El amante de Lady Chatterley. D. H. LawrenceЧитать онлайн книгу.
alguno. De la misma manera, a menos que compartas una emoción o cierta simpatía con una mujer, no te acostarías con ella. Pero si se tiene...
—Si se tiene la clase adecuada de emoción o simpatía con una mujer, tienes que acostarte con ella —dijo May—. Es lo único decente, llevársela a la cama. Así como, cuando tienes interés en hablar con alguien, lo único decente es tener una conversación. No acobardarte y morderte la lengua. No, hay que decir lo que se tiene que decir. Y lo mismo en el otro caso.
—No —dijo Hammond—. Es un error. Tú, por ejemplo, May, despilfarras la mitad de tu fuerza con las mujeres. Nunca utilizas de la manera correcta ese magnífico cerebro que tienes. Buena parte de ese talento se va por otro lado.
—Es posible... y muy pequeña parte del tuyo se gasta de ese modo, Hammond, muchacho, casado o no. Puedes mantener la pureza y la integridad de tu cerebro, pero se te está secando. Por lo que veo, tu mente inmaculada se está quedando seca como las cuerdas de un violín. Simplemente la subestimas.
Tommy Dukes estalló en una carcajada.
—¡Adelante, par de cerebros! —dijo—. Mírenme. No realizo ningún trabajo intelectual puro y elevado, nada sino garabatear unas cuantas ideas. Y no me he casado ni persigo mujeres. Creo que Charlie tiene razón, si quiere correr detrás de las mujeres, es libre de hacerlo, no muy a menudo. Yo no se lo prohibiría. En cuanto a Hammond, tiene sentido de la propiedad, por lo tanto le van bien el camino recto y la puerta estrecha. Ya verán que será uno de nuestros hombres de letras antes de sucumbir. A B C de pies a cabeza. Falto yo. No soy nada. Un folletín. ¿Y qué hay de ti, Clifford? ¿Crees que el sexo es una dinamo que ayuda a los hombres a lograr el éxito?
En esos momentos Clifford hablaba poco, no se arriesgaba. Sus ideas no eran suficientemente vitales para hacerlo, se hallaba confundido y sensible. Se sonrojó, parecía incómodo.
—Bueno —dijo—, como estoy fuera de combate, no tengo nada que decir sobre ese tema.
—Para nada —dijo Dukes—. Tu parte superior no está fuera de combate. Tu vida cerebral está sana, intacta. Queremos escuchar tus ideas.
—Aun así —tartamudeó Clifford—, no dispongo de muchas ideas. Creo que casarse y que todo vaya bien representaría lo que pienso. Por supuesto, que un hombre y una mujer se cuiden entre sí es una gran cosa.
—¿Qué tiene de gran cosa? —preguntó Tommy.
—Pues... perfecciona la intimidad —dijo Clifford, incómodo como una mujer en ese tipo de charla.
—Bueno, Charlie y yo pensamos que el sexo es una especie de comunicación, como el habla. Si una mujer empieza una conversación sexual conmigo, me parece natural que la terminemos en la cama, en el momento oportuno. Por desdicha, no hay mujer que comience algo así conmigo, y por lo tanto me voy solo a la cama y eso no me hace peor. Al menos eso espero, porque ¿cómo voy a saberlo? De cualquier modo eso no interfiere con abstrusos cálculos astronómicos o con la escritura de obras maestras. Soy simplemente un compañero que fisgonea en el ejército.
Hubo un silencio. Los cuatro hombres fumaban. Connie, sentada allí, dio otra puntada en su costura... ¡Sí, allí se hallaba! Callada, quietecita como un ratón para no interrumpir las inmensamente importantes especulaciones de esos inteligentes caballeros. Tenía que estar allí. No la pasaban tan bien sin su presencia, sus ideas no fluían tan libremente. Clifford era mucho más evasivo y nervioso, se intranquilizaba pronto en ausencia de ella y la charla se dificultaba. A Tommy Dukes le iba mejor, la presencia de ella lo inspiraba. Hammond no le gustaba a Connie, le parecía egoísta en un sentido mental. Y Charles May, aunque le simpatizaba en algunos aspectos, le parecía desagradable y desordenado a pesar de sus estrellas.
Infinidad de tardes había escuchado Connie las discusiones de aquellos cuatro hombres y uno o dos más. Y no le molestaba que jamás llegaran a conclusión alguna. Le gustaba escuchar sus opiniones, especialmente cuando Tommy era uno de ellos. Era asunto gracioso. En vez de que la besaran o la tocaran con sus cuerpos, le abrían sus mentes. ¡Era muy divertido! ¡Pero qué mentes tan frías!
