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Los elefantes no vuelan. David MontalvoЧитать онлайн книгу.

Los elefantes no vuelan - David Montalvo


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anochecido y la visibilidad era poca. El protocolo de los guías indicaba que no detuvieran la marcha en estos casos porque podía ser peligroso, pero no había forma de continuar. Así, el guía frenó poco a poco y les dijo a sus compañeros:

      –Por el tamaño, debe de ser un elefante.

      –Solo hay que tocar el claxon para que avance y podamos seguir detrás de él –propuso uno de ellos.

      Lo hicieron y no hubo respuesta. El hombre aceleró el motor con la marcha en neutral para que el ruido ahuyentara al animal, pero fue inútil. Tampoco sirvió que le gritara. Eso empezaba a ser frustrante para los turistas.

      El guía apagó el motor, abrió cuidadosamente la puerta y descendió del vehículo para ver de qué se trataba. Aunque pidió a los otros cuatro que permanecieran quietos, no hicieron caso y bajaron también. No querían perderse la oportunidad de ver de cerca a tan imponente animal.

      Los animales estaban acostumbrados a los automóviles de la carretera, pero no a verlos fuera de ella. Tienen un gran sentido de olfato, y si este los olía, arremetería contra ellos. Sin duda, no es lo mismo ver un animal en el circo o en el zoológico que estar frente a uno en estado salvaje.

      Se acercaron un poco más para observar el trabajo del guía. El hombre hizo algunos ademanes bruscos, moviendo la maleza para hacer avanzar al animal, pero también resultó inútil. Parecía que el asombroso mamífero de casi siete toneladas y media había tomado ese sitio y no pensaba irse a ninguna parte, pasara lo que pasara.

      Como no conseguían nada, algunos comenzaron a mostrar preocupación. Marcel, el más joven de todos, los alentó:

      –No entiendo su miedo. No creo que eso sea un elefante, pero si es, se quitará cuando avancemos. Estamos creando un conflicto innecesario. El guía sabe más que todos, y él hará que se quite lo más rápido posible.

      –¿Cómo no va a ser un elefante? ¿Qué, acaso no ves su trompa y los colmillos? –señaló Víctor, el director de comercialización de la empresa. Y justo cuando terminó de hablar, se escuchó al animal barritar fuertemente.

      A Víctor, por la adrenalina y el miedo del momento, solo se le ocurrió recoger algunas piedras y arrojárselas. Pero nada.

      Parecía que solo le hacían cosquillas. Cuando movió un poco sus patas delanteras, Víctor le lanzó unas varas que había recogido, mas el resultado fue el mismo.

      El guía le pidió que detuviera su ataque:

      –Los elefantes pueden ser muy agresivos cuando se los provoca. Además, en la reserva está prohibido maltratar a los animales.

      Mientras decía lo anterior, el guía avanzó entre la maleza, tratando de no perturbar al animal. Distinguió su piel arrugada, sus grandes orejas moviéndose suavemente. Pero sabía que algo no andaba bien: no era su comportamiento habitual.

      –¡Este animal es gigante! –exclamó Sofía, la responsable de finanzas de la empresa–. ¡Podría matarnos en un momento! No sé por qué nos metimos en esto. Hay que regresar inmediatamente.

      El guía, resignado y un poco más ecuánime, aprovechó para pedirles que volvieran al automóvil:

      –Me temo que no se moverá, al menos por un buen rato. Está aquí por alguna razón. Probablemente, no es nuestro momento para seguir. Ya oscureció, y no quiero meterme en problemas. Tampoco debo acercarme mucho porque puede ser fatal. Están frente a uno de los mamíferos más grandes del mundo. Tendremos que dejar el espectáculo de los leones para otro día.

      –¡Cómo que otro día! –exclamó Víctor molesto–. Ahorita hago que se mueva, sí o sí. ¿No dicen que en algunos lugares ya no saben qué hacer con tanto elefante? Hasta los matan. Creo que sería bueno empezar a quitar estas cosas de aquí… O hable por su radio para que vengan sus colaboradores y nos lo muevan. Les daremos una buena propina.

