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The twittering machine . Richard SeymourЧитать онлайн книгу.

The twittering machine  - Richard Seymour


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      Como dice la consigna de los «ciberagresores», «ninguno de nosotros es tan cruel como lo somos todos juntos».

      IX.

      El riesgo que corremos al apelar a ejemplos tan extremos es que podríamos estar legitimando una forma de pánico moral en relación con internet y justificando por lo tanto la censura estatal. Esta sería la respuesta tradicional a las furias orestianas: domesticarlas mediante «el imperio de la ley». Una respuesta basada en la intención de defender la jerarquía tradicional de la escritura en cuya cima está una constitución escrita o un texto sagrado del que emana la autoridad de lo escrito. Lo que una sociedad estima aceptable o inaceptable está fuertemente anclado en un texto autorizado, venerable. Por supuesto, el imperio de la ley nunca fue tan eficaz para refrenar las furias como esperaban los liberales. Las cazas de brujas de McCarthy en Estados Unidos a mediados del siglo pasado mostraron que la paranoia política podía diseminarse fácilmente a través de los mecanismos del estado liberal.

      No obstante, lo que está pasando ahora es que la digitalización del capitalismo desbarata aquellas viejas jerarquías escritas, de modo tal que los espectáculos de cacería de brujas y pánico moral y los ritos de castigo y humillación han sido delegados y descentralizados. La organización general del espectáculo, definido por el situacionista francés Guy Debord como la mediación de la realidad social a través de una imagen, ya no está en manos de burocracias centralizadas. Ha sido delegada, en cambio, a la industria de la publicidad, del entretenimiento y, por supuesto, a la industria social. Esto ha generado nuevas ecologías de la información y nuevas formas de la esfera pública. Ha cambiado las configuraciones de la indignación pública. La industria social no ha destruido el poder de la antigua autoridad escrita sino que le ha agregado una síntesis única de vigilancia barrial, un canal de infoentretenimiento y una bolsa de valores activos las veinticuatro horas. Combina el efecto del panóptico con el clima de colmena, provocación, transitoriedad y volatilidad de los mercados financieros. Sin embargo, el desempeño registrado por el estado liberal en su relación con la industria social es pobre y tiende a exhibir la tendencia a adoptar la lógica de la indignación online en lugar de contenerla. Hay casos famosos de una exagerada reacción legal a declaraciones hecha en internet. El fiasco conocido en el Reino Unido como el #twitterjoketrial [«el juicio por un chiste en Twitter»] incluyó que el estado arrestara, enjuiciara y condenara a Paul Chamber de 28 años por hacer una broma en Twitter. El joven había expresado su irritación contra el cierre del aeropuerto local, «amenazando», en un tono claramente sarcástico, con «hacerlo estallar por los aires». La condena de Cham­bers fue anulada después de una campaña pública pero no antes de que el bromista perdiera su trabajo. Menos conocido, pero tal vez igualmente ridículo, fue el caso de Azhar Ahmer quien, en un momento de cólera contra la guerra de Afganistán publicó que «todos los soldados deberían morir e ir al infierno». En lugar de tratar la publicación como el resultado de un arranque emocional que tenía derecho a sufrir, el tribunal lo condenó por publicar «una comunicación groseramente ofensiva».

      Quizá sean más reveladores los casos en que la indignación en las redes sociales motivó la acción policial. Es lo que le pasó a Bahar Mustafa, una estudiante de Goldsmith, al sudeste de Londres. En su calidad de representante elegida en su centro de estudiantes, Bahar había organizado un reunión para mujeres de minorías étnicas y estudiantes no binarios. Los estudiantes conservadores, indignados porque se había solicitado que los varones blancos no asistieran, montaron una campaña en las redes sociales para exponer el «racismo invertido» de Mustafa. En el furor de la campaña, la joven fue acusada de hacer circular un tuit con el hashtag, irónico, #killallwhitemen, como prueba de su «racismo invertido». Mustafa, a pesar de negar insistentemente que hubiera sido ella quien envió el tuit, fue arrestada. El Crown Prosecution Service [Servicio de Enjuiciamiento de la Corona], en lugar de tratar el caso como una muestra de las trivialidades de internet, intentó procesarla y solo retiró los cargos cuando quedó claro que tenía pocas probabilidades de condenarla. Pero, la acción de la fiscalía alimentó una tormenta multimedia apocalíptica de furia que se tradujo en ataques racistas contra Mustafa e invitaciones a que se «suicidara» o se entregara a un «violador». La fiscalía no tomó medidas contra estos últimos tuits, como tampoco la vasta mayoría de las publicaciones en ese sentido. En cambio, la autoridad apoyó pautas arbitrarias de indignación sancionando a individuos que supuestamente habían traspasado los umbrales del buen gusto y de lo que es apropiado publicar en la industria social. A veces el imperio de la ley engrandece a las furias en lugar de aplacarlas.

