Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry NewmanЧитать онлайн книгу.
la culpabilidad de uno o de otro, y las razones que determinan la diferencia de trato son puramente accidentales y externas a los dos individuos. Del mismo modo oímos a veces cómo se diezman prisioneros, es decir, cómo se procede a ejecutar uno de cada diez, y se deja el resto. Así sucede, salvadas las distancias, con los juicios de Dios, aunque no podemos averiguar sus razones. El Señor no está obligado a librar a ningún pecador. Podría sentenciar a todos. Lo indico solamente para mostrar cómo nuestros criterios de justicia aquí abajo no eliminan diferencias en el tratamiento dispensado a unos hombres o a otros. El Creador concede tiempo a un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte repentina. Permite que uno muera con los últimos sacramentos, mientras otro muere sin un sacerdote que reciba su imperfecta contrición y le absuelva. Uno muere perdonado y el otro tal vez no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva.
Algunos se han perdido por su primera falta. Este fue, según enseñan los teólogos, el caso de los ángeles rebeldes. Mediante un solo pecado, un pensamiento perfecto de orgullo, perdieron su estado primero y se convirtieron en demonios. Hay santos que testimonian ejemplos de hombres, incluso de niños, que, de igual modo, han proferido una blasfemia u otra falta deliberada y han sido visitados a continuación por la justicia divina. Casos similares aparecen en la Sagrada Escritura. Me refiero al sobrecogedor castigo de un solo pecado, sin atención a la virtud o distinción del pecador. Adán, por una sola falta, pequeña en apariencia —comer el fruto prohibido—, perdió el paraíso y causó la ruina de toda su descendencia. Los betsamitas se atrevieron a mirar el Arca del Señor y en consecuencia murieron más de cincuenta mil. Oza tocó el Arca con la mano para evitar que cayera y quedó muerto en el sitio por su imprudencia. El hombre de Dios de Judá comió pan y bebió agua en Bethel, contra el mandato divino, y fue devorado al poco tiempo por leones. Ananias y Safira mintieron y cayeron muertos apenas habían terminado de hablar. ¿Quiénes somos para que Dios aguarde por más tiempo nuestro arrepentimiento, cuando no esperó a juzgar a quienes pecaron menos que nosotros?
EL SILENCIO DE DIOS
Queridos hermanos, estos pensamientos presuntuosos nacen de una noción incorrecta acerca de la gravedad del pecado en sí. Somos culpables, e incapaces por tanto de actuar como jueces en causa propia. Nos amamos a nosotros mismos, defendemos nuestro caso, el pecado nos resulta algo familiar, y, por vanidad, no nos reconocemos perdidos. No sabemos en realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos qué es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y belleza divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al cielo, qué sea el pecado. Aun entonces, solo seremos capaces de odiarlo si tratamos ahora de buscar, alabar y glorificar a Dios; solo advierte la plenitud de maldad contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento, mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como adecuada satisfacción por la culpa. Recibid Su palabra, o más bien Sus obras, como garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un solo pecado grave basta para alejaros de Dios definitivamente.
El hecho de que Dios difiera su juicio, y tengáis ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores, significa solo que, llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres a quienes se permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta, que un día les sorprende la sentencia irreversible. Así como la corriente de un río fluye suavemente cercana ya a la catarata, también la vida de aquellas personas discurre en silencio y tranquilidad. «No padecen los trabajos propios de los hombres, ni sufren penas como los demás». «Sus hogares se mantienen seguros y en paz; la vara del Señor no cae sobre ellos. Sus siervos son abundantes como un rebaño, sus hijos disfrutan y juegan» (cfr. Eccle 2). Así ocurrió a Jerusalén cuando el Señor la abandonó. Nunca había sido tan próspera. Herodes había reconstruido el templo, y los mármoles que lo cubrían, espléndidos de tamaño y belleza, brillaban al sol. Los discípulos dirigieron la atención de Jesús hacia esta circunstancia, pero Él veía solo el sepulcro blanqueado de un pueblo réprobo, y predijo su destrucción: «¿Veis estas cosas? Os aseguro que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (cfr. Mt XXIV, 2). «Al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (cfr. Lc XIX, 42). Oculta, en verdad, permanecía su ruina, pues millones se agolpaban dentro de la ciudad culpable en aquella fiesta anual, y el fin parecía lejano cuando en realidad era inminente.
UN DISEÑO DEL JUICIO DIVINO
¡Qué terrible cambio, hermanos míos, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva! El pobre pecador ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo, no cree en los Sacramentos, ni confía en los sacerdotes. Quizás no oye hablar de la religión católica ni la menciona él mismo, excepto para insultarla o someterla a ridículo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo. Si piensa en la muerte lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su familia vive mucho, y él cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarse de sus actividades, aunque se pregunta cómo empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine, y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. Así tuve, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y le sorprende como ladrón en la noche.
Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas, pero no advierte razones suficientes para negarle la absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna medida de contrición no duró esta más allá de la primera o segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados, y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para acallar su conciencia, y así fue año tras año, sin hacer nunca una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece ante su Dios.
¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran. ¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias