Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza. Ким ЛоренсЧитать онлайн книгу.
Lo que en realidad quería decir era: «Voy a llevarte a un sitio donde podrás llorar sin que nadie te vea».
Audrey se dejó llevar, apoyándose en su mano, fuerte y cálida, pero en lugar de llevarla hacia los ascensores la llevó hacia la escalera circular que conducía al ático.
Al final de la escalera, la decoración oriental se convertía en occidental, con suelos de madera y tonos beiges y grises. Como su casa. Todo del gusto de Blake, no del suyo. Con mucho estilo, pero sin alma.
Como su matrimonio.
Oliver sacó una tarjeta magnética para abrir la puerta… tras la que había un espacio asombroso.
La vista desde las paredes de cristal debería haberla dejado admirada. Podía ver todo Hong Kong desde allí. Daba igual que la suite no fuese grande, tenía el patio más grande que había visto nunca.
Era una pena que no estuviese de humor para disfrutarlo.
–Cuéntamelo –dijo, con los dientes apretados, en cuanto cerró la puerta.
–Lo llamaba «el extra de Navidad» –empezó a decir él, suspirando.
–¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Dónde las conocía?
–No lo sé, Audrey.
–¿Y desde cuándo lo sabías? ¿Todo este tiempo?
–El primer año pensé que había sido un tropiezo, pero cuando volvió a hacerlo al año siguiente me di cuenta de que no iba a cambiar, así que hablé con él.
–Entonces… ¿cinco años en total?
O sea, durante todo su matrimonio.
–Lo siento mucho, Audrey. Tú no te mereces esto.
–¿Por qué no me lo contaste antes?
–Porque sabía cuánto iba a dolerte.
–¿Y preferiste no decirme nada? ¿Sabiendo que Blake se reía de mí?
–No estaba seguro de que tú no lo supieras…
–¿Pensabas que yo lo sabía? –lo interrumpió ella–. ¿Que lo sabía y lo aceptaba?
–No podía estar seguro –repitió Oliver–. Y no era fácil sacar el tema.
–¿Es por eso por lo que no fuiste al funeral?
–Ya te he explicado por qué…
–Sí, claro. Porque temías no poder apartar tus manos de mí –volvió a interrumpirlo Audrey, irónica.
–¿Por qué crees que envié tus flores favoritas y no las de Blake? Las mandé por ti.
–Es una pena que Blake no compartiera tu entusiasmo por mi persona. Si hubiera sido así, no habría tenido que buscar fuera de casa.
Aunque Blake había sido el débil, el traidor, ella no podía dejar de sentirse patética.
–Entonces, él y tú…
–¿Quieres saber si teníamos una vida sexual plena? Aparentemente no. Yo sabía que no le entusiasmaba, pero no hasta el punto de tener que tomar medidas tan desesperadas.
–No eras tú, Audrey.
–Yo era al menos la mitad.
Oliver tomó sus manos.
–No tenía nada que ver contigo.
–El donjuán no parecía tener problemas en ese aspecto.
–Te juro que tú no podrías haber hecho nada de otro modo. No es culpa tuya.
–¿Y cómo lo sabes? ¿Es que Blake te habló de nuestra vida sexual?
Esa sería una humillación intolerable.
–No, no lo hizo. Pero sí hablaba frecuentemente de… sus otros encuentros. Hasta que le cerré la boca.
Audrey se dejó caer sobre una otomana y se tapó la cara con las manos.
–Me siento como una tonta. ¿Cómo no me di cuenta?
–Él no quería que lo supieras.
–Pero debería haber notado algo –Audrey se levantó–. Estábamos juntos todos los días. Debería haber sospechado algo.
–Tú siempre buscas lo mejor en la gente.
–No, ya no.
–No hagas eso, no dejes que él te cambie. La gente juzgará a Blake por lo que hizo, no a ti.
«¿La gente?».
–¿Cuánta gente lo sabe?
–Unos cuantos. Parece que no era muy sutil.
Audrey se imaginó a Blake paseando por Sídney con una pechugona jovencita. Todo lo que ella no era: joven, bien dotada, delgadísima y con una experiencia en la cama que ella no tendría nunca.
Y lo hacía delante de todos. Tal vez quería que lo descubriesen. ¿No era eso lo que decían los expertos sobre los hombres adúlteros? Tal vez lo habría descubierto si hubiera prestado más atención a su matrimonio.
Era la verdad. Estaban destinados a ese final desde el día que su trabajo, sus amigos y sus aficiones se volvieron más importantes que su matrimonio.
–Audrey, sé lo que estás haciendo –le advirtió Oliver.
–¿Qué estoy haciendo?
–Estás pensando que esto es culpa tuya.
La conocía tan bien… ¿Cómo era posible?
–Tiene que ser en parte culpa mía.
–No, no lo es. Tú no podrías haber hecho nada a menos que… cambiases de sexo.
–¿Qué?
–Blake no te engañaba con mujeres.
Audrey lo miró en silencio durante unos segundos, hasta que por fin lo entendió.
–No… –empezó a decir, atónita.
–Creo que Blake lo supo siempre. Lo sabía cuando salíais juntos y cuando os casasteis. No podía ser lo que no era…
–¿Estás defendiéndolo?
–Estoy defendiendo su derecho a ser quien era en realidad, pero no defiendo lo que hizo. Engañar es engañar y te hizo daño, por eso rompí mi amistad con él.
–¿Y él lo sabía?
–Perfectamente. Se lo dije a la cara.
–¿Estuviste en Sídney? ¿Por qué no me dijiste nada? No, déjalo, está claro.
En ese momento sonó un golpecito en la puerta, muy suave, casi como un arañazo. Una camarera del restaurante le llevaba un precioso kimono azul bordado en hilo de plata.
–Para que te cambies de ropa –dijo Oliver–. Tu traje será lavado y planchado. Te lo devolverán antes de que te vayas.
La joven sonrió, mostrando unos dientes perfectos a juego con una perfecta cinturita de avispa. Audrey tomó el kimono, le dio las gracias y se volvió para buscar el baño.
–La segunda puerta a la derecha –dijo Oliver.
Debía de haber comprado el kimono en alguna de las boutiques del edificio, pensó Audrey. Era largo, de corte oriental, tan ajustado que acentuaba sus curvas. El azul era asombroso y el hilo de plata iluminaba su cara.
Suspirando, se apoyó en la pared de azulejos. La vida secreta de Blake explicaba muchas cosas. Su a veces enigmático comportamiento, su indiferencia. Jamás era grosero, pero siempre parecía un poco distante. Y su rutinaria vida sexual.
Técnicamente correcta, pero ninguno de los dos ponía el corazón.
Y,