Legado de mentiras. Barbara McCauleyЧитать онлайн книгу.
Lester cruzándose de brazos–. Y por cualquier otra cosa que ande usted buscando por aquí.
Desde luego, el hombre no tenía pelos en la lengua, pensó Rebecca. Dio un trago al chardonnay y se atragantó. Le habría dado lo mismo pedir una botella de vinagre.
No importaba. No había ido allí en busca de buen vino y servicio agradable.
Dejó el vaso a un lado, buscó en su bolso y sacó dos billetes de veinte y un bolígrafo. Escribió algo en la servilleta y la deslizó sobre la barra.
Tanto Elton como Elvis levantaron el cuello para ver lo que había escrito, pero el camarero agarró la servilleta a toda velocidad, leyó lo que había escrito y luego miró a Rebecca.
–No he oído hablar de él –dijo Lester, arrugando la servilleta y lanzándola al cubo de la basura.
–¿Quién? –preguntaron Elton y Elvis al mismo tiempo.
Lester les dirigió una mirada que podría haber atravesado el acero y Rebecca se preguntó por qué sería. Si el camarero realmente no reconocía aquel nombre, ¿por qué estaría tratando de silenciar a Elton y a Elvis?
–¿Por qué está buscando a este tipo? –preguntó Lester.
–Es un asunto personal.
–¿De verdad? –dijo Lester apoyando las manos sobre la barra e inclinándose hacia Rebecca–. ¿Cómo de personal?
No le gustó el tono ni la sugerencia de aquel hombre, pero Rebecca no estaba allí buscando que la invitaran a la cena de Acción de Gracias. Quizá aquel hombre supiera algo y quizá no. No iba a marcharse hasta que no lo supiera con seguridad.
–Soy amiga de la familia –dijo ella mientras sacaba otro billete del bolso–. Quizá podría usted preguntar.
Sin cambiar de expresión, el camarero miró el dinero pero no dijo nada.
–Iré al baño mientras usted se lo piensa –añadió Rebecca mientras se bajaba del taburete, sintiendo la gruesa capa de polvo que cubría el suelo–. Vigile mi vino, ¿de acuerdo, Elton?
–Claro, señorita –dijo el hombre con una sonrisa.
Una vez más, la actividad en la sala se detuvo mientras ella cruzaba hacia el baño. Aun así, Rebecca mantuvo la cabeza alta y los hombros estirados. No se apresuró, pero tampoco se detuvo. Cruzó la mirada con algunos clientes del establecimiento, hombres y mujeres, pero no la mantuvo. Si algo había aprendido dando clase a niños de ocho años, era a no mostrar miedo. El mínimo escalofrío, el menor temblor, y todo el control que tuviera sobre la situación desaparecería.
Un par de hombres la saludaron educadamente con un movimiento de cabeza. Rebecca les devolvió el saludo pero no sonrió, sabiendo que las mujeres del local ya estaban alerta, mirándola como si fuera una extraterrestre que hubiese llegado para llevarse a los hombres a la nave nodriza.
Pero ella había ido allí buscando exclusivamente a un hombre. Un hombre en el que estaba vagamente interesada. Había recorrido todo el oeste de Texas, de pueblo en pueblo, con la esperanza de encontrarlo. Algo en los ojos de Lester le decía que, por fin, había llegado al lugar indicado.
A pesar de lo nerviosa que estaba, también sentía cierta excitación en el estómago.
Encaró el pasillo que daba a los baños. La sala de la derecha tenía el dibujo de un vaquero en la puerta. La de la derecha, una vaquera. Pero Rebecca no entró. Sin embargo, se quedó esperando y luego se asomó al bar.
Lester había desaparecido.
Escaneó la habitación con la mirada y divisó al camarero de pie junto a una de las mesas de respaldo alto al otro lado de la sala. No podía ver con quién estaba hablando pero vio que Lester sacaba una bola de papel del bolsillo de su delantal y la colocaba sobre la mesa. A no ser que le fallara la vista, se trataba de la servilleta que había tirado a la basura. El camarero asintió un par de veces y luego miró por encima del hombro hacia los lavabos. A Rebecca le dio un vuelco el corazón y se escondió a toda prisa.
