Crimen y castigo. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
voz fuerte—. Si eres funcionario, ¿por qué no te encuentras en una oficina del Estado? ¿Por qué no trabajas?
—Señor, ¿que por qué no me encuentro en una oficina? —dijo Marmeladof, hablándole a Raskolnikof, como si este le hubiera hecho la pregunta—. ¿Usted dice que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que para mí no es un sufrimiento esta impotencia? ¿Usted cree que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof le pegó a mi esposa el mes pasado, en un instante en que yo estaba ebrio perdido? Contésteme, muchacho: ¿usted no se ha visto en la circunstancia... en la circunstancia de tener que solicitar un préstamo sin ninguna esperanza?
—Sí... Pero, ¿usted qué quiere decir con eso de “sin ninguna esperanza”?
—Pues, cuando digo “sin ninguna esperanza”, quiero decir “sabiendo que uno va directo a un fracaso”. Usted, por ejemplo, está seguro por anticipado de que cierto caballero, un ciudadano íntegro y útil a su nación, jamás le prestará dinero y por nada de este mundo... Dígame, ¿por qué se lo ha de prestar? Él sabe perfectamente que yo nunca se lo devolvería. ¿Por misericordia? El señor Lebeziatnikof, que siempre está al corriente de las nuevas ideas, el otro día decía que la misericordia está prohibida a los hombres, incluso para la ciencia, y que así sucede en Inglaterra, donde la economía política impera. Dígame, ¿cómo es posible que me preste dinero este hombre? Pues bien, incluso sabiendo que nada se le puede sacar, uno se dirige hacia allá y...
—Pero ¿por qué se dirige hacia allá? —le interrumpió Raskolnikof.
—Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien acudir. Todas las personas necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un instante en que uno siente la necesidad de ir a algún lugar, a cualquier parte. Por eso, cuando mi única hija fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo fui con ella... (ya que mi hija está registrada como... ) —agregó entre paréntesis, mirando al muchacho con expresión algo intranquila—. Señor, eso no me importa —se apuró a decir cuando los dos chicos se rieron detrás del mostrador, e incluso el cantinero no pudo evitar sonreír—. De verdad eso no me interesa. No pueden turbarme los gestos de desaprobación, pues esto lo conoce todo el mundo, y no hay enigma que no termine por ser descubierto. Y yo veo todo esto no con desprecio, sino con conformismo... ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo. Escúcheme, muchacho: ¿usted podría?... No, hay que buscar otra expresión más significativa, más fuerte. ¿Usted se atrevería a afirmar, mirándome a los ojos, que no soy un cerdo, un ser repulsivo?
El muchacho no respondió.
—Bien —dijo el orador, y aguardó con un aire sereno y digno el final de las carcajadas que acababan de estallar de nuevo—. Bien, yo soy un cerdo y ella una auténtica dama. Yo soy una bestia, y Catalina Ivanovna, mi mujer, es una dama bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado que yo soy un granuja y que ella tiene un corazón enorme, una perfecta educación y sublimes sentimientos. No obstante... ¡Ah, si ella hubiera sentido compasión por mí! Y es que los hombres necesitamos que alguien nos compadezca. Pues bien, Catalina Ivanovna es muy injusta, a pesar de su grandeza de alma..., aunque yo entiendo perfectamente que cuando me tira del cabello lo hace solo por mi bien. Muchacho, te repito sin vergüenza, ella me tira del cabello —volvió a insistir en un tono más digno todavía, al escuchar las risas nuevamente—. ¡Ah, Dios mío! Si ella, solo una vez... Pero, ¡bah!, inútiles palabras... No charlemos más de esto... Pues es la verdad que, más de una vez, mi deseo se ha visto satisfecho; sí, en más de una ocasión me han compadecido. Pero mi temperamento... Soy un bruto irremediable.
—Muy de acuerdo —dijo el cantinero, bostezando.
Marmeladof dio en la mesa un puñetazo muy fuerte.
—Sí, un bruto... Señor, sepa usted que hasta sus medias me he bebido. No los zapatos, compréndame, pues, en medio de todo, esto sería algo en cierta forma lógico; las medias, no los zapatos. Y también me bebí su chal de piel de cabra, que le pertenecía, ya que se la habían obsequiado antes de nuestra boda. Entonces habitábamos en un gélido cuartucho. Ahora es invierno; ella se enfría mucho; comienza a toser y escupe sangre. Tenemos tres pequeños hijos, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Lava a los niños, lava la ropa, friega. Desde su más tierna infancia está habituada a la limpieza... Y todo esto con un pecho delicado y frágil, con una predisposición a la tuberculosis. Realmente yo lo siento. ¿Piensan que no lo siento? Sufro más cuanto más bebo. Me entrego a la bebida por eso, para sentir más, para sufrir más. Para sufrir más hondamente, yo bebo.
