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La vida jugada. Jimmy Giménez-ArnauЧитать онлайн книгу.

La vida jugada - Jimmy Giménez-Arnau


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yo asumí sin problemas la disciplina inglesa, a menudo porque me la saltaba, lo que se traducía, lógicamente, en castigos, y otras veces porque la aceptaba sin mayor cuestionamiento. En definitiva, no supuso ningún trauma para mí.

      A las siete de la mañana nos levantaban y media hora más tarde debíamos estar aseados y vestidos frente a nuestras camas, perfectamente hechas, cuadrados como pequeños cadetes dispuestos para la batalla y ataviados con el uniforme del colegio, gorra incluida. Recuerdo que, cuando en las vacaciones navideñas regresé a Madrid, la primera mañana después de mi llegada fue así como me encontró mi abuela cuando entró en mi cuarto; tieso, limpio, las sábanas perfectamente estiradas y la gorra calada. «Good morning, grand mother», le dije. «¿Pero qué te han hecho, criatura…?», preguntó a sus dioses lívida.

      Después del desayuno, en fila y tras ingerir una cucharada de sirope, todos los niños de Ladycross acudíamos a los cuartos de baño comunitarios y en orden prusiano, uno por uno, con puntualidad extraordinaria y provisto cada cual de su número, nos dirigíamos al retrete que estuviera libre en ese momento y vaciábamos el vientre. La precisión para según qué funciones fisiológicas es una conducta que se aprende. Doy fe. Mis intestinos fueron educados al británico modo. Hoy continúo deponiendo nada más desayunar.

      Cumplida la evacuación, pasábamos a las aulas. Las clases solían durar una media hora, nunca más de cuarenta y cinco minutos. Y un dato curioso que siempre me pareció una aberración: en los exámenes no era necesaria vigilancia por parte del profesor porque, si a alguien se le ocurría copiar, siempre había algún chivato que después se lo contaba. A media mañana, hacia las diez y media, nos daban un tentempié, un botellín de leche con nata y una tostada untada con una especie de grasa de beicon o de salchichas —dripping se llamaba— que quizá no fuera lo más recomendable para nuestro colesterol, pero, ¡qué carajo!, estaba deliciosa; a continuación, algo de deporte y más clases —ciencias, letras—, y a comer, alrededor de las doce y media. Todavía hoy, al recordar los días de colegio, soy capaz de hacer una encendida defensa de la cocina británica, y eso que soy consciente de la escasa valoración que le concede en general el respetable: el porridge, que tomábamos con leche y azúcar moreno, me parecía un manjar; los arenques ahumados, una maravilla; el rice pudding con ruibarbo, hasta las humildes sausages with mashed potatoes… Por las tardes, hasta la hora de la cena, siempre ligera tras el preceptivo tentempié, ya todo era deporte. Y al final del día, un cacao caliente.

      Una vez a la semana, cada domingo, nos daban dos chelines de nuestro sueldo —supongo que el dinero que nos mandaban de casa— para gastar en caramelos y chocolates, que eran deliciosos. Tú elegías los que querías comprar y abandonabas aquel mercadillo infantil de dulce con tu botín y salivando de felicidad ante el manjar que te esperaba. Y a las cinco de la tarde ya no te quedaba nada, te lo habías comido todo. Al domingo siguiente habías aprendido un poco la lección y empezabas a racionar los caramelos para que te duraran algo más; y así sucesivamente, hasta que conseguías estar toda la semana comiendo caramelos. Ese espíritu británico, tan racional, tan disciplinado…

      Mi régimen era un tanto especial en Ladycross. Las vacaciones de verano y las de Semana Santa, cuando todos se habían ido con sus familias, yo las pasaba en el colegio. Tenía la oportunidad de inspeccionar en los armarios de mis compañeros. Puedo decir que conocía el alma de todos. ¿Nació entonces, tal vez, mi vena indiscreta? Como no había nada especial en qué ocupar el tiempo, me iba a cuidar la huerta y la granja, siguiendo los consejos que me daba el encargado, un antiguo capitán mutilado de la RAF que, cuando yo hacía bien las cosas, me enseñaba una foto de la Segunda Guerra Mundial, cada vez una diferente, y me relataba una historia de aviones, tanques, espías… Nunca me contó nada en que apareciera la muerte. Íbamos a recoger los huevos que ponían las gallinas o a sacar a pastar a los animales. Hice nuevos amigos entre los chicos del pueblo, y es posible que fuera también entonces cuando tuve mis primeros amoríos infantiles: hablo de un hada pelirroja con la que a veces he vuelto a soñar.

