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Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa


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lo que acababan de contarle pudiera ser verdad.

      –¡Treinta hombres! –replicó casi escupiendo las palabras–, ¡qué absurda locura! Mañana mismo puedo lanzar tras él a un millar de mis mejores jinetes xanmars. Empiezo a creer que ha llegado el momento de acabar de una vez por todas con esa maldita estirpe de la casa de Saud.

      –Pues te aconsejo que actúes cuanto antes, porque si lo ocurrido llega a los oídos del califa podría alcanzar la conclusión de que no estás capacitado para ser su aliado y buscarse otro.

      –¿Supones que lo haría? –se inquietó Mohamed Ibn Rashid.

      –Nunca he sido tan osado como para intentar siquiera suponer qué es lo que pasa por la mente del comendador de los creyentes. Me limito a obedecer y punto.

      –¿Tienes alguna idea sobre dónde puede encontrarse en estos momentos Ibn Saud?

      –Ayer llegó una paloma con un mensaje de uno de mis espías que asegura que le han visto dirigirse al sureste, hacia el territorio de los ajmans.

      Mohamed Ibn Rashid sonrió ahora de una forma mucho más espontánea, puesto que evidentemente la noticia le agradaba sobremanera.

      –¡Los ajmans! –exclamó como regodeándose en semejante nombre–. En ese caso no vale la pena movilizar a mis jinetes. Esos cerdos ismaelitas acabarán con él.

      –Yo no confiaría tanto en ellos.

      –No lo pongo en duda –admitió el turco–. Sospechamos que en una ocasión Suleiman asesinó a dos de nuestros oficiales de Caballería que se habían perdido en su territorio, pero nunca hemos podido confirmarlo debido a que desaparecieron sin dejar rastro.

      –Es su especialidad –insistió el emir–. Acoge, engaña, asesina, roba y entierra luego a sus víctimas a sotavento de una gran duna, de tal modo que en cuanto la arena avanza empujada por el viento cubre los cadáveres, que desaparecen para siempre.

      –¡Hijo de puta!

      –El mayor que existe. Si no se encuentran los cadáveres durante los primeros días, ya no se encuentran nunca.

      –¡Lógico! Esas dunas suelen afirmarse y permanecer en el mismo lugar durante cientos de años.

      –Por lo que me han contado, las inmensas y bellísimas dunas de su territorio, que con frecuencia recuerdan cuerpos de mujeres desnudas, ocultan cientos de cadáveres.

      –¡Listo el muy cerdo! –masculló una vez más el general–. ¿O sea que esos dos pobres oficiales probablemente descansarán ahora bajo millones de toneladas de arena?

      –Eso me temo, amigo mío –reconoció el emir fingiendo una pena que no sentía–. Suleiman está considerado una vergüenza y una deshonra entre los habitantes del desierto.

      –Sin embargo, lo has convertido en uno de los más firmes pilares de tu gobierno.

      –En efecto... –se vio obligado a reconocer de manifiesta mala gana su interlocutor–. Las circunstancias me han obligado a tenerle como indeseable aliado pese a que soy consciente de que es el beduino más avaro, traidor, corrupto y rastrero de Arabia.

      –¡Lo que ya es decir mucho! –comentó su huésped antes de meterse en la boca la boquilla del narguile que acababan de encenderle.

      Mohamed Ibn Rashid no pudo por menos que dirigirle una larga mirada de reconvención al tiempo que le espetaba:

      –Ese comentario no ha tenido ninguna gracia.

      –Es que no lo hecho con intención de ser gracioso, sino de ser sincero... –replicó el otro sin inmutarse–. No olvides que si te sientas en un trono es gracias a mí, o, para ser más exactos, a lo que me ordenó que hiciera mi señor, el califa. Y te garantizo que nos vimos obligados a soltar dinero a raudales, porque la adhesión de la mayoría de los sheiks de las tribus beduinas tan solo se obtiene a base de oro. ¡Mucho oro!

      –Me consta y siempre te lo he agradecido, pero sabes muy bien que os lo estamos pagando con creces a base de impuestos.

      –¡Demasiado despacio, amigo mío! Demasiado despacio. Y ahora gira la vista a tu alrededor y muéstrame a alguien de esta sala que no haya traicionado en alguna ocasión a la casa de Saud, o que no esté dispuesto a traicionarte a ti, o incluso a mi señor, el califa, en cuanto le aseguren que alguien le va a reducir los impuestos a la mitad.

      El campamento se alzaba en el extremo oeste de un oasis de palmeras tristes y polvorientas, protegido del viento por un pequeño pero escarpado macizo rocoso, y no estaba constituido más que por una veintena de burdas jaimas de pelo de camello, sucias y descuidadas, plantadas sin orden ni concierto, así como por tingladillos de cañas y hojas de palma entre los que pululaban cabras, camellos, ovejas y gallinas junto a mujeres desgreñadas y chiquillos mugrientos.

      En la mayor de las jaimas, el grasiento y sudoroso Suleiman, gordo hasta parecer apopléjico, de mirada huidiza e hipócrita sonrisa, sheik indiscutible de una de las familias más fanáticas y sanguinarias de los ajmans, hizo un gesto de asentimiento con el fin de que su bella e inquietante hija, Zoral, ofreciera ceremoniosamente una bandeja de humeante carne de cabra a Abdul-Aziz Ibn Saud, quien la rechazó con un gesto mientras cogía un puñado de dátiles de un plato.

      –No, gracias –dijo–. Con esto me basta.

      Un tanto desconcertada, la atractiva muchacha, que parecía moverse más como un felino que como un ser humano, ofreció la bandeja a Mohamed, Jiluy y Ali, deteniéndola largo rato ante Omar, pero los cuatro la rechazaron igual que su príncipe, alegando que se conformaban con dátiles y agua.

      –Poco alimento es ese para quienes necesitarán de todas sus fuerzas a la hora de luchar contra Mohamed Ibn Rashid y los malditos otomanos, ¡a quienes Alá confunda y el desierto se trague para siempre! –comentó de inmediato Suleiman–. Te veo en exceso delgado, querido amigo.

      –Las fuerzas que necesito en esta lucha no se obtienen de la carne de un animal muerto –le hizo notar Ibn Saud sin apenas inmutarse–. Y no he venido desde tan lejos en busca de manjares, sino de tu ayuda con el fin de librar a Arabia de los rashiditas y sus amigos turcos.

      –¿Y cómo podría alguien tan humilde como yo ayudarte en tan difícil y arriesgada empresa, mi admirado y bien amado príncipe?

      –Con hombres, camellos, armas y municiones –fue la seca respuesta–. Y sobre todo dinero.

      El sheik de los ajmans señaló con un amplio gesto su sucia jaima y los cuatro sobados arcones de cuero que parecían constituir todo su mobiliario y posesiones al tiempo que señalaba:

      –Tú mismo puedes comprobar cuan pobre continúo siendo, príncipe. No tengo más que una única hija, mi tribu es pequeña, mis guerreros escasos, mis tierras infértiles y mis camellos insuficientes. No sé cómo podría ayudarte.

      Ibn Saud contempló en silencio a su repelente anfitrión y ni siquiera intentó disimular el desagrado que le producía. Tomó otro dátil, se lo metió delicadamente en la boca, lo masticó despacio y extrajo el hueso, que depositó sobre un plato con estudiada elegancia.

      –Hace años –dijo–, siendo yo apenas un niño, mi padre, el rey Abdul Rahman, fue expulsado de su capital, Riad, por el traidor Mohamed Ibn Rashid, al que apoyaban los turcos.

      –Lo sé y siempre lo lamenté –replicó el gordo–. Apreciaba a tu padre.

      –Lo dudo mucho, dado que en tan terribles circunstancias mi familia vagó por el desierto buscando la protección de las tribus beduinas, en un desesperado intento por salvar la vida y la honrosa estirpe de los Saud. Todas, incluida la de los pobres murras, que la mayor parte de los días no tienen nada que llevarse a la boca, nos brindaron una hospitalidad que ha constituido desde siempre la principal virtud de los nómadas; todas menos una...

      El rostro de Suleiman se había ido demudando a medida que Ibn Saud hablaba;


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