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Por algo habrá sido. Jorge Pastor AsuajeЧитать онлайн книгу.

Por algo habrá sido - Jorge Pastor Asuaje


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todo superado, como si no tuviesen ninguna duda. Eso me pasaba en las asambleas, en los corrillos que se armaban antes y después, y en las charlas del grupo de estudio. Algunos de los que participaban en los actos lo hacían casi con un espíritu deportivo. Recuerdo que había un rubio de pelo largo, muy pintón, que andaba en yunta con otro que también tenía su pinta. Eran un poco más chicos que yo y nos habíamos hecho amigos en las confiterías bailables. Hacían estragos entre las mujeres y les tenía simpatía porque no eran agrandados y no integraban los círculos cerrados del rugby o del Jockey. Después empezamos a encontrarnos en los actos y las marchas, pero un día yo no fui. Para ser franco, no sé si no fui porque tenía algo importante que hacer (ver un partido de fútbol, por ejemplo) o simplemente porque tenía miedo. Cuando uno no está muy convencido de algo, le teme a las consecuencias. Para mí, tirarle una pedrada a un policía o romper una vidriera no era un placer, sino un sufrimiento, un sacrificio que había que hacer por la revolución y resultaba casi tan doloroso como recibir uno mismo la pedrada. Por eso me quedé perplejo cuando el flaco me dijo”no estuviste anoche, no sabés lo que te perdiste. Estuvo buenísimo, fuimos hasta la Chevrolet y la hicimos mierda, le rompimos todos los vidrios”. El flaco me lo contaba como si me estuviese contando un cumpleaños de quince o un baile de las chicas del Misericordia.

      El Yeneral González

      La lucha contra la reforma educativa había sido uno de los motivos, pero habían pasado muchas cosas más, aquí y en el mundo, especialmente en América Latina. A mediados de año en Bolivia el enésimo golpe militar de su historia había derivado en una sucesión de golpes y contragolpes, con presidentes que asumían y eran depuestos en cuestión de horas. En un momento, el general Juan José Torres parecía haberse consolidado en el poder con el apoyo de la Central Obrera Boliviana, de algunos sectores de izquierda y del campesinado. Pero el sueño de retomar y profundizar el rumbo de la revolución del 52 había durado casi un suspiro. Los sectores reaccionarios habían conseguido acumular la fuerza suficiente dentro de las Fuerzas Armadas como para aplastar a sangre y fuego una resistencia desorganizada, encabezada por estudiantes mal armados, mineros aislados y militares indecisos, que cambiaban de bando en medio de la batalla. El resultado de esa lucha había sido la prolongación de la tragedia boliviana en un gobierno que terminaría consolidándose y que sería, de alguna manera, la vanguardia y el ejemplo de la avanzada militar en el Cono Sur. Hugo Banzer Suárez, quien tenía un notable parecido físico a mi fallecido abuelo Simón Asuaje, gobernó hasta finales de la década y volvió a ser presidente de Bolivia en la década del 90; pero por la vía electoral y con el oprobioso apoyo de algunos de los izquierdistas que lo combatieron en el 71.

      La frustrada revolución boliviana repercutió hondamente en la izquierda argentina, incentivando la discusión sobre las alternativas válidas para la toma del poder. En medio de esas discusiones acaloradas sobre si el camino indicado era la insurrección armada, el foco guerrillero o la formación de un frente con los militares, yo era una especie de “Yeneral González”, ese personaje que interpretaba en televisión Alberto Olmedo, caracterizando a un típico militar latinoamericano que asistía como observador a una reunión de altos mandos norteamericanos. El “Yeneral González” navegaba como loco, lo único que sabía en inglés eran los rudimentos que se enseñan en las primeras lecciones: “The cat is black, the dog is yellow “y hacía las mas disparatadas interpretaciones.

      A mí me pasaba lo mismo con los rudimentos del marxismo. Uno de los temas en discusión en el momento, era si el campesinado también podía ser vanguardia de la revolución o si solamente el proletariado estaba en condiciones históricas de hacerlo. Para mi campesinos y proletarios eran lo mismo, para mí eran simplemente dos formas distintas de nombrar la pobreza. Y semánticamente no estaba mal lo que