¿Sería él? Una parte de ella quería que así fuera, necesitaba que así fuera. Pero otra parte estaba aterrorizada ante la posibilidad.
Se sentía como la mujer en una película de terror que oye ruidos en el sótano. Era una locura bajar a ver. ¿Quién en su sano juicio bajaría? La voz de la razón, como el público en el cine, le decía a gritos que saliera corriendo, que era tonta.
Rebecca dio un brinco cuando la puerta del servicio de señoras se abrió de golpe. Una nube de risas y colonia fuerte precedió a las dos mujeres que salieron por la puerta. Rebecca reconoció a una de ellas. Se trataba de la rubia que había salido del bar y había hablado con los hombres del porche. La morena que iba a su lado llevaba una camiseta roja que dejaba al descubierto su cintura, una falda corta vaquera y botas de piel de serpiente rojas.
La rubia miró a Rebecca con interés y levantó una ceja excesivamente perfilada.
–¿Te has perdido, cariño?
–No, si éste es el servicio de señoritas –dijo Rebecca con una sonrisa.
La rubia pareció sopesar la respuesta de Rebecca, la aceptó y finalmente esbozó una sonrisa brillante.
–No estoy muy segura sobre la parte de «señoritas» –contestó la rubia con un fuerte acento texano– pero, si tienes que sentarte para orinar, entonces estás en el lugar indicado.
La morena comenzó a carcajearse.
–Muy buena, Dixie –dijo–. Deberías hacer monólogos.
Las dos se carcajearon tan exageradamente, que tuvieron que agarrarse la una a la otra para no caerse. Sabiendo que nunca estaba de más ser amable con los nativos, sobre todo si eran mujeres, Rebecca sonrió y vio cómo ambas se alejaban.
Tras soltar el aliento, Rebecca entró en el baño y se sintió aliviada al ver que estaba vacío. Había tres cabinas de madera, aunque en una había un cartel de «no funciona». El olor a colonia fuerte inundaba el aire, la encimera del lavabo estaba llena de quemaduras de cigarrillos y las paredes vibraban con el sonido de la gramola.
Rebecca observó su reflejo en el espejo. Pensaba que los últimos seis meses la habían cambiado. Quizá no por fuera. Puede que nadie advirtiese diferencia alguna en su apariencia externa, pero en su interior, lo que realmente importaba, ya no sabía quién era.
Había recorrido un largo camino para averiguarlo. No importaba lo que pudiese ocurrir, no iba a detenerse.
Dillon había notado el instante en el que la mujer había entrado en el Backwater Saloon. No sólo porque las botellas de cerveza se hubieran quedado suspendidas en el aire y la partida de billar se hubiese detenido. No sólo porque todas las cabezas del local se hubieran girado en su dirección.
Sino porque la había sentido.
Había sentido su presencia, había sabido, incluso antes de girar la cabeza, que había ido allí buscándolo. Había sentido su sombra junto a él durante todo el día, había tratado de achacarlo a la falta de sueño de la noche anterior. Pero, en el fondo, lo había tenido claro. Los sueños le habían advertido, pero no había prestado suficiente atención. Si así hubiera sido, habría hecho las maletas y se habría marchado aquella misma mañana.
«Debo de estar haciéndome viejo», pensó.
Dillon se dijo que no importaba y dio un trago a la cerveza que tenía en la mano. No era la primera vez que su pasado resurgía de entre las cenizas. Probablemente no sería la última. No lo sorprendía que, en esa ocasión, hubiesen mandado a una mujer a buscarlo, sobre todo una que parecía salida de uno de los internados más refinados. Podía imaginársela caminando por una habitación con un libro sobre la cabeza, probablemente de Dickinson o de Brontë. Tenía la cara de una heroína de una de esas escritoras victorianas: pómulos altos, piel blanca, mechones castaños que rodeaban su cara angelical y ojos grandes.
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