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Los Hermanos Karamázov. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski


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      —La verdad. Sufre por tu causa, porque ¿cómo quieres que pueda gozar de la eterna bienaventuranza viendo que tú abandonas aquella casa, aquel lugar de sus amores? ¿Dónde quieres que vaya tu hijo, si en ninguna parte encuentra juntos a sus padres?

      —¡Oh!

      —Dices que crees verlo y oírlo, y que sufres horriblemente al no hallarlo. ¿Sabes por qué sucede eso? Porque el alma del niño amado te llama... pero diciéndote que vuelvas al lado de tu esposo, en donde, poco a poco, te será devuelta la calma que perdiste. Tu propio hijo velará tu sueño y te inspirará resignación cristiana, para sufrir con paciencia los contratiempos que la Divinidad nos manda... ¡Ah, hija mía querida! Los humanos somos egoístas. Queremos solo dicha y ventura material sin otorgar por ella ningún sacrificio... ¡Vuelve, vuelve, hija mía, al lado de tu marido, y allí, pensando en él los dos, hablando de su hijo a todas horas, hallarás el consuelo que apeteces! ¿No estarías tranquila si supieses que tu hijo estaba, ahora, en casa de una hermana tuya...? Sí, ¿verdad? Pues, ¿cómo no has de estarlo más, sabiendo que está en la casa de Dios?

      —¡Volveré, padre amado! ¡Volveré enseguida a mi casa! —respondió la madre, con mucho pesar.

      —¿Hoy mismo?

      —Hoy mismo, sí. ¡Ah, qué gran consuelo me ha dado! ¡Sí, sí! Ahora oigo la voz de mi esposo que me llama a su lado...

      La madre partió con ánimo resuelto.

      Entonces el monje dirigió la vista a una viejecilla vestida al uso de la ciudad.

      —¿Qué le pasa a usted, matrona?

      —Yo, padre —respondió la anciana—, soy viuda de un oficial del ejército, y tengo un hijo empleado en Siberia, del cual no recibo noticias hace ya un año, y deseo informarme...

      —Pero yo, hija mía, no soy adivino.

      —Es que...

      —Hable con cuidado.

      —Una amiga mía, muy rica, me ha dicho: “Escucha, Prokhorovna, deberías inscribirlo en una iglesia para que rueguen por el reposo de su alma; entonces, su espíritu se sentirá ofendido y te escribirá tu hijo enseguida; tenlo por seguro. Esto se ha hecho ya varias veces”.

      —¡Qué disparate! —exclamó el anciano—. ¡Qué vergüenza! ¿Es posible? ¡Rogar por un alma viviente! ¡Ah, no! ¡Eso es un pecado horrible! ¡Una brujería! ¡No, no! Yo la perdono, y el Cielo la perdonará igualmente, a causa de su ignorancia. Ruegue usted a la Virgen que proteja a su hijo, que vele por su salud, y que le perdone a usted ese loco pensamiento que ha tenido... Escuche: o su hijo vendrá pronto, o le escribirá a usted. Váyase en paz. Su hijo vive, yo se lo aseguro.

      —Gracias, padre amantísimo.

      Enseguida llamaron la atención del monje dos ojos que resplandecían entre la muchedumbre. Dos ojos devorados por la fiebre...

      Era una joven campesina enferma, que permanecía silenciosa, mirándole fijamente; sus ojos suplicaban, pero ella no se atrevía a moverse.

      —¿Qué deseas, hija mía? —preguntó Zossima.

      —Su absolución, padre —respondió ella, dulcemente, arrodillándose—. ¡He pecado, padre mío, y mi pecado me asusta!

      El monje se sentó en el escalón más bajo, y la mujer se le aproximó, arrastrándose sobre sus rodillas.

      —Hace tres años que soy viuda —repuso ella, en voz baja y temblorosa—. La vida conyugal era muy penosa para mí. Mi marido era viejo y me maltrataba cruelmente. Después cayó enfermo, y yo pensé: “Si se mejora, volverá a levantarse, y ¿qué será de mí...?”. Entonces, padre, tuve una idea horrible...

