Эротические рассказы

Magdalena. Joaquín VergaraЧитать онлайн книгу.

Magdalena - Joaquín Vergara


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Ya os arreglaréis.

      Se fue en busca de su coche casi a la carrera, con su raído maletín en la mano.

      A Pepona le prepararon una tila las vecinas. La muchacha, como es natural, se había quedado pálida con la sorpresa. ¡Cuántas emociones y novedades en tan poco tiempo! ¡Si es que no salían de una para entrar en otra…!

      ¿Qué diría su padre cuando se enterara? Era tan particular, tan suyo…

      El abuelo, cuando vio que le habían preparado a su nieta aquella infusión, dijo, muy inocente:

      —¿Y si me hicierais a mí un tazoncito de chocolate?

      Rieron las vecinas con la ocurrencia del viejo y, cuando menos lo esperaban, apareció Magdalena hecha una trágica: desmelenada, ojerosa, sin delantal y con el vestido a medio abrochar.

      Las comadres y algunos de sus hijos, que andaban por allí, esperaban que se echara a llorar, que se quejara, que se lamentara por lo impropio de aquel embarazo tan tardío e inesperado.

      Pero en lugar de eso, se le ocurrió decir:

      —¿Quién me iba a decir a mí que, a mis años, iba yo a llevarme esta alegría tan grandísima?

      Las vecinas, a coro, estallaron en carcajadas cuando la oyeron, mientras la abrazaban, enternecidas. ¡Qué cosas tenía Magdalena…! ¡Desde luego, era única!

      Los hijos se quedaron petrificados con la noticia.

      Pepona, por su parte, agachó la cabeza y, sin querer, se sintió un poco avergonzada: como si sus padres hubieran hecho algo prohibido. Pero enseguida rechazó este pensamiento.

      Aunque, sin poder evitarlo, pensó:

      —Sin duda, mi madre no está bien. Es buenísima, lo sé, pero sus reacciones me hacen pensar que no está muy centrada de la cabeza. Y lo peor es que no sé si lo habrá estado alguna vez…

      Capítulo V

       LA HISTORIA DE GABRIEL

      Gabriel —ese personaje que, hasta ahora, ha aparecido como desdibujado— había llevado sobre sus espaldas una buena dosis de sufrimientos a lo largo de su vida.

      Hijo único, con todos los inconvenientes que esto suele acarrear, quedó sin padre cuando contaba seis años.

      Pascual, que así se llamaba su progenitor, había hecho lo que vulgarmente se conoce como «una boda por interés». O, al menos, eso es lo que siempre se había rumoreado entre las gentes del lugar.

      Pascual Calvete era natural de allí, de Trigales Verdes, y desde muy joven había sido tratante de tierras y ganado. Era un hombre muy popular, de buena presencia, simpático en apariencia, dicharachero, un tanto chulesco, atractivo para las mujeres, con escaso trabajo… y con pocas pesetas en el bolsillo.

      Su esposa era extremeña. Se conocieron en uno de los viajes que, con frecuencia, hacía Pascual a aquella región. Doña Paca, que había perdido a su padre poco tiempo antes, acababa de vender su finca y su ganado; y Pascual había intervenido en el trato.

      Hija única, de un nivel social más alto que él, quedó en posesión de un «capitalito» que, sin ser nada del otro jueves, estaba muy saneado.

      El astuto y mujeriego Pascual, que era muy diestro en el arte de requebrar a las mujeres y de cortejarlas, consiguió enamorarla. Y, poco después, contrajo matrimonio con ella, llevándosela a vivir a su pueblo, quizás con la intención de poder presumir ante sus paisanos de tener una esposa adinerada: porque era muy dado a la ostentación.

      Paca no puso el menor reparo, porque estaba deseando cambiar su lugar de residencia y poder respirar otros aires. Debido a su carácter, seco y un tanto huraño, se encontraba muy sola en la ciudad que la vio nacer.

      El dinero de la mujer, al casarse, pasó a ser administrado por su marido, que lo invirtió en comprar una porción de tierras de labranza, así como la casona donde habían vivido desde su matrimonio, que, por circunstancias de la vida, les salió casi regalada.

