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Los Hermanos Karamázov. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski


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el dinero que necesitaba para el viaje...

      Cuando su padre le preguntó por qué motivo había interrumpido sus estudios estando a punto de terminarlos, Aliosha no respondió y se quedó pensativo.

      Pronto se supo que buscaba la tumba de su madre.

      Ciertamente, aquel no debía ser el único motivo de su repentino viaje, pero es seguro que ni él mismo podía explicarse la causa real que lo había ocasionado.

      Había obedecido a un impulso instintivo...

      Fiódor Pávlovich no pudo indicarle el lugar donde se hallaba la sepultura de su segunda esposa, por la sencilla razón de que no había ido nunca a visitarla; ni siquiera había acompañado el cadáver hasta su última morada.

      Aliosha, más aún que Iván, ejerció sobre su padre una influencia moralizadora.

      Se hubiese creído que los buenos instintos de aquel viejo habían despertado después de estar largo tiempo adormecidos.

      —¿Sabes —le decía a menudo, contemplándole de cerca— que te pareces mucho a Klikusca?

      Así llamaba a su segunda difunta esposa.

      Grigori fue quien, por fin, indicó al joven el cementerio en que se hallaba la tumba de Klikusca.

      El antiguo sirviente del padre lo condujo a un ángulo apartado del campo santo y le mostró una losa modesta, pero decente, sobre la cual se veía escrito el nombre y la edad de la difunta, como asimismo su clase social y la fecha del año en que falleció.

      También se veía grabado un epitafio, una cuarteta de esa literatura tan estimada por la clase media.

      Aliosha supo con asombro que el autor de aquella obra era el propio Grigori.

      El joven no demostró ningún exceso de sentimentalismo ante la tumba de su madre.

      Escuchó pacientemente la pomposa explicación que Grigori le dio acerca de la construcción de la tumba y partió luego con la cabeza inclinada sobre el pecho.

      Después no volvió jamás al cementerio.

      Este episodio produjo en Fiódor Pávlovich un efecto inesperado.

      Sacó mil rublos de su arca y los llevó al monasterio para que dijesen misas en sufragio del alma de su esposa; pero no de la segunda, madre de Aliosha, sino de la otra, de Adelaida Ivánovna, aquella que le pegaba cuando reñían.

      Sin embargo, aquella misma noche se embriagó y llenó de improperios a los monjes delante de Aliosha. Como puede verse, el vino le iluminaba más que la religión.

      Poco tiempo después, Aliosha declaró a su padre su intención de entrar en el monasterio, añadiendo que los monjes le aceptaban con gusto y que solo esperaba la autorización paterna.

      Fiódor sabía ya que el monje Zossima le había producido al “inocente mozo” una impresión profunda.

      —Ese starets es, ciertamente, el más honesto de todos ellos —dijo Fiódor, luego de haber escuchado en silencio, sin manifestar ninguna sorpresa, la petición de su hijo—. ¡Hum! —añadió después—. De modo que quieres vivir con él, ¿eh? Esperaba que acabases de ese modo. ¿Sabías tú que yo lo había presentido?... ¡Bueno, bueno! ¡Por mi parte, sea! Tienes dos mil rublos que te pertenecen. Ellos serán tu dote. En cuanto a mí, ángel mío, no te abandonaré nunca. Daré lo que haga falta. Pagaré lo que me pidan. Si no quieren nada, si nada me exigen, mejor. Ya sé que tú, como los pajarillos, te mantienes con poco: con unos cuantos granos de alpiste tienes suficiente. ¡Hum!... ¡Vaya, vaya! ¿Con que quieres hacerte monje?... ¡En fin, después de todo, eso servirá para que tú, joven casto, ruegues a Dios por nosotros los que hemos pecado! Muchas veces me he preguntado yo eso, precisamente: ¿Quién rogará por mí?... Yo, la verdad, confieso que no entiendo gran cosa en asuntos de ultratumba... Alguna que otra vez suelo pensar, pero muy de tarde en tarde. Opino que el hombre no debe ocuparse de esas cosas... Algunos aseguran que el infierno tiene un escondrijo en el cual fabrican los diablos las horquillas con que atormentan a los condenados... Yo, la verdad, estoy dispuesto a admitir que haya infierno, pero sin fragua, ni yunque, ni escondrijo alguno... ¡Bah! Es más delicada, más moderna la teoría protestante... Pero con fragua o sin ella, ¿qué, importa? Solamente que, si no existe esa fragua, no hay horquilla que valga, y si no hay horquilla, ¿con qué pinchará el diablo que me tome a su cargo?... Mas entonces, ¿dónde está la justicia? Si esas horquillas no existen sería preciso inventarlas para mí, para mí solo, porque tú no puedes imaginarte, Alekséi, lo abominable que yo soy.

