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Si el tiempo no existiera. Rebeka LoЧитать онлайн книгу.

Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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una niña descubierta en una travesura. Pegué la espalda a la pared. Bernal sonrió de nuevo antes de bajar la cabeza para besar a Constanza. Él sabía que yo estaba ahí incluso aunque no pudiera verme. Parecía ser capaz de detectar mi presencia en cualquier lugar o circunstancia.

      No quería que me pillaran cotilleando, pero sentía curiosidad. ¿Cómo sería ser una mujer como Constanza? Con su aspecto, su inteligencia, su gracia… Y con el poder para mantener a su lado a un macho alfa como Bernal. Siempre me habían llamado la atención ese tipo de parejas. Tan sobresalientes, por llamarlas de algún modo. Y tan distintas a mí. Yo era un claro ejemplo de término medio, ni guapa ni fea, ni lista ni tonta…, una media aritmética de libro. Pero ellos brillaban. En fin, que me hubiera dado el tema para un proyecto de fin de carrera. Beo esperaba con paciencia a que me decidiera entre seguir adosada a la piedra de la pared o moverme. Me rascó con energía.

      —Vale, vale, ya me muevo.

      Empezó a sacudir la cola con entusiasmo, como si le hubiera dado la mejor noticia de su vida. Así son los perros.

      —La condesa Isabel me ha interrogado discretamente sobre ti.

      Bernal había vuelto temprano y al descubrirme en la biblioteca se había sentado a acompañarme.

      —¿Por qué? —pregunté cándidamente.

      —Ponte en su lugar. No son buenos tiempos para aparecer de la nada. Los condes vigilan bien las entradas y salidas de la villa. Que tú hayas logrado burlar esa vigilancia levanta sospechas —dijo con serenidad.

      —Pero me llevó al campamento real —objeté.

      —Exactamente, deseaba ver tu reacción.

      —¿Mi reacción? No te comprendo.

      No se fiaba de mí, no podía criticarla por eso. Pero el hecho de que estuviera emparentada con un capitán de su ejército la hacía ser prudente.

      —Quería ver algún signo que le revelara de qué bando estás —explicó—. Es una mujer muy astuta, de haber nacido varón hubiera sido un gran estratega. Su visión es más amplia que la del mentecato de su marido.

      —Pero tú le sirves…

      —Yo soy un soldado, Blanca, hago lo que se me ordena. Lo cual no quiere decir que lo comparta.

      Tuve claro que yo no habría podido ser soldado. Cualquier intento de imponerme algo sin más desataba de inmediato mi vena rebelde.

      —¿Y qué le has dicho a la condesa? —quise saber.

      —Lo que acordamos. Que eras mi sobrina, que me habías traído noticias de mi hermano y todo eso.

      —¿Y sobre el modo en que llegué?

      —Ese punto me costó un poco más, no estaba preparado. Pero de pronto recordé lo que tú misma me contaste al conocerte, lo de que venías con unos corraxos.

      —¿Qué son los corraxos? —le pregunté.

      —Los peregrinos. Me pareció que era una buena idea. Los peregrinos van y vienen, así que no podría encontrarlos para interrogarlos después de tantos días. Además, los caminos no son muy seguros. Hay grupos de bandidos que merodean saqueando a los viajeros o violando a las damas, así que viajar con un grupo podría ofrecerte cierta protección. Le ha extrañado que no te acompañara algún sirviente y he tenido que inventarme que cayó precisamente a manos de unos malhechores a mitad del viaje.

      Asentí, aunque no me quedé del todo tranquila, Bernal debió de notarlo porque añadió:

      —De momento parece haber quedado satisfecha, pero ten cuidado y no des pasos en falso. Tu historia podría relacionarse con el oscurantismo y eso no es nada bueno. Aunque en Asturias creemos en las leyendas, ver a una encarnada y caminando tranquilamente por las calles no le gustaría a la Iglesia. —Hizo una pausa—. Y es muy poderosa.

      Todo este tiempo no había sido realmente consciente. Existían peligros a mi alrededor en los que ni siquiera había pensado. Bernal me había cuidado y arropado desde mi llegada sin pedirme nada a cambio. Confortándome y protegiéndome. Noté el familiar cosquilleo en la nariz que precedía a las lágrimas, de modo que evité mirarle.

      —Bernal, hay algo que me gustaría preguntarte.

      Posó en mí aquellos hermosos ojos verdes, tan limpios.

      —Adelante —respondió con calma.

      —¿Por qué me estas ayudando? Apenas sabes nada de mí…

      —Yo también podría preguntarte por qué aceptas la ayuda de un completo desconocido sin recelar.

      Me encogí de hombros.

      —Me fío de ti —contesté.

      Cruzó los enormes brazos y levantó la vista de un modo que hubiera derretido un iceberg. Le miré con otros ojos por un fugaz instante, sintiendo la boca del estómago encogerse y la misma sensación trepando hasta mi garganta.

      —¿No se te ha ocurrido pensar que quizás me siento atraído por ti?

      Abrí la boca sorprendida, no había considerado esa posibilidad. Era remota, pero… factible, después de todo, yo era una mujer y él un hombre, y bastante apetecible para ser sincera. Yo cumpliría veinticuatro años en unos meses. Le calculaba a Bernal unos seis o siete más a lo sumo, un hombre en plenitud. Sin embargo, no creía que esa fuera su motivación. Había sido testigo de la química existente entre Constanza y él.

      —Aunque me sentiría halagada sabiendo que un hombre como tú me tiene presente en sus pensamientos, no creo que esa sea la razón.

      Sonrió bajando la cabeza. El tipo de sonrisa indescifrable que mantiene a salvo los corazones.

      —Llegará el momento en que los dos tendremos que desvelar secretos. Hasta entonces, mi respuesta a tu pregunta es la misma que tú me has dado: me fío de ti. Por ahora es suficiente —añadió—. Y saca a ese perro tuyo a desfogar o no quedará una sola rosa en el patio. Nunca he visto a nadie cavar con ese ímpetu.

      Reímos. Beo era generalmente un perro tranquilo y protector, pero bastante aficionado a enterrar tesoros, y el patio empezaba a parecer invadido por una cuadrilla de topos. Silbé y apareció de inmediato meneando su espesa cola. Salimos en dirección a la playa. Necesitaba correr. Como no teníamos pelota yo había improvisado una con trapos. Se la lancé varias veces, era incansable, podríamos haber estado así durante horas, pero una gaviota intentó adueñarse del juguete y Beo se lanzó frenético a perseguirla. Noté que alguien nos observaba a lo lejos. Empequeñecí los ojos para tratar de distinguir de quién se trataba. Solo alcancé a ver la impresionante silueta de Samuel Waters alejándose a toda prisa hacia el puerto.

      Capítulo 11

      PREPARANDO UNA INCURSIÓN

      —Llegáis tarde, señor Waters.

      El capitán Paye estaba enfrascado en revisar un montón de papeles y cartas de navegación.

      —Lo siento, capitán. Me ha demorado un asunto pendiente.

      Paye siguió revolviendo entre el montón de papeles y simplemente preguntó:

      —¿Asunto solucionado?

      —Desde luego, señor. —Esbozó una media sonrisa y adoptó una posición de reposo castrense con las manos a la espalda y las piernas ligeramente separadas.

      Arripay siguió sin mirarle.

      —¿Y, por casualidad, ese asunto tenía… faldas?

      Sam carraspeó.

      —Ejem… es posible, señor.

      El corsario soltó una tremenda risotada y palmeó la espalda de su primer oficial con tanta fuerza que este se dobló hacia delante. Arripay era un portento físico.

      —Así


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