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La entreplanta. Nicholson BakerЧитать онлайн книгу.

La entreplanta - Nicholson  Baker


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Por desgracia, el estilístico progreso del brazo fonocaptor se ha ralentizado, porque todos los compradores que apreciarían una puesta al día del realismo soviético en el diseño están comprando reproductores de CD: su inspiradora era se acabó.

      Capítulo Tres

      Progresos como aquel no volvieron a darse hasta después de cumplir los veinte. El cuarto de los ocho avances que he enumerado (para ponernos rápidamente al día, antes de regresar a los cordones rotos) llegó cuando aprendí en la facultad que L. se cepillaba la lengua además de los dientes. Siempre me había imaginado que cepillarse los dientes era una actividad que se ceñía estrictamente a los dientes, puede que a las encías –pero había tenido a veces dudas fugaces sobre si limpiar tan solo aquellas partes de la boca combatiera de verdad la fuente del mal aliento, que yo sostenía que era la lengua–. Desarrollé el hábito de fingir que tosía, ahuecando la mano delante de los labios para olisquearme el aliento; cuando los resultados me desagradaban, me comía un apio. Pero poco después de empezar a salir con L., ella, encogiéndose de hombros como si aquello fuese una cuestión de dominio público, me contó que se cepillaba la lengua todos los días, con su cepillo de dientes. Al principio me estremecí del asco, pero estaba muy impresionado. Hasta que no pasaron tres años no empecé a cepillarme la lengua yo también de manera regular. Para cuando se me rompió el cordón, me cepillaba de manera regular no solo la lengua sino también el cielo de la boca –y no exagero cuando digo que supone un gran cambio en mi vida.

      El quinto gran avance fue mi descubrimiento de un modo de aplicarme el desodorante por las mañanas vestido del todo, un incidente que describiré con mayor detalle más adelante, ya que sucedió la misma mañana en la que me convertí en un adulto. (En mi caso, la adultez en sí misma no supuso ningún avance, si bien fue una útil baliza).

      Mi segundo apartamento después de la facultad fue el escenario del sexto avance. La habitación tenía el suelo de tarima. Alguien del trabajo (Sue) me dijo que se sentía alicaída, pero que se iba a ir a casa a limpiar el apartamento, porque eso siempre la animaba. Yo pensé, ¡qué extraño, qué manierista, qué interesantemente contrario a mis propios principios y prácticas, limpiar adrede tu apartamento para alterar tu humor! Unas semanas más tarde, llegué a casa un domingo por la tarde después de haberme quedado a dormir en el apartamento de L. Estaba extremadamente contento, y tras varios minutos leyendo, me levanté con el propósito de limpiar mi habitación. (Vivía en una casa con otras cuatro personas, de ahí que tuviese una sola habitación que fuese de verdad mía). Recogí prendas de ropa y tiré a la basura varios papeles; luego me pregunté qué sería lo que personas como L., o la mujer alicaída del trabajo, hacían después. Barrían. En el armario de la cocina encontré una escoba prácticamente nueva (no uno de esos diseños actuales con barbas sintéticas cortadas en diagonal de modo uniforme, sino una igualita a los modelos con los que me había criado, con ramitas doradas y como plisadas unidas a un mango azul por un alambre plateado enrollado a la perfección) que había comprado uno de mis compañeros de piso. Me puse manos a la obra, con el recuerdo de toda una cadena de descubrimientos subsidiarios de la niñez, como utilizar una de las pecheras de cartón de las camisas de mi padre a modo de recogedor, y abrazando la escoba con la axila a fin de barrer el polvo con una mano hasta el cartón; y descubrí que el acto de barrer alrededor de las patas de la silla y de las ruedecitas del mueble del estéreo y de las esquinas de la librería, perfilándolas con las pasadas en curva de mi escoba, como si estuviese poniendo cada pata de la silla y cada ruedecita y cada jamba entre comillas, hacía que viera aquellos elementos familiares de mi cuarto con renovada receptividad. El teléfono sonó justo mientras estaba barriendo una última pila de polvo, monedas y viejos tapones de los oídos –el momento en el que la habitación estaba de lo más limpia, porque la pila que acababa de juntar seguía allí como testimonio–. Era L. Le dije que estaba barriendo mi cuarto y que aun así me sentía muy contento, ¡eso de barrer me ponía extremadamente contento! Ella dijo que también acababa de barrer su apartamento. Dijo que para ella lo mejor era barrer el polvo hasta el recogedor, y que esas líneas grises como hechas con regla de residuo superfino, una tras otra, fuesen disminuyendo de grosor hacia la invisibilidad, pero sin jamás desaparecer del todo, según ibas retirando el recogedor. Tomé el hecho de que hubiésemos decidido de manera independiente barrer nuestros apartamentos aquella tarde de domingo después de haber pasado juntos el fin de semana como la prueba más sólida de que estábamos hechos el uno para el otro. Y de ahí en adelante cuando leía las cosas que sostuvo Samuel Johnson sobre lo mortífero del esparcimiento y los edificantes efectos de la industria, siempre asentía con la cabeza y pensaba en las escobas.

      El avance número siete, que sucedió no mucho después del domingo de escobas, vino ocasionado por haber encargado un sello de caucho con mi nombre y mi dirección a una tienda de material de oficina, para así no tener que escribir una y otra vez mis señas cuando pagaba las facturas. Aquel día había llevado algunas cosas a la tintorería, y el día anterior había llevado a un lejano suburbio varias sillas que L. había heredado de una tía para que unos ciegos les repararan las partes de mimbre; también había escrito a mis abuelos, y había encargado una transcripción de uno de los programas de MacNeil y Lehrer en el que uno de los entrevistados había dicho cosas que representaban con particular claridad un modo de pensar con el cual yo discrepaba, y había solicitado a Penguin, tal como sugerían en la contra de todos sus libros de bolsillo, una «lista completa de títulos disponibles»; dos días antes había llevado mis zapatos a que les cambiaran las tapas –es asombroso cómo las tapas se desgastan antes de que se rompan los cordones– y pagué varias facturas (lo cual me había hecho pensar en la necesidad de un sello con mis señas). Al salir de la tienda de material de oficina, tomé conciencia del poder de todas aquellas transacciones individuales, simultáneamente pendientes: por toda la ciudad, y en lugares escogidos de otros estados, se estaban poniendo en marcha eventos en mi nombre, se estaban llevando a cabo servicios, tan solo porque yo los había solicitado y en algunos casos pagado o acordado que pagaría más adelante por ellos. (La carta a mis abuelos no se ajustaba exactamente, pero contribuía aun así al sentimiento). No tardarían en verter caucho derretido en letras metálicas del revés que representaban mi nombre y mi dirección; unos ciegos estaban haciendo con los dedos movimientos como de clarinetista sobre los agujeros en los mimbres a medio reparar de las sillas, calibrando distancias y grados de tirantez; en alguna parte del Medio Oeste en habitaciones llenas de ordenadores Tandem y de multiplexores estadísticos Codex el registro magnético de varias tarjetas de débito a mi nombre se estaba sobrescribiendo con un nuevo registro magnético que se correspondía con una cifra reducida al céntimo por la cantidad que había escrito a vuelapluma en mis cheques con un rotulador de punta de fieltro (hacía la tradicional marca larga y ondulada después del «y 00/100» en la línea para los dólares, igual que hacían mis padres, y habían hecho sus padres antes que ellos); la tintorería no tardaría en cerrar, y en un saco en alguna parte de la tienda a oscuras, atada en un fardo para mantenerla separada de todos los demás fardos, detrás de los carteles descoloridos del escaparate que decían «Para un nuevo look a medida», mi ropa sucia descansaría durante la noche; confié en ellos para que se adueñaran temporalmente de ella, y ellos confiaban en que yo regresaría a su tienda y que les pagaría por hacer


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