“Sí. Malos de verdad. Pero no debo olvidar que Windrip es solo la punta del iceberg. Él no tramó todo esto. Con todo el descontento justificado que existe contra los políticos listos y los caballos de lujo de la plutocracia... Bueno, si no hubiera sido un Windrip, habría sido otro... Teníamos que haberlo visto venir, ¡nosotros, los respetables!... ¡Pero no por eso nos tiene que gustar!”, pensó Doremus.
Nota
1 Galahad, referencia a la nobleza de uno de los seguidores del mítico rey Arturo y también al colegio fundado por Dudley Pelley, Galahad, y a la revista del mismo nombre donde difundía sus perversas ideas. N.T.
Los que nunca han estado en las entrañas del Consejo de Estado no podrán comprender que la principal cualidad de los hombres de estado, los que son de una clase verdaderamente alta, no reside en su astucia política, sino en su gran amor, generoso y desbordante, por la gente de todo tipo y condición, así como por el país entero. Ese amor y ese patriotismo han sido los únicos principios que me han guiado en la política. Mi única ambición consiste en conseguir que todos los estadounidenses comprendan, primero, que son y deben seguir siendo la raza más extraordinaria que existe en la faz de este antiguo planeta y, segundo, que no importa qué diferencias obvias existan entre nosotros, ya sean de riqueza, conocimientos, habilidades, ascendencia o fuerza (aunque todo esto, por supuesto, no se aplica a la gente de razas diferentes a la nuestra), pues todos somos hermanos, ligados a través del maravilloso vínculo de la Unidad Nacional, por el que todos deberíamos regocijarnos. Y pienso que por él también deberíamos estar dispuestos a sacrificar cualquier beneficio individual.
La hora cero, Berzelius Windrip.
BERZELIUS WINDRIP, de quien se habían publicado tantas fotografías a finales de verano y principios de otoño de 1936 (entrando en coches y saliendo de aviones, inaugurando puentes, comiendo pan de maíz y panceta con los sureños y sopa de almejas y salvado con los norteños, dirigiéndose a la Legión Americana, a la Liga Demócrata por la Libertad, a la Asociación de Jóvenes Hebreos, a la Liga de Jóvenes Socialistas, a los miembros de la organización de beneficencia Elks, al sindicato de Barmans y Camareros, a la Liga Anti-Saloon, promotora de la Ley Seca, y a la Sociedad para la Difusión del Evangelio en Afganistán; besando a damas centenarias y estrechando la mano a damas llamadas “Señora”, pero nunca al revés, y con ropa de montar de la londinense Savile Row, en Long Island, y con peto y camisa caqui en los Ozarks). Ese mismo Buzz Windrip era casi un enano, pero con una cabeza enorme, una cabeza de sabueso con orejas gigantes, mejillas flácidas y ojos tristes. Poseía una sonrisa luminosa y sincera que, según afirmaban los corresponsales de Washington, manejaba a su antojo, como si fuera una luz eléctrica (encender, apagar), pero que podía convertir su fealdad en un rasgo más atractivo que las sonrisas tontas de cualquier hombre guapo.
Su cabello era tan negro, tosco y lacio (y lo llevaba tan largo por la parte de atrás) que sugería una posible ascendencia india. En el Senado, prefería ropa que hiciera pensar en un competente vendedor de seguros, pero cuando había electores rurales en Washington, aparecía llevando un sombrero vaquero memorable, con una descuidada chaqueta gris, abierta, que de alguna manera uno acababa recordando erróneamente como una levita negra.
De aquella guisa, parecía una maqueta museística reducida de un “doctor” de esos espectáculos ambulantes que vendían dudosas medicinas y, de hecho, se rumoreaba que, durante unas vacaciones de la facultad de derecho, Buzz Windrip había tocado el banjo, hecho trucos con cartas, entregado botellas de medicinas y dirigido el juego de la bolita para una expedición tan poco científica como el Laboratorio Ambulante del Viejo Dr. Alagash, especializado en la cura para el cáncer de los indios choctaw, el calmante para la tisis de los chinook y el remedio oriental para las hemorroides y el reumatismo, preparado a partir de una fórmula secreta antiquísima por una princesa gitana, llamada reina Peshawara. La troupe, ayudada con fervor por Buzz, mató a un número considerable de personas que, de no haber sido por su confianza en las botellas del Dr. Alagash, llenas de agua, colorante, jugo de tabaco y whisky puro de maíz, hubieran acudido a tiempo a un médico profesional. Sin embargo, desde entonces, Windrip se había redimido ascendiendo desde el vulgar fraude de vender medicinas falsas frente a un megáfono, hasta la digna tarea de vender economía falsa en un estrado cubierto, bajo luces de vapor de mercurio y frente a un micrófono.
De estatura, era un hombre pequeño, pero cabe recordar que también lo fueron Napoleón, lord Beaverbrook, Stephen A. Douglas, Federico el Grande y el Dr. Goebbels, conocido secretamente en toda Alemania como “el Mickey Mouse del dios Wotan”1.
Un observador tan discreto como Doremus Jessup, que analizaba al senador Windrip desde un enclave filisteo tan humilde, no se podía explicar su poder para cautivar a tantos espectadores. El senador era vulgar, casi analfabeto; un mentiroso público fácilmente detectable de “ideas” que se podrían tildar de idiotas, mientras que su famosa piedad era como la de un vendedor ambulante de muebles para iglesias y su humor, aún más famoso, rezumaba el cinismo malicioso de una tienda de pueblo.
Sin duda no había nada excitante en las palabras de sus discursos, ni nada convincente en su filosofía. Sus plataformas políticas no eran más que las aspas de un molino de viento. Siete años antes de su actual credo (basado en Lee Sarason, Hitler, Gottfried Feder, Rocco y, probablemente, el espectáculo de revista Of Thee I Sing), el pequeño Buzz no había defendido, en su localidad natal, nada más revolucionario que el suministro de mejores guisos de ternera a las granjas pobres del condado, así como cantidad de chanchullos para los políticos leales de la maquinaria, ofreciéndoles puestos de trabajo para sus cuñados, sobrinos, amantes y acreedores.
Doremus nunca había escuchado a Windrip durante uno de sus orgasmos de oratoria. Sin embargo, los reporteros políticos le habían contado que, bajo