      Todas las noches, miss Elsey, que seguía cuidando de mí, se sentaba en mi cama y me decía lo que íbamos a hacer a la mañana siguiente: plantar rábanos, escribir a mis padres, visitar una exposición canina, ir a una feria de ganado o lanzar una cometa al viento. Lo que fuera. Lo hacía para que nunca me durmiera estando triste, para que me acostase pensando en algo bueno. Y si había tormenta, venía con una sonrisa y me decía: «Vamos a ver quién cuenta más rayos y truenos». Así me quitaba el temor. Me hacía rezar el padrenuestro por la mañana. En España te obligaban a rezar por las noches para que te arrepintieses de las malas acciones del día; en Inglaterra te preparaban para que no las llevases a cabo. Dos mundos.

      Y a menudo, desoyendo las recomendaciones de miss Elsey, salía de la zona protegida del colegio y corría en dirección a los acantilados. Las piernas colgando frente al mar, solo conmigo, sabía que era absolutamente libre.

      Créanme cuando afirmo que Ladycross fue para mí el Paraíso.

      5

      Los Rosales

      Al volver desde Inglaterra a Madrid me expreso mejor en inglés que en español. «Bissho gruande con coula» es como designo al caballo que veo pastando en unos terrenos situados junto al aeropuerto —hoy la zona forma parte de la Alameda de Osuna— cuando mi padre, en el camino a casa, me demanda qué es tal animal. En el examen de Ingreso me preguntan el nombre del río que pasa por Londres y no diré «el Támesis», sino the River Thames, y finalmente, al pedirme que recite el padrenuestro —Our Father who Art in Heaven, Hallowed be Thy Name…—, lo haré en perfecto inglés. Obtengo sobresaliente, paso la prueba y el señor catedrático queda entusiasmado de que, por fin, un niño español hable otro idioma en la aciaga e interminable posguerra.

      Llego a Santa María de los Rosales, un colegio que ocupa un conjunto de chalés en el barrio del Viso, al que asistiré como interno de lunes a viernes. Mis padres siempre me quisieron fuera de casa, igual que a mis hermanas, que, tras pasar unos meses en un centro católico de Tumbridge Wells, también en Inglaterra, estudiarán en el Sagrado Corazón de Poitiers y más adelante en Ginebra, cuando mi padre sea nombrado embajador de España ante la ONU europea. Tanto ellas como yo agradecemos la separación. Venimos de culturas dispares. La educación gala choca con la anglosajona.

      Los accionistas de los Rosales eran los ganadores de la guerra, y sus vástagos —hijos de aristócratas (Alba, Borbón, Infantado, Medinaceli…), millonarios (Aznar, Fierro, March…) y otros apellidos sonoros que darán mucho de sí (Alcocer, Carvajal, Domecq, Gasset, Escohotado, García-Valdecasas, Garrigues, López-Roberts, Marañón, Méndez, Milans del Bosch, Sáenz de Heredia, Tassara, Urquijo, Villalta, etc.)—, alumnos todos de aquel semillero de pedigree que cultivó chavales, entre los que me incluyo, con vocación de emular a través de sus andanzas a grandes forajidos del salvaje Oeste. Sin olvidar a un experto en sociedad, Carlos García-Calvo, que sustrajo de las etiquetas de mi ropa en Ladycross el «James» y con el sobrenombre de Jimmy me rebautizará para siempre.

      Junto a mi nuevo centro de estudios había un solar inmenso, cerca del estadio Santiago Bernabéu. Allí, entre desmontes y descampados, quedábamos con los del colegio vecino, el Maravillas, que era de curas, para medirnos a pedrada limpia. Desde luego, si la idea de mis padres al internarme en Inglaterra, después del brutal conflicto con el filibustero malayo camuflado tras la careta de criado lila de mi abuela, fue eliminar mi inclinación a la barbarie, habrá que concluir que la maniobra no dio el resultado apetecido.

      Entre mis asilvestrados compatriotas hallé muy buena gente; puedo decir que hice mejores amigos que en Inglaterra —que una cosa es la cortesía y llevarte bien con el prójimo, y otra distinta la complicidad de la amistad—. Ahora que no nos oyen, reconozco que los ingleses son un tanto enrevesados, para qué engañarse. ¿Qué esperar de unos muchachos que hacen innecesaria la vigilancia del profesor durante los exámenes porque ellos mismos se lo chivan si han visto copiar a un compañero?

      De mis condiscípulos, sin duda más civilizado e ilustre que el resto de los alumnos de los Rosales, Alfonso de Borbón, «don Alfonsito»,


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