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Burlar al Diablo. Napoleon HillЧитать онлайн книгу.

Burlar al Diablo - Napoleon Hill


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que has iniciado.”

      ¡Estaba consciente de haber llegado, por fin, al final del arcoíris de la vida, y me sentía feliz!

       La duda hace su aparición

      El conjuro, si es que así se le puede llamar a la experiencia, desapareció. Comencé a escribir. Poco después, mi razón me sugirió que me estaba aventurando en una misión de tontos. La idea de un hombre abatido y casi apagado, presumiendo escribir una ideología de éxito personal, parecía tan ridícula, que me reí escandalosamente y quizás hasta con desprecio.

      Me retorcí en mi silla, pasé los dedos por mi cabello e intenté buscar un pretexto para justificarme a mí mismo por sacar la hoja de papel de mi máquina de escribir antes de ponerme realmente a escribir; sin embargo, la necesidad de continuar era más fuerte que el deseo de renunciar. Me reconcilié con mi tarea y seguí adelante.

      Nota de Sharon: “La necesidad de continuar era más fuerte que el deseo de renunciar.” ¿Recuerdas ese momento en el que deseabas renunciar, pero algo te obligaba a seguir adelante? Puede haber sido tu “otro yo”.

      Viendo ahora en retrospectiva, a la luz de todo lo que ha pasado, puedo ver que todas esas pequeñas experiencias de adversidad por las que he pasado, se encuentran entre mis experiencias más afortunadas y provechosas. Fueron bendiciones ocultas porque me obligaron a seguir trabajando, lo cual finalmente me brindó la oportunidad de convertirme en alguien más útil para el mundo de lo que hubiera sido si hubiese triunfado en cualquier otro plan o propósito.

      Durante casi tres meses trabajé en esos manuscritos, completándolos durante los primeros meses del año 1924. Tan pronto como estuvieron terminados, de nuevo me sentí tentado por el deseo de volver al gran juego americano de los negocios.

      Sucumbiendo al encanto, adquirí el Metropolitan Business College en Cleveland, Ohio, y comencé a hacer planes para aumentar su capacidad. Para finales de 1924 habíamos crecido y nos habíamos expandido, añadiendo nuevos cursos hasta que ya estábamos creando un negocio con casi el doble del mejor récord anterior que la escuela hubiera alguna vez conocido.

      De nuevo el virus del descontento comenzó a hacerse sentir en mi sangre. De nuevo supe que no encontraría la felicidad en ese tipo de misión. Entregué el negocio a mis socios y me concentré en la plataforma del discurso, ofreciendo conferencias sobre la ideología del éxito a la organización a la cual le había dedicado muchos de mis años anteriores.

      Una noche tenía programada una conferencia en Canton, Ohio. La suerte o lo que a veces parezca configurar el destino de los hombres sin importar cuánto luchen contra él, de nuevo hizo su aparición en el escenario y me colocó frente a frente con una experiencia dolorosa.

      Entre mi audiencia de Canton se encontraba Don R. Mellett, editor del Daily News de Canton. El señor Mellett se interesó tanto en la ideología del éxito personal sobre la que hablé esa noche, que me invitó a reunirme con él al día siguiente.

      Esa visita resultó en un acuerdo de sociedad que tendría lugar el primer día del siguiente mes de enero, cuando el señor Mellett planeaba renunciar como editor del Daily News para hacerse cargo del negocio y de la promoción de la ideología sobre la que yo estaba trabajando.

      Sin embargo, en julio de 1926 el señor Mellett fue asesinado por Pat McDermott, un personaje del inframundo, y por un policía de Canton, Ohio, quienes fueron sentenciados a cadena perpetua. Fue asesinado por exponer en su periódico una conexión entre los contrabandistas y varios miembros de la fuerza policiaca de Canton. Fue uno de los crímenes más impactantes que produjo la era de la prohibición.

      Nota de Sharon: el asesinato, en julio de 1926, del “periodista combatiente” Donald Ring Mellett, editor del Daily News de Canton, Ohio, fue uno de los crímenes más difundidos durante los años veinte. En 1925, Mellett había descubierto una amplia corrupción al interior de la fuerza policiaca de Canton, emprendiendo así una campaña editorial en contra del vicio y la corrupción dirigida, entre otros, al Jefe de la Policía de Canton. Si bien no se ve reflejado en el relato de Hill, se sabe que Hill pidió al alcalde de Ohio iniciar una investigación sobre la corrupción.

