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Eso no puede pasar aquí. Sinclair LewisЧитать онлайн книгу.

Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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se derrumbó de un modo vergonzoso. De repente, surgido de la nada, frente al corneta había un suboficial de marina, corpulento, sonriente y temerario, que bramó con una voz que parecía un huracán: “¡Vaya panda de soldaditos de plomo! ¡Nueve de vosotros contra un abuelo! Muy igualado...”

      El corneta le pegó un puñetazo y este, como respuesta, dejó al corneta sin sentido con un golpe bajo al estómago. En un instante, los otros ocho M.M. se echaron encima del suboficial, como gorriones contra un halcón, que acabó cayendo, su cara de pronto pálida y marcada con gotas de sangre. Los ocho le patearon la cabeza con sus sólidos zapatos de soldado. Todavía le estaban pateando cuando Doremus se escabulló, muy mareado y con un sentimiento total de impotencia.

      No se apartó lo suficientemente rápido y pudo ver cómo un M.M., con cara de niña, labios rojos y ojos de cervatillo, se lanzaba encima del corneta tumbado y, lloriqueando, acariciaba las sonrosadas mejillas de aquel peón con sus tímidos dedos, suaves como pétalos de gardenia.

      Doremus fue testigo de muchas discusiones, varias peleas a puñetazos y una batalla más antes de llegar al auditorio.

      A una manzana de distancia, unos treinta M.M., dirigidos por un líder de batallón (un cargo entre capitán y comandante), empezaron a atacar un mitin callejero de comunistas. Una chica judía, vestida de color caqui y con la cabeza desnuda empapada por la lluvia, estaba implorando desde lo alto de una carretilla: “¡Queridos conciudadanos! ¡No os limitéis a charlar y ‘simpatizar’! ¡Uníos a nosotros! ¡Ahora! ¡Es cuestión de vida o muerte!” A veinte pies de los comunistas, un hombre de mediana edad que parecía un trabajador social estaba explicando lo que era el partido jeffersoniano, recordando los logros del presidente Roosevelt e injuriando a los comunistas de al lado como chiflados borrachos de palabras y antiamericanos. La mitad de los espectadores eran posibles votantes; la otra mitad (como la mitad de cualquier grupo en esta trágica noche de fiesta) eran chicos dando caladas furtivas a sus cigarrillos y vestidos con ropa heredada.

      Los treinta M.M. se lanzaron alegremente a golpear a los comunistas. El líder del batallón se subió a la carretilla, pegó una bofetada a la oradora y la bajó a rastras. Sus seguidores arremetieron con toda tranquilidad usando sus puños y porras. Doremus, asqueado y sintiéndose más impotente que nunca, escuchó el chasquido de una porra cuando golpeó la sien de un escuálido intelectual judío.

      Entonces, sorprendentemente, la voz del líder jeffersoniano rival fue subiendo hasta convertirse en un grito: “¡Venga, vosotros! ¿Vamos a dejar que estos perros del infierno ataquen a nuestros amigos comunistas? ¡Ahora son amigos, faltaría más!” Tras lo cual, aquel afable ratón de biblioteca saltó al aire, cayó directamente sobre un Mickey Mouse gordo, le tiró al suelo, cogió su porra y aún le dio tiempo a soltar una patada a la espinilla de otro M.M. antes de alzarse y arremeter contra los atacantes (en opinión de Doremus, como hubiera arremetido contra una tabla de estadísticas sobre la proporción de grasa en la leche a granel del 97,7% de las tiendas situadas en la avenida B).

      Hasta entonces, solo media docena de miembros del partido comunista se habían encarado a los M.M., con la espalda contra la pared de un taller. Ahora se unieron cincuenta más, aparte de los cincuenta jeffersonianos, y con ladrillos, paraguas y volúmenes mortales de sociología consiguieron ahuyentar a los enfurecidos M.M. (los partidarios de Bela Kun luchando mano a mano con los del profesor John Dewey), hasta que una brigada antidisturbios de la policía se metió a golpes para proteger a los M.M. y arrestó a la oradora comunista y al jeffersoniano.

      Doremus había cerrado bastantes artículos de deporte sobre los “Madison Square Garden Prize Fights”1, pero sabía que el lugar no tenía nada que ver con Madison Square (situada a un día de viaje en autobús), que sin duda no era un jardín, que los boxeadores no luchaban por “premios” (sino por participaciones fijas en el negocio) y que un número considerable de ellos ni siquiera peleaba.