      –No se trata de propina. Tienen que aceptarlo: así es la vida, así es África. El elefante manda, y no podemos hacer nada. Sus reglas no son las de los humanos. Vayamos de regreso. Ya buscaremos otras opciones, o les mostraré a otros leones más adelante –propuso el guía.

      –¡No es posible! –dijo Pedro–. Todo lo que hicimos para llegar hasta aquí, y un elefante se pone enfrente. ¡Lo único que nos faltaba! ¡Siempre es lo mismo! Por eso prefiero no entusiasmarme, porque siempre pasan imprevistos. Yo les dije que no confiáramos en este guía. Ni ha de conocer el camino. Hay que exigirle que nos devuelva nuestro dinero.

      Pedro, a pesar de ser el director general de la compañía, tenía mucha dificultad para delegar, e incluso consideraba difícil que su gente tuviera éxito en el viaje. Su carácter, aparentemente fuerte y controlador, ahora se encontraba endeble.

      Estuvieron largo rato esperando. Marcel, el director de mercadotecnia, insistía en que exageraban, y consideraba que si seguían andando, el animal se movería. Estaba un poco indiferente, como si nada pasara, y mejor fue a sacar unas fotos de las montañas, del paisaje y de sus compañeros.

      Sofía, por su parte, no dejaba de morderse las uñas y cada vez se estresaba más. Tenía hambre, estaba cansada y necesitaba un buen baño.

      «No sé en qué momento dije que sí los acompañaría. Esto no es para mí. Si el elefante nos hace algo, no la vamos a contar. Voy a regresarme sola; no me importa nada más», caviló Sofía. Mientras tanto, Víctor caminaba por los alrededores buscando una piedra puntiaguda para arrojársela al elefante. Los demás trataban de calmarlo con bromas, pero era inútil:

      –No vamos a irnos hasta que esa cosa se mueva. No es posible. No puede ganarnos un lento y torpe animal de cuatro patas –decretó Víctor.

      Pedro prefirió subirse al Jeep y, con los brazos cruzados y cara de decepción, no dejaba de quejarse y lamentarse por lo que estaba ocurriendo. En su psicosis, imaginaba que en cualquier momento algunos cómplices del guía aparecerían para asaltarlos. Estaba convencido de que el elefante era solo una trampa. Por todo lo que había pasado en su vida, sentía que el mundo conspiraba en su contra. Su lema, de hecho, era Piensa mal y acertarás. Le habían advertido que tuviera cuidado con los africanos porque eran muy astutos para engañar al turista. Sabía que ese dichoso show de los leones era demasiado bueno para ser verdad.

      El guía trataba de persuadirlos para que retornaran al campamento. Y aunque ya eran tres los que querían regresar, los otros dos insistían en hacerle algo al elefante para poder continuar el recorrido. Deseaban solucionar el problema de alguna manera, pero no sabían cómo.

      Trataron de asustarlo, le echaron el auto, le lanzaron de todo. El paquidermo seguía inmóvil, como hipnotizado. Lo peor era que no solo obstaculizaba el camino, sino que ni siquiera los dejaba ver qué había más allá. No sabían si el resto del trayecto estaba libre o si había otros animales obstruyéndolo también. En un lugar así nunca se sabe con qué se puede topar uno.

      Nadie resolvía nada, nadie daba una solución real. Por el contrario, comenzaban a tener más conflictos entre ellos.

      Quién iba a decirlo: habían obtenido valiosos resultados en la empresa, acumulado poder y escalado peldaños; eran extraordinariamente hábiles para hacer negocios, pero ahora estaban atrapados en plena África, y todo por un elefante que apareció cuando menos lo esperaban.

      Este era un buen momento para dejar el ego a un lado y reencontrarse con ellos mismos. Debían hacer algo diferente. image

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      Tú, ¿qué hubieras hecho?

      Imagina que estás en ese exótico lugar disfrutando de una invaluable experiencia después de haber triunfado en algún proyecto de tu vida. Todo parece como sacado de una película de fantasía. Y de pronto, un animal gigantesco se atraviesa en el trayecto.

      ¿Cómo


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