      Personajes locales del inframundo y al menos un policía de Canton contrataron a Patrick McDermott, un ex convicto de Pensilvania, para silenciar a Mellett, quien fue acribillado a balazos a las afueras de su domicilio. Se dice que los gatilleros también estaban esperando a Hill; sin embargo, una fortuita avería en su automóvil lo alejó del camino del agravio. El New York Times informó, en un artículo del 17 de julio de 1926 titulado “Más amenazas de muerte tras el asesinato del editor de Canton”, que los ciudadanos de Canton señalaron “estamos aterrorizados por las amenazas de más asesinatos por parte de los jefes de apostadores, contrabandistas y otros criminales”. Tal y como lo relató Hill, al enterarse del asesinato de Mellett, y tras haber recibido una advertencia anónima para salir del país, se dirigió a Virginia Occidental. En gran parte, gracias al trabajo de un detective privado contratado por el Fiscal del Condado de Stark, McDermott, dos gatilleros de la localidad y un ex detective de la policía, fueron finalmente acusados del asesinato de Mellett.

       La casualidad (?) salvó mi vida

      A la mañana siguiente del asesinato del señor Mellett, recibí una llamada telefónica anónima para avisarme que tenía yo una hora para salir de Canton, podía irme de manera voluntaria en el lapso de esa hora; pero que si me esperaba más tiempo, seguramente me iría en una caja de pino. Mi sociedad mercantil con el señor Mellett aparentemente había sido malinterpretada. Sus asesinos evidentemente creían que yo estaba directamente conectado con la denuncia que él estaba haciendo en sus diarios.

      No esperé a que terminara el plazo de una hora, sino que de inmediato subí a mi automóvil y conduje hasta la casa de unos familiares en las montañas de Virginia Occidental, en donde permanecí hasta que los asesinos fueron encarcelados, aproximadamente unos seis meses después.

      Esa experiencia se ajustaba muy bien a la categoría ––descrita por el señor Carnegie–– de emergencia que obliga a los hombres a pensar. Por primera vez en mi vida conocí la agonía del temor constante. Mi experiencia de unos años antes, en Columbus, había llenado mi mente de dudas y de una indecisión temporal; pero ésta la había llenado de un miedo que parecía incapaz de eliminar. Durante el tiempo que estuve oculto, raras veces salía de casa por la noche, y cuando lo hacía, mantenía mi mano sobre una pistola automática que cargaba en el bolsillo de mi saco, con el seguro abierto para una acción inmediata. Si algún automóvil extraño se detenía frente a la casa donde me ocultaba, me dirigía al sótano y examinaba cuidadosamente a sus ocupantes a través de las ventanas.

      Después de algunos meses de este tipo de experiencia, mis nervios comenzaron a desmoronarse. Había perdido por completo el valor. La ambición que me había animado durante los largos años de trabajo en la búsqueda de las causas del fracaso y del éxito también me había abandonado.

      Lentamente, paso a paso, sentí que entraba en un estado de apatía del que temía no ser capaz de salir. Esa sensación debe haberse parecido mucho a la que experimenta aquel que de pronto cae en arenas movedizas y se da cuenta de que cada esfuerzo que hace por salir, lo hunde cada vez más profundo. El miedo es un pantano que uno mismo crea.

      Si la semilla de la locura estuviera en mi organismo, seguramente hubiera germinado durante esos seis meses de muerte en vida. Una absurda indecisión, sueños inciertos, duda y temor era lo que ocupaba mi mente noche y día.

      La “emergencia” a la que me enfrenté resultó desastrosa de dos maneras. Primero, la naturaleza misma de ésta me mantuvo en un constante estado de indecisión y miedo. En segundo lugar, el ocultamiento obligado me mantuvo en la ociosidad, con su concomitante pesadez del tiempo, lo cual obviamente me preocupaba.

      Mi capacidad de razonamiento casi se había paralizado. Y me di cuenta de que yo mismo debía esforzarme por salir de este estado mental. ¿Pero cómo? El ingenio que me había ayudado a enfrentar todas las anteriores emergencias parecía haber desaparecido por completo, dejándome indefenso.

      De


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