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Si el tiempo no existiera. Rebeka LoЧитать онлайн книгу.

Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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Hacía rato que había dejado de prestarles atención y me entretenía rascando a Beo tras las orejas. Para convencer a Bernal de que le dejara entrar había hecho falta la mejor cara de desolación perruna.

      —¡Lo tengo! —exclamó risueña.

      Bernal estaba apoyado en la repisa de la chimenea, la miró con expresión divertida.

      —Adelante, somos todo oídos.

      —Tu sobrina, la presentaremos como tu sobrina. Puede ser la hija de un hermano en el extranjero al que no ves desde hace tiempo. Ha venido a visitarte porque su padre quiere retomar el contacto y la envía a mediar —expuso con entusiasmo.

      —¿Mi sobrina? ¿Con esa piel del color de la nata? No se lo va a creer nadie —objetó Bernal.

      —Empieza a creértelo tú porque es lo que vamos a contar.

      Fecharon mi nacimiento el día de Navidad del año del Señor de 1376. Según Constanza, los bebés de invierno eran pálidos, delicados y menos fornidos debido a la falta de sol en los primeros meses de vida. Justificaban así que yo no hubiera «heredado» ni un ápice del potente físico de mi «tío».

      —No me acuerdo de gran cosa, pero de lo que estoy segura es de que no tengo dieciocho años —apunté.

      Resoplaron al unísono.

      —Pues vas a tenerlos, no podemos explicar de otro modo que sigas soltera y no tengas alguna tara.

      Ahora fui yo la que resoplé.

      Capítulo 5

      ASÍ TE VEN, ASÍ TE TRATAN

      Bernal, que había pasado allí la noche, estaba de un humor estupendo cuando entró en el comedor para dar buena cuenta del abundante desayuno que se había servido sobre la mesa principal. Yo ya hacía rato que había abandonado mi confortable cama atraída por los olores que procedían de la planta inferior.

      —Vaya… nada como una buena noche de descanso para elevar el espíritu ¿verdad, capitán? —dije con ironía.

      —Desde luego —respondió tranquilamente ignorando la malicia de mi comentario y me pasó un bol con fruta—. ¿Uvas?

      Negué con la cabeza, si las uvas que me ofrecía procedían de la parra del jardín serían algo ácidas.

      —Y dime, Blanca, ¿eres siempre tan mojigata?

      Dejé escapar una risita.

      —No, es decir, creo que no lo soy, aunque no podría asegurarlo…

      Bernal se inclinó hacia delante, estaba sentado frente a mí.

      —Ah, claro. No recuerdas nada… —dijo sonriendo y a continuación bajó la voz como para hacerme una confidencia—: porque si no fuera así me lo dirías… ¿verdad?

      Tragué saliva, no creía que fuera el momento más indicado para sincerarme y revelarle que creía que había llegado hasta allí saltando entre cuerdas temporales. Faltaban más de quinientos años para que se formulasen teorías al respecto. ¡Por el amor de Dios, si todavía no sabían ni que la Tierra era redonda! Al menos no los castellanos, claro que solo faltaban unos pocos años para que el huevo de Colón acabara por convencerles.

      Un sonido de cascos sobre el empedrado de la calle me salvó de tener que dar más explicaciones, aunque la mirada del capitán no dejaba lugar a dudas. La conversación no estaba concluida, solo se posponía.

      Beo, que hasta ese momento dormitaba a mis pies, se enderezó y emitió un gruñido ronco. La puerta se abrió y el ama de llaves, que yo había decidido bautizar como señora Danvers en honor al ama de llaves de Rebeca de Hitchcock, apareció con su gesto imperturbable y su pelo recogido en un impoluto moño tirante.

      —Capitán Villa, ha llegado un emisario del palacio del conde —anunció.

      —Gracias, Elena, hazle pasar.

      ¿Elena? Mrs. Danvers era mucho más apropiado e intrigante.