      Hay que reconocer que al principio Pascual no era un mal administrador. Pero su mujer, que había ido al altar muy enamorada de él, cuando se fue dando cuenta de las razones por las que se había casado con ella —tenía numerosas pruebas: juergas casi constantes, desinterés total por su persona, borracheras frecuentes, trato con mujeres de vida disipada—, sufrió muchísimo por dentro. Como es lógico, se enzarzaron en habituales discusiones: siendo ella una mujer de carácter, no podía resignarse a que el manirroto Pascual derrochara su dinero. Ni, menos aún, el de su hijo.

      Su matrimonio estaba a punto de romperse cuando el hombre murió repentinamente, con poco más de cuarenta años.

      La señá Paca no era de hierro, aunque lo pareciera. Pero, ante la gente, sabía disimular con la máxima dignidad, mientras trataba de compensar su fracaso matrimonial a base de delirios de grandeza, que, sobre todo, consistían en exagerar —e incluso mentir— acerca del noble linaje de su familia.

      Esto, unido a su altivez y a su aire desdeñoso con los que ella juzgaba que no le interesaban, no la favorecía lo más mínimo, por lo que, lógicamente, fue adquiriendo fama de antipática al poco tiempo de llegar a Trigales Verdes.

      No se podía considerar que doña Paca y su hijo fueran una familia rica —nada comparable su mediano capital a la cuantiosa fortuna de don Eufrasio, por ejemplo—, pero vivían muy holgadamente. Aparte de la casona, poseían, como ya dije, una porción de tierras, muy cercana al pueblo, que contaba con una casita pequeña y con un huerto que les proporcionaba verduras y frutas.

      La señora —ya lo habíamos dicho— tenía un carácter difícil, áspero, autoritario. Su hijo, en cierto modo, no había llegado a conocer lo que significa la dulzura de una madre, aun siendo consciente de que la suya estaría dispuesta a dar su vida por él.

      Por contraste, Gabriel había tenido idealizada la figura de su padre: lo recordaba, vagamente, como un hombre risueño, de carácter abierto y jovial, al que no veía a diario, pero con el que disfrutaba muchísimo y con el que había compartido juegos inolvidables. Aunque, desde algún tiempo atrás, el hombre se iba ausentando cada vez más de su casa.

      Los años transcurridos desde la muerte de Pascual, en lugar de borrarlo de sus recuerdos, fueron aumentando en el niño aquella idealización de su imagen y, aunque Gabriel era de carácter alegre, siempre tuvo clavada la espina de haberlo perdido tan pronto.

      El muchacho, finalizados sus estudios primarios, hizo el bachillerato estudiando en el pueblo, ayudado por un maestro y un licenciado; y yendo a examinarse a la capital, que estaba a unos veinte kilómetros de allí. Aprobaba los cursos sin demasiado esfuerzo, aunque nunca fue un estudiante destacado.

      Cuando le llegó la hora de entrar en la universidad abandonó los estudios.

      En Trigales Verdes, entonces, casi nadie hacía carrera. Su madre le insistió para que siguiera estudiando, pero el muchacho se negó en redondo, poniendo como pretexto que alguien tenía que hacerse cargo de las tierras, que en el pueblo era más fácil obtener un empleo… y que no quería dejarla sola.

      Las circunstancias de la muerte de su padre no las conoció Gabriel hasta que, recién acabados sus estudios, un amigo suyo, mientras iban paseando, le contó la verdad. Y lo hizo con una tranquilidad y desfachatez como si aquel secreto, tan traumatizante para él, hubiera sido la cosa más nimia del mundo.

      Su amigo le dijo:

      —¿Sabes de lo que me he enterado acerca de tu familia?

      Gabriel negó con la cabeza, presintiendo, al ver cierta malicia en la expresión del otro, que le iba a revelar algo muy grave. A punto estuvo de decirle que no le interesaban los chismorreos de la gente; pero, por otra parte, sentía una lógica curiosidad.

      El amigo continuó:

      —Dicen que tu padre


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