      —¡Pero si no hay tales cosas! —replicó Alekséi, serio y dulcemente.

      —Sí, solamente existe la sombra de esos instrumentos de tortura, lo sé. Así lo asegura aquel poeta francés que dijo:

      He visto la sombra de un cochero

      limpiando, con la sombra de un cepillo,

      la sombra de un carruaje.

      »Pero no; ya verás cómo cuando estés con los monjes cambias de parecer, verás cómo entonces dices que sí, que existen las tales horquillas... ¡Quién sabe! ¡Tal vez ellos te harán ver la realidad! Entonces me la dirás tú a mí, y de ese modo, la partida para el otro mundo me resultará más fácil, sabiendo lo que por allí ocurre... Por otra parte, en el convento estarás más a gusto que al lado de un viejo alcohólico como yo. Conmigo, lejos de convertirme, acabarías por pervertirte... Sin embargo, confieso que no creo que estés allá mucho tiempo; el fuego, vivo ahora, de tu vocación religiosa, se apagará pronto, y volverás aquí, y yo te esperaré y te recibiré con los brazos abiertos, porque sé bien que tú eres el único en el mundo que no me detestas, que no me condenas... Tú eres un ángel, y lejos de aborrecerme me compadeces, y hasta me amas...

      Y al decir esto rompió a llorar.

      Fiódor era un malvado, pero un malvado sentimental.

      Capítulo V

      Acaso el lector se habrá imaginado a Aliosha como un ser atacado de neurosis, enfermizo y poco desarrollado. Nada de eso. Era, a la sazón, un mozo robusto, arrojado, de sonrosadas mejillas y ojos grises, grandes y dulces, lleno de salud, guapísimo, de estatura más que regular, cabellos castaños y rostro ovalado.

      Todo esto, claro es, no evita el fanatismo ni el misticismo, pero vuelvo a afirmar que Aliosha poseía un temperamento realista como el que más.

      Es cierto que creía en milagros; pero era de esos realistas en los cuales la fe no es la consecuencia de los milagros, sino todo lo contrario.

      Si un realista llega a creer, su mismo realismo debe hacerle admitir el milagro.

      Santo Tomás declaró que él no creería antes de haber visto, y cuando vio, exclamó: “¡Dios y Señor mío!”. ¿Fue el milagro lo que le dio la fe? Las mayores probabilidades están por la negativa.

      Adquirió aquella fe porque la deseaba. Acaso la sentía interiormente antes de decir: “No creeré sino lo que vea”.

      Aliosha era uno de los jóvenes de la última generación que, honrados por naturaleza, buscan la verdad y que, cuando creen haberla hallado, son capaces de sacrificar su propia vida si es preciso.

      Desgraciadamente, estos jóvenes no comprenden que el sacrificio de la vida es, con frecuencia, uno de los sacrificios más fáciles.

      Sacrificar cinco, seis o más años de la propia existencia en cualquier tarea penosa, por la ciencia, o simplemente por adquirir nuevos conocimientos que nos permitan ponernos en condiciones de poder medir nuestras fuerzas con la verdad misma buscándola sin tregua, ni descanso, he ahí, para la mayor parte, el sacrificio que abate las humanas fuerzas.

      Aliosha había escogido la ruta que pensaba seguir, con la sencillez con que se hace una acción heroica.

      Apenas tuvo la convicción de que Dios existe y de que el alma es inmortal, dijo para sí: “Viviré para la inmortalidad sin ningún tipo de compromisos”.

      Si, por el contrario, hubiese


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