      El mensajero resultó ser un joven de aspecto insignificante y gastadas botas polvorientas. Le entregó una carta lacrada que contenía un escueto texto. Por lo que pude ver, y os aseguro que me esforcé en ello, estaba firmada por la floreada letra de un tal Lope Cortés de Parres. Fiero defensor de Gixón y abuelo de Hernán Cortés, pero esa es otra historia u otro salto.

      —¿Qué ocurre? —pregunté.

      —Se requiere mi presencia inmediata en el palacio condal. Tengo que irme —dijo levantándose de un salto—. Y tú no te muevas de aquí hasta que yo vuelva, ¿está claro?

      Asentí. Sería fácil cumplirlo, en realidad no tenía ningún otro sitio a donde ir.

      Salí al patio, el sol ya calentaba lo suficiente como para sentarse a disfrutarlo. Beo olfateaba los rosales con interés y tuve que detenerle cuando comenzó a hacer las veces de jardinero improvisado lanzando tierra a diestro y siniestro con las patas traseras. Le convencí a base de arrumacos. Entornó aquellos maravillosos ojos dorados con deleite.

      —¡Blanca! ¿Has visto a Bernal? Ese hombre es incapaz de quedarse quieto.

      La voz procedía del piso superior. Constanza estaba apoyada en la barandilla del corredor al que daban todas las habitaciones del primer piso.

      —Ha tenido que ir a palacio —contesté elevando el tono de voz y colocando la mano a modo de visera sobre los ojos para evitar los rayos de sol.

      —En ese caso… tendremos que buscar algo en lo que entretenernos. ¡Ahora mismo bajo! —dijo con su voz cantarina.

      Estaba deslumbrante en un vestido de seda granate que acompañaba con una capa brocada, más bien ERA deslumbrante. Constanza Valeri cumplía con todos los requisitos físicos de una mujer italiana. Hermoso pelo oscuro ensortijado y un cuerpo que sin duda había hecho perder la cabeza a más de uno. Se había casado joven con un médico de cierta fama, lo que le había permitido vivir acomodadamente. Su esposo era un hombre de ideas avanzadas y compartió con su joven esposa su pasión por los libros, por lo que Constanza tenía unos conocimientos muy superiores a lo común entre las mujeres de la época. Era mujer decidida e inteligente capaz de defender sus derechos y hacer valer su posición lo que le había permitido administrar los negocios de su marido tras su muerte con habilidad.

      Todavía no me había contado cómo y cuándo entró en su vida el capitán asturiano, pero en cuanto tuviera la mínima oportunidad pensaba someterla a un tercer grado. Me moría por conocer la historia. Tenía que reconocer que Bernal era un hombre con un atractivo poderoso. El tipo de hombre que parece protegerte hasta con su sombra y que tú deseas que te proteja. Era tierno, le había visto jugar con Beo a pesar de sus protestas iniciales, y comprensivo. Con una mente aguda, una risa contagiosa y unos músculos de acero puro. No me extrañaba nada las miradas nerviosas que generaba a su paso. Si yo misma no hubiera estado tan aturdida con mi propia situación hubiera temblado en su presencia.

      —Estoy lista. —Me tendió una capa similar a la suya—. Andiamo.

      En los últimos días me dedicaba a seguir a alguien la mayor parte del tiempo así que lo hice también en esta ocasión sin rechistar.

      Llegamos al centro de la villa paseando. No parecía que estuviéramos sitiados, había actividad y no percibía signos de escasez. Se lo comenté a mi anfitriona a la que ya me apetecía llamar amiga.

      —No te dejes engañar. La villa tiene la ventaja de estar abierta al mar así que no nos faltan víveres e incluso cosas menos imprescindibles. Pero si te fijas puedes ver la presencia del ejército por todos lados. Son guerreros bravos estos asturianos, todavía recuerdo el anterior intento del rey de acercarse a parlamentar —se rio—. ¡Lo recibieron a ballestazos! Los astures son gente noble y fuerte. Cuando deciden apostar por una causa lo dan todo, aunque sea una absurda como el empecinamiento del conde Enríquez en ser rey. Ese hombre nunca se cansa de conspirar, tiene una insaciable sed


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