Y también era irritante. Ella le tenía más respeto a Michaelis, cuyo nombre mencionaban todos con sumo desprecio, como un arribista rústico, un patán maleducado de la peor clase. Rústico y patán o no, llegaba a sus propias conclusiones. No se limitaba a pasear en torno de ellas con millones de palabras en un desfile de la vida intelectual.
A Connie le agradaba la vida intelectual, la apasionaba. Aunque en este caso le parecía exagerada. Le encantaba hallarse allí, entre nubes de humo, en esas afamadas reuniones de los compinches, como los llamaba en privado. La gratificaba, y también la hacía sentirse orgullosa, que ellos ni siquiera pudiesen hablar sin su presencia silenciosa. Tenía un inmenso respeto por el pensamiento, y esos hombres trataban de pensar honestamente. Aunque había por ahí un gato que no se atrevía a pegar el salto. Tenían en común que todos hablaban de algo, pero lo que ese algo significaba para su vida, no sabría decirlo. Era algo que Mick tampoco aclaró.
En tanto, Mick no hacía nada más que cruzar por su vida y poner ante los demás tantos obstáculos como le ponían a él. Era en verdad un antisocial, razón por la cual Clifford y sus compinches se oponían a él. Clifford y sus amigos no eran antisociales, más bien hacían su parte para salvar a la humanidad o cuando menos para instruirla.
Hubo una interesante velada la tarde de un domingo, cuando la conversación de nuevo derivó hacia el amor.
—Bendito sea el vínculo que une nuestros corazones en algún tipo de parentesco —dijo Tommy Dukes—. Quisiera saber cuál es ese vínculo. El que nos une en este momento es la fricción mental entre uno y otro. Aparte de esto, poco es lo que nos une. Nos separamos y nos decimos palabras maliciosas, como otros malditos intelectuales del planeta. Maldito sea todo el mundo, porque todo el mundo hace lo mismo. De otra manera separémonos y ocultemos los rencores que abrigamos contra los otros musitándoles palabras azucaradas. Es curioso que la vida intelectual al parecer florezca con las raíces en el resentimiento, un resentimiento inefable y sin medida. ¡Siempre ha sido así! ¡Observen a Sócrates, en Platón, y el séquito que lo rodea! Rencor puro. Y auténtica alegría cuando se despedaza a alguien. ¡Protágoras o quien sea! ¡Y Alcibíades y los demás discípulos perros de presa se unen a la refriega! Debo señalar que uno prefiere a Buda tranquilamente sentado bajo un árbol, o a Jesús predicando a sus discípulos pequeñas historias dominicales, en santa paz y sin pirotecnia verbal. No, radicalmente hay algo erróneo en la vida intelectual. Enraizada en el rencor y la envidia, la envidia y el rencor. Conocerás el árbol por sus frutos.
—No creo que todos seamos unos resentidos —protestó Clifford.
—Mi querido Clifford, piensa en la forma en que nos hablamos, todos nosotros. Y yo soy el peor de todos. Porque infinitamente prefiero el rencor espontáneo a las falsas palabras edulcoradas. Veneno puro. Si comienzo a hablar de lo buen amigo que es Clifford, etcétera, pobre Clifford, merecerá compasión. Por el amor de Dios, digan todos ustedes lo peor que se les ocurra acerca de mí y sabré que me aprecian. Si me llenan de elogios, sabré que estoy perdido.
—Pues yo creo que de verdad nos apreciamos —dijo Hammond.
—Deberíamos... Nos lanzamos palabras rencorosas, hablamos mal de los otros a sus espaldas. Y yo soy el peor.
—Yo creo que confundes la vida intelectual con el ejercicio crítico. Y estoy de acuerdo contigo, Sócrates dio a la actividad crítica un gran impulso, e hizo mucho más —dijo Charlie May con actitud magisterial. Los compinches mostraban cierta pomposidad bajo su asumida modestia. Todo se decía ex cathedra, aunque se fingían humildes.
Dukes se negó a abordar el tema de Sócrates.
—Es verdad, la crítica y el conocimiento no son la misma cosa —dijo Hammond. —Por supuesto que no lo son —intervino Berry, un joven moreno y tímido que
había llegado a ver a Dukes y se quedó a pasar la noche. Todos lo miraron como si un asno