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Papelucho, Romelio y el castillo. Marcela PazЧитать онлайн книгу.

Papelucho, Romelio y el castillo - Marcela Paz


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Como un feroz gusano, me arrastraba entre ese cachureo anónimo y duro, camino al portón, pero chocaba y chocaba con cuestiones dolorosas que me pegaban en las costillas y demás huesos quebrados.

      Mis manos de ciego buscaron el picaporte y, justo cuando lo alcancé, ¡horror!, no había tal picaporte… no había puerta… Prendí la luz y, ¡horror de horrores!, estaba en la otra punta de la casa… Apagué con furia el maldito interruptor que inventó el maldito Tomás Edison…

      Choqué con algo que se vino abajo con ruido insolente y se quebró. También los floreros se quiebran y meten más ruido que uno…

      Me achicharré en el suelo por si se abría alguna puerta y me puse a esperar que alguien saliera de su pieza, pero nadie se asomó y nadie preguntó nada.

      –¡Maldito sea yo por venir a alojar en casa ajena! –exclamé secretamente, sin respirar.

      Seguí esperando, y esperé tanto tiempo que por fin me dormí. Mi esqueleto me dolía en sueños como orquesta de mil violines. Ahora soñaba que era pan de molde y me estaban cortando en rebanadas.

      IV

      Entonces desperté. Los fantasmas y bultos perdían su misterio… Amanecía en el glucoso living y cada porquería se iba viendo más fea con el día. Ahí, tirado de guata, no podía moverme, igual que el florero quebrado al lado mío. A él le faltaban pedazos y a mí también y, además, me dolían todos. Mi apéndice me dolía con eco. ¿Cómo podía dolerme si me lo habían sacado? Quise sobar mi cicatriz y me traje enredado un pedazo de botella asesina, que había servido de candelabro seguramente.

      Rodé a un lado y me desenchufé un pedazo de florero que tenía enterrado. Con rabia lo disparé lejos y quedó clavado como una flecha justo en el ojo de una señora pituca que estaba colgada en marco de oro en la pared.

      Por fin logré pararme y empecé a caminar como un robot buscando mis zapatos a puro tanteo. Y encontré uno, pero al recogerlo, mi espinazo sonó como gato levantando un auto en pana.

      –Volveré a buscar el otro –me dije, sabiendo que jamás volvería a este castillo.

      Tieso, patiabierto, mecánico, buscaba la salida de esa casa donde perdí mi honor.

      Por fin abrí la puerta y un ventarrón me disparó sentado:

      ¡Diluviaba!

      Con fuerzas churumbélicas cerré la puerta y me quedé pensando ahí en el suelo… Y mientras pensaba, aclaraba, y un ruido en la escalera me hizo mirarla. Algo brillante bajaba dando saltos por los escalones, igual que bajé yo antes. Pude ver que era un culebrón de agua…

      Un rayo electrónico alumbró mi cabeza y comprendí que la lluvia de afuera, intruseando dentro, había goteado mi cama hasta empaparla.

      Me rebalsé de alegría hipodérmica.

      ¡Mi honor estaba infausto!

      Me puse bien con mi yo y me pedí perdón por retarme. Estaba contento de no ser mi enemigo y me sentía un Batman… Con un brinco glorioso quise celebrarme, pero unos tremendos y peludos pies aparecieron a mi lado y me dejaron perpetuo…

      Era el papá del Romelio, que parecía un orangután de verdad, salido de la sombra, de puro chascón.

      –¿Qué haces aquí, niño? –preguntó.

      Yo le mostré la catarata de agua bajando la escalera.

      –¡Bendita lluvia! –exclamó abriendo los brazos–. Mis ovejitas tendrán pasto… Y a ti, ¿qué te pasó? –me preguntó acercándose.

      –Me lloví –dije con pena de mí.

      –Pobrecito, ¿dormiste en la mansarda?

      Y no pude contestarle porque no sé ni lo que es mansarda…

      –¿Eres el amiguito de Romelio?

      Dije sí, con la cabeza.

      –Cierto –dijo–. Me despertó un golpe, ¿te caíste?

      –Sí –contesté nuevamente con la cabeza. No me atrevía a hablar. Me sentía muy huérfano al lado de ese orangután. Él adivinó y quiso hacerme un cariño, pero antes de que lo lograra, mi pena se hizo agua en mis ojos. Con el “pobrecito” y su manota en mi cabeza, me embarró los frenos… Sollocé…

      –Pasaste mala noche y caíste escaleras abajo –profetizó–. Te hará bien el desayuno.

      –Quiero irme a mi casa –lagrimié, pensando en que el desayuno podría ser igual que la comida. O sea, cero.

      Él no podía saber que yo me creí un tarado y apenas estaba volviendo a ser normal. Su porquería de castillo goteado me hizo pasar la peor noche de mi vida.

      –Hay que celebrar esta lluvia –resoplaba feliz–. Despierta al Romelio mientras yo les preparo desayuno.

      –Es que me quiero ir –repercutí cototeado.

      Hay gente insospechosa que está repleta del propio pensamiento y ni se le ocurre que los demás también piensan.

      Había abierto la puerta de calle y miraba la lluvia como si fuera granizo de oro puro.

      Aproveché para subir a despertar al Romelio que roncaba.

      –¿Qué pasa? –me miró aturdido.

      –Está lloviendo. Tú te estás lloviendo…

      –¿Y a ti qué te importa que me llueva?

      –¡Nada! –me dio rabia–. Sigue durmiendo. Yo me voy.

      Y ahí saltó de la cama.

      –No puedes irte porque yo te invité. –Se caló los pantalones y los zapatos.

       –No me gusta tu casa –le expliqué–. Creí que era distinta.

      Pasándose las manos por la cara, abrió ojos de carnero y me miró en los míos.

      –Yo te invité porque eres mi mejor amigo. Si te vas, me quedo sin ninguno.

      Quedé pensaroso apenas un minuto cuando vi que los carneros también lloran.

      Me di cuenta de que el Romelio era tremendamente solo. Si yo era su mejor amigo y no se veía más que un puro papá en esa casa y ese papá solo pensaba en sus ovejas y punto, de verdad era un solitario…

      Hice una carraspera para cambiar de escena.

      V

      –¿Qué te parece si lo pasamos bien aunque llueva? –le pregunté.

      –Claro que es buena idea –dijo con cara de funeral–. Pero ¿cómo?

      Lo miré de hipo en hipo.

      A veces es la gente y no la vida la que frie-ga… quiero decir que uno está decidido a fregarse y no quiere desfregarse, porque en ese momento le tinca salvaje seguirse fregando y que no tenga remedio su fregancia.

      –En esta casa hace falta una Domitila –dije sobándome las tripas hambrientas.

      –¿Qué es una Domitila? –preguntó –. ¿Algo como una damajuana?

      –No, ganso. La Domi es esa clase de gente que adivina cuando uno tiene hambre y siempre tiene una sopaipilla guardada en el horno.

      –¿Sopaipilla caliente? –los ojos del Romelio relampaguearon.

      –Da igual si está fría cuando se tiene hambre –dije, pero Romelio no entendió.

      –Cuando uno es solitario ni siquiera tiene hambre –alegó.

      Cambié el enfoque y le pregunté:

      –¿Tu papá


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