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Crimen y castigo. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski


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mundo. Sintió una furia ciega contra Rasumikhine apenas traspasó la puerta del apartamento.

      —¡Adiós! —dijo caminando hacia a la puerta.

      —¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco? ¿Qué te sucede?

      —¡Déjame! —dijo Raskolnikof quitando con brusquedad la mano que su amigo le había tomado.

      —Entonces, ¿a qué demonios viniste? Perdiste la cordura. Para mí esto es un insulto. No permitiré que te marches de esta manera.

      —Bien, oye. Vine a tu casa porque no conozco a ninguna persona más que a ti para que me ayude a comenzar nuevamente. Tú eres más comprensivo, más inteligente, es decir, mejor que todos los demás... Pero ahora me doy cuenta de que no necesito nada, ¿comprendes?, absolutamente nada... Ni los servicios ni la simpatía de los otros me hacen falta... Me encuentro solo y me basto a mí mismo... No hay nada más. Déjame tranquilo.

      —¡Pero escucha un instante, atolondrado! ¿Es que te volviste loco? Puedes hacer lo que desees, pero yo tampoco tengo lecciones y de eso me río. Estoy en conversación con el librero Kheruvimof, que en su género es una maravillosa lección. Por cinco lecciones en familias de comerciantes yo no lo cambiaría. Ese caballero publica pequeños libros sobre ciencias naturales, ya que esto se vende como el pan. Es suficiente con buscar buenos títulos. En más de una ocasión me has llamado imbécil, pero estoy convencido de que existen otros más estúpidos que yo. Mi editor, que es casi analfabeto, desea seguir la tendencia de la moda, y yo, lógicamente, lo aliento...

      Mira, hay aquí dos pliegos y medio de un texto alemán. En mi opinión, pura charlatanería. Dicho en dos frases, el asunto que estudia el autor es el de si es un ser humano la mujer. Lógicamente, él piensa que sí y su labor es demostrarlo convincentemente. Kheruvimof cree que, estos instantes en que el feminismo está de moda, este folleto es de actualidad y yo tengo la tarea de traducirlo. Los dos pliegos y medio de texto alemán los podrá transformar en seis. Le colocaremos un título pomposo que llene media página y el ejemplar se venderá a cincuenta kopeks. Será un excelente negocio. La traducción me la pagan a seis rublos el pliego, es decir, por todo el trabajo, quince rublos. Ya cobré, por adelantado, seis. Al finalizar este folleto, traduciremos un libro que habla sobre las ballenas y para después ya elegimos algunos chismes de Les Confessions. Esos los traduciremos también. Alguien le dijo a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev. Lógicamente, yo no he discutido. ¡Qué se vayan al demonio!... Entonces, ¿deseas hacer la traducción del segundo pliego del folleto Es un ser humano la mujer? Si deseas, toma de inmediato plumas, papel, el pliego (a cargo del editor van todos estos gastos) y aquí te doy tres rublos: a ti te corresponden tres, porque yo recibí seis adelantados por toda la traducción. Recibirás otros tres cuando hayas hecho la traducción del pliego. Pero no tienes nada que agradecerme, que te conste. Por el contrario, pensé en que me ayudaras apenas te vi entrar. Primeramente, yo en ortografía no estoy muy fuerte y segundo, son muy deficientes mis conocimientos del alemán. Por eso, frecuentemente me veo forzado a inventar, aunque me conforto pensando que con ello la obra ganará. Es probable que esté en un error... Entonces, ¿aceptas?

      En silencio, Raskolnikof tomó el pliego de texto alemán y los tres rublos y se fue sin decir ni una palabra. Con una mirada de sorpresa, Rasumikhine lo siguió. Raskolnikof, cuando llegó a la primera esquina, regresó de repente sobre sus pasos y subió nuevamente al albergue de su amigo. Ya en el cuarto, dejó en la mesa el pliego y los tres rublos y, sin mover los labios, se fue nuevamente.

      Finalmente, Rasumikhine perdió la paciencia.

      —¡Evidentemente te volviste loco! —gritó—. ¿Esta comedia qué significa? ¿Me quieres volver la cabeza del revés? ¿Para qué diablos viniste?

      —No quiero ni necesito traducciones —susurró Raskolnikof sin dejar de descender la escalera.