Con un gesto de desesperación inclinó la cabeza.
—Muchacho —siguió al tiempo que se erguía nuevamente—, en su semblante creo leer la manifestación de un sufrimiento. Tuve esta impresión apenas lo vi entrar. Por eso he buscado hablar con usted. Si le narro la historia de mi vida no es para entretener a estos holgazanes, que, además, ya la saben, sino porque quiero que me oiga un hombre educado e instruido. Mi mujer, sepa usted, se instruyó en un pensionado aristocrático e ilustre de la provincia, y que el día en que regresó bailó la danza del chal ante el gobernador provincial y otras altas y distinguidas personalidades. La premiaron con un diploma y una medalla de oro. Hace mucho tiempo se vendió… la medalla. Con respecto al diploma, mi mujer lo guarda en su baúl. Hace poco se lo enseñó a nuestra patrona. A pesar de que estaba a matar con esa mujer, lo hacía porque sentía la necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus triunfos pasados y de recordar sus épocas dichosas. Yo no se lo critico, ya que solamente tiene estos recuerdos: todo lo demás se ha esfumado... Sí, es una mujer intratable, enérgica, orgullosa. Ella misma friega el suelo y come pan negro, pero de nadie toleraría la más mínima falta de respeto. Aquí tiene usted la explicación del porqué no permitió las insolencias y groserías de Lebeziatnikof; y cuando este para vengarse, la golpeó, ella tuvo que guardar reposo, no por los golpes que recibió, sino por razones de tipo sentimental. Cuando contraje matrimonio con ella, era viuda y tenía tres hijos pequeños. Fue por amor su primer matrimonio. El esposo era un oficial de infantería con el que se escapó de la casa paterna. Catalina adoraba a su esposo, pero él se entregó al juego, tuvo problemas con la justicia y falleció. Él la golpeaba en los últimos tiempos. Ella nunca se lo perdonó, lo sé con toda seguridad; no obstante, aun ahora, cuando lo recuerda, llora, y entre él y yo establece comparaciones poco halagadoras para mi amor propio; pero yo se lo permito, porque de esa manera ella se imagina, al menos, que ha sido algún día dichosa. Tras el fallecimiento de su esposo, se quedó muy sola con sus tres pequeños hijos en una zona distante y salvaje, donde entonces yo estaba. Vivía en una miseria tan aterradora, que yo soy incapaz de describirla, aunque he visto los cuadros más dolorosos y tristes. La habían abandonado todos sus familiares. Era orgullosa, excesivamente orgullosa. Entonces, señor, fue entonces, como ya le dije, cuando yo, también viudo y con una hija de catorce años de edad, le extendí mi mano, ya que no podía verla sufrir de esa manera. El hecho de que aceptara contraer matrimonio conmigo, siendo una dama educada, instruida y de una excelente familia, le permitirá entender a qué punto llegaba su miseria. Dijo que sí retorciéndose las manos, llorando, sollozando; pero dijo que sí. Y es que no tenía adónde ir. Señor, ¿usted se da cuenta exacta de lo que implica no tener dónde ir? No, usted todavía no lo puede entender... Durante un año completo cumplí honestamente con mi deber, sana y santamente, sin ni siquiera probar eso —e indicaba con el dedo la media botella que tenía frente a él—, debido a que yo soy un hombre sentimental. Pero no logré conquistarla. Mientras tanto, quedé destituido, no por mi culpa, sino debido a algunas transformaciones burocráticas. Me entregué entonces al licor... Hace ya año y medio que, después de mil sinsabores y peregrinaciones permanentes, nos instalamos en esta capital maravillosa, engalanada bellamente por innumerables monumentos. Aquí hallé un trabajo, pero lo perdí rápidamente. ¿Entiende, señor? En esta ocasión yo tuve la culpa: el vicio de la bebida ya me dominaba. En este momento habitamos en un rincón que Amalia Ivanovna Lipevechsel nos alquila. Pero, ¿cómo pagamos el alquiler? ¿Cómo vivimos? Eso no lo sé. Viven otros muchos inquilinos en la casa: eso es un auténtico infierno. Mientras tanto, ha crecido la hija que tuve de mi primera esposa. Y prefiero obviar todo lo referente a lo que su madrastra la ha hecho sufrir. Catalina Ivanovna, aunque posee sus sentimientos magnánimos, es una mujer irascible e incapaz de dominar sus impulsos... Sí, ella es de esa