      Doremus subió, agotado, hasta el gigantesco edificio, totalmente rodeado de M.M., codo con codo; todos ellos ostentaban pesados bastones. En cada entrada y a lo largo de cada pasillo, los M.M. estaban alineados y rígidos, con sus oficiales galopando a su alrededor, susurrándoles órdenes y transmitiendo inquietantes rumores como terneros asustados esperando en un corral a ser marcados.

      En las últimas semanas, mineros hambrientos, agricultores despojados de sus tierras y obreros de las fábricas de Carolina habían recibido al senador Windrip aplaudiendo con sus gastadas manos, bajo antorchas de gasolina. Ahora no tendría que enfrentarse a los desempleados (pues no podían permitirse la entrada de cincuenta centavos), sino a los pequeños y asustados comerciantes de las calles poco importantes de Nueva York, que se consideraban totalmente superiores a los campesinos y los mineros, pero que estaban tan desesperados como ellos. La enorme masa de personas que vio Doremus, orgullosa en sus asientos o de pie como sardinas en los pasillos, entre un hedor a ropa húmeda, no era romántica; era gente preocupada por la plancha, la bandeja de ensalada de patata, la cartulina de corchetes, el crédito del taxi que se chupaba el dinero como una sanguijuela y, en casa, los pañales del bebé, la cuchilla roma de la maquinilla de afeitar y el espantoso aumento de los precios del filete de cadera y el pollo kosher. Además, había unos pocos funcionarios de la administración pública, carteros y porteros de pequeños bloques de apartamentos, muy orgullosos y curiosamente elegantes con sus trajes de confección de diecisiete dólares y sus corbatas de seda con el nudo flojo, que alardeaban: “No sé por qué todos estos vagos reciben ayudas del Estado. Yo no soy ningún lumbreras, pero mira, ¡desde 1929, nunca he ganado menos de dos mil dólares al año!”

      Campesinos de Manhattan. Gente amable y trabajadora, generosa con sus ancianos y ansiosa por encontrar cualquier remedio urgente para esa enfermedad: la preocupación de perder su puesto de trabajo.

      El material más sumiso para cualquier agitador.

      El histórico mitin se inició con una extremada monotonía. La banda de un regimiento tocó la barcarola de los Cuentos de Hoffman, sin mostrar ningún tipo de trascendencia ni una vivacidad especial. El reverendo Dr. Hendrik Van Lollop, de la iglesia luterana de la Santa Parábola, ofreció sus oraciones, pero el público podía sentir que no habían sido aceptadas. El senador Porkwood pronunció una disertación sobre el senador Windrip, compuesta a partes iguales por su adoración apostólica por Buzz y por las muletillas (este, esto, bueno...) que el honorable siempre intercalaba entre sus palabras.

      Todavía no se veía a Windrip por ninguna parte.

      El coronel Dewey Haik, promotor de la candidatura de Buzz en la convención de Cleveland, estuvo bastante mejor. Contó tres chistes y una anécdota sobre una fiel paloma mensajera, que en la Gran Guerra pareció entender mejor que muchos de los soldados la razón por la que los estadounidenses estaban allí luchando por Francia contra Alemania. La relación que tenía este heroico pájaro con las virtudes del senador Windrip no era evidente, pero, después de haberse tragado el sermón del senador Porkwood, el público agradeció este toque de valor militar.

      A Doremus le pareció que el coronel Haik no estaba simplemente divagando, sino que se dirigía hacia algo definitivo. Su voz se volvió más insistente. Empezó a hablar de Windrip: “mi amigo, el único hombre que se atreve a coger al toro monetario por los cuernos, el hombre que, con su gran y sencillo corazón, atesora las penas de cada ciudadano de a pie, como hizo en su día Abraham Lincoln con su envolvente ternura”. A continuación, señalando como un loco hacia una entrada lateral, chilló: “¡Y aquí está! ¡Queridos amigos: Buzz Windrip!”

      La banda tocó estrepitosamente “The Campbells Are Coming”. Un escuadrón de Minute Men, elegantes como una guardia a caballo y portando largas lanzas con banderines llenos de estrellas, entró orgulloso a la enorme hondonada del auditorio. Detrás, vestido con un viejo traje gastado de sarga azul y retorciendo nerviosamente un sombrero flexible manchado de sudor, encorvado y cansado, avanzaba con dificultad Berzelius Windrip. Los espectadores pegaron un salto, empujándose los unos a los otros para echar un vistazo al salvador y aplaudiendo a rabiar.

      Windrip dio un respingo con total naturalidad. El público sintió bastante pena por lo torpemente que subió los escalones laterales hasta el estrado, en el centro del escenario.


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