      —Entonces, ¿qué demonios necesitas? —le gritó desde el rellano Rasumikhine.

      Raskolnikof continuó descendiendo muy callado.

      —Escucha, ¿dónde estás viviendo?

      No recibió respuesta.

      —¡Márchate al mismísimo demonio!

      Pero Raskolnikof ya se encontraba en la calle. Cuando iba por el puente de Nicolás, un suceso muy desagradable hizo que momentáneamente volviera en sí. Los caballos de un carruaje casi lo arrollaron, y el cochero le dio un latigazo muy fuerte en la espalda después de haberle dicho a gritos, en tres o cuatro ocasiones, que se apartara. En él este latigazo despertó una furia ciega. Brincó hacia el pretil (solamente Dios sabe por qué hasta ese momento iba por la mitad de la calzada) rechinando los dientes. Todas las personas que se encontraban cerca se rieron.

      —¡Muy bien hecho!

      —¡Estos bribones!

      —Yo conozco a estos granujas. Se hacen el ebrio, se lanzan bajo las ruedas y después uno tiene que pagar perjuicios y lesiones.

      —Sí, unos viven de eso.

      Todavía se encontraba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, encendido de rabia, siguiendo con la vista el carruaje que se iba alejando, cuando se dio cuenta de que alguien le colocaba en la mano una moneda. Giró la cabeza y miró a una anciana que llevaba un gorro y estaba calzada con botas de piel de cabra, en compañía de una muchacha —su hija, indudablemente— que tenía un sombrero y llevaba una sombrilla verde.

      —Hermano, toma esto, en nombre de Dios.

      Él tomó la moneda y ellas siguieron su camino. Era una moneda de veinte kopeks. Se entendía que pensaran que era un pordiosero cuando vieron su apariencia y su vestimenta. Sin duda, la generosa entrega de los veinte kopeks se debía a que el latigazo despertó la piedad de las dos mujeres.

      Dio, apretando la moneda con la mano, una veintena de pasos más y se paró de cara al río y al Palacio de Invierno. No había ni una nube en el firmamento y el agua del Neva —algo asombroso— era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (ese era justamente el punto de la ciudad desde donde se veía mejor) emitía vivos reflejos. Hasta los menores detalles de la decoración de la fachada se podían ver en el transparente aire.

      Ya estaba desapareciendo el dolor del latigazo, y Raskolnikof, se olvidaba de la humillación sufrida. Lo dominaba un pensamiento vago pero inquietante. Se mantenía paralizado, con los ojos fijos en la distancia. Ese lugar le era conocido. Tenía la costumbre de detenerse allí cuando iba a la universidad, sobre todo al volver (más de cien veces lo hizo), para observar el magnífico paisaje. En esos instantes experimentaba una sensación confusa que no podía precisar y que le llenaba de sorpresa. Ese cuadro resplandeciente se le mostraba frío, algo así como sordo y ciego a la agitación de la existencia... Lo desconcertaba esta triste y enigmática impresión que recibía invariablemente, pero no se detenía a analizarla: la tarea de buscarle una explicación siempre la dejaba para más adelante...

      Ahora recordaba esas incertidumbres, esas vagas emociones y este recuerdo, en su opinión, no era meramente casual. El simple hecho de haberse parado en el mismo lugar que antes, como si hubiese pensado que podía tener las mismas ideas e interesarse por los mismos entretenimientos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía ilógico, raro y hasta algo cómico, a pesar de que su corazón estaba oprimido por la amargura. Tenía la sensación de que todo este pasado, sus pensamientos y propósitos de antes, los objetivos que había perseguido, la grandiosidad de aquel panorama que tan bien conocía, se hundió hasta esfumarse en un abismo abierto a sus pies... Le parecía que había echado a volar y miró desde el espacio como todo aquello desaparecía.

      Se dio cuenta cuando hizo un movimiento instintivo de que todavía tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un instante mirando fijamente la moneda y después alzó el brazo y la lanzó al río.

      En seguida comenzó el regreso a su casa. Tenía la impresión de que, como con unas tijeras, había cortado tan limpiamente todos los lazos que lo unían a la existencia, a la humanidad...

      Cuando llegó a su cuarto ya caía la noche. Había estado,


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