      —Espera —dijo el monje, aproximando su oído a los labios de la joven—. Habla ahora.

      La penitente siguió su relato en voz tan baja que ninguno, salvo el confesor, podía oír.

      La confesión fue brevísima.

      —¿Y han transcurrido tres años desde que eso ocurrió? —preguntó el monje.

      —Sí, padre, tres años. Al principio no pensaba en ello, pero ahora no puedo estar un momento tranquila.

      —¿Vienes desde lejos?

      —Sí.

      —¿Te has confesado de ello antes?

      —Dos veces.

      —¿Y te han dado la comunión?

      —Sí, pero temo la hora de la muerte.

      —Nada temas. De nada te lamentes. Arrepiéntete y Dios te perdonará. No hay en el mundo ningún pecado que Dios se niegue a perdonar al que de veras se arrepiente de haberlo cometido. La misericordia divina no se agota jamás. Dios te ama, ahora, tanto como a los demás, porque ve tu sincero dolor. El castigo del pecador es su dolor mismo. Por eso, cuando comprende el daño causado, y lo lamenta, y se enmienda, su pena empieza a mitigarse hasta que se extingue por completo cuando hace el bien con otros humanos, y repara así el daño que antes causó... Vete, pues, y cesa de temer. Sé humilde... Soporta con paciencia las ofensas de los hombres. Perdona de corazón el mal que te hizo el difunto. El amor, hija mía, salda todas las cuentas. Piensa en esto: si yo, que soy un pecador como tú, tengo piedad de ti, ¿cuánto más grande no será la bondad divina? El amor es un tesoro de tal valía, que él solo basta para rescatar todos los pecados del mundo; no solo los nuestros, ¿comprendes?, sino los del universo entero. Ve, y nada temas.

      Y después de hacer por tres veces consecutivas el signo de la cruz, se quitó del cuello una medallita y la colgó en el de la joven.

      El monje se levantó y sonrió a una mujer llena de salud, que llevaba en los brazos una pequeñuela.

      —Vengo de Nishegoria, padre mío... ¿Se ha olvidado usted de mí? ¡Qué mala memoria tiene! —dijo la mujer—. Me aseguraron que estaba usted enfermo, y entonces pensé: “Es preciso que vaya a verle”. Y veo que, felizmente, no está tan mal como yo temí. Todavía vivirá usted veinte años más; puede estar seguro. ¡Que Dios conserve su preciosa salud! Nada ha de temer, porque son muchos los que ruegan por usted.

      —Gracias, hija mía.

      —A propósito, debo pedirle un favor. He traído conmigo sesenta kopeks, y le ruego que se los entregue a otra que sea más pobre que yo.

      —Gracias, gracias, hija mía. Tú eres un alma buena. Haré lo que me dices. ¿Es una niña lo que llevas en brazos?

      —Sí, padre: Lizaveta.

      —¡Que Dios bendiga a las dos! Tu visita me ha causado gran placer... ¡Adiós, adiós a todos, hijos míos!

      Y luego de bendecir a los que allí se hallaban se retiró.

      Capítulo IV

      La pomiestchika, que asistió a aquella escena, lloraba dulcemente.

      Era una señora aristocrática, sensible, y de instintos verdaderamente buenos.

      Se levantó, y dando algunos pasos hacia el monje, que venía a su encuentro, le dijo con entusiasmo:

      —¡Estoy muy conmovida!

      La emoción le impidió continuar.

      —Comprendo que el pueblo le ame —repuso ella—. Yo también amo al pueblo... ¡Ah, sí! ¡Es muy bueno el sencillo pueblo ruso!

      —¿Cómo está su hija? ¿Desea tener otra entrevista conmigo?

      —Sí. Con gusto me hubiera quedado aquí, a su puerta, tres días de rodillas, para tener el placer de hablar con usted algunos instantes. Hemos de expresarle nuestra ardiente gratitud. Ha curado usted a mi querida Liza. La ha curado absolutamente, y ¿cómo? Rogando solamente por ella y poniéndole las manos sobre la cabeza. Hemos venido a besar sus manos veneradas, y a manifestarle nuestra gran admiración.

      —¡Cómo!


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