      Esto implica que ritos improvisados de deshonra pública, que estallan como una tormenta, pueden alimentarse de las respuestas oficiales. Y, puesto que la industria social ha creado un efecto panóptico pues ahora cualquiera puede ser potencialmente observado en todo momento, cualquier persona puede, súbitamente, quedar aislada, por haber sido seleccionada para recibir un castigo aleccionador. Dentro de las comunidades online, esta posibilidad produce en los usuarios una fuerte presión a coincidir con los valores y las costumbres de sus pares. Pero ni siquiera la conformidad con los pares constituye una salvaguarda porque cualquiera puede ver lo que se publica. El público potencial de cualquier post colgado en internet es la totalidad de los usuarios de internet. La única manera de encajar con éxito en internet es ser indeciblemente anodino y banal. Y aun cuando uno pasara toda su vida online compartiendo memes «empoderadores», citas «edificantes» y ciberanzuelos de vídeos virales, nada garantiza que alguien, en algún lugar del mundo, considere que su mera existencia es un buen blanco para su agresividad. Mecanicamente, el agresor de internet busca blancos que sean «aprovechables», es decir, que presenten algún tipo de vulnerabilidad, desde mostrar un sufrimiento a colgar un post siendo mujer o perteneciendo a una minoría. Y el trolling es una exageración estilizada de la conducta común y corriente, sobre todo de la conducta en internet.

      No todos tienen un programa para explotar y castigar las vulnerabilidades, pero a veces sin darse cuenta terminan llevándolo a cabo. Es un programa compuesto por la propensión humana a confundir los placeres de la agresión con virtud. El escritor recientemente fallecido Mark Fisher describía la versión progresista de este fenómeno mediante la metáfora barroca del «castillo del vampiro». En el castillo, escribió Fisher, izquierdistas bienintencionados tienen acceso a los placeres de la excomunión, de una conformidad popular y de restregarles a otros en la cara sus errores, en nombre de alguna ofensa que debe ser reparada. Las fallas políticas o hasta simplemente las diferencias pasan a ser características explotables. Puesto que nadie es puro y puesto que la condición de estar en la industria social es revelarse constantemente, entonces, en cierta perspectiva, nuestra existencia online es una lista de rasgos explotables.

      Y cuando los rasgos explotables de un usuario llegan a constituir la base de una nueva ronda de indignación colectiva, terminan galvanizando la atención, se suman al flujo y la volatilidad y, por ende, al valor económico de las plataformas de la industria social.

      X.

      «El lenguaje es misterioso», escribe la especialista en religiones Karen Armstrong. «Cuando se pronuncia una palabra, lo eté­reo se hace carne; el habla requiere encarnación: respiración, control muscular, lengua y dientes.»

      La escritura exige su propia encarnación: coordinación manos-ojos y alguna forma de tecnología para hacer marcas en una superficie. Tomamos una parte de nosotros y la transformamos en inscripciones físicas que nos sobreviven. De manera que un futuro lector pueda respirar, como dijo Seamus Heaney, «el aire de otra vida, otro tiempo, otro lugar». Cuando escribimos, nos damos un segundo cuerpo.

      Hay algo milagroso en todo esto, la existencia de un animal «escribiente», apenas un punto en el tiempo profundo de la historia del planeta. Las primeras teorías de la escritura no pudieron resistirse a verla como algo divino: «el aliento de Dios», como se dice en el Libro de Timoteo. Los sumerios la alabaron como un regalo de Dios, junto con las piezas de madera y de metal: una yuxtaposición expresiva, como si la escritura fuera en realidad una artesanía más, otro trabajo textil, tal como se entendía en la civilización incaica. La palabra egipcia «jeroglífico» se traduce literalmente como «escritura de los dioses».

      Los griegos antiguos expresaban una interesante desconfianza por la escritura, pues les preocupaba que esta pudiera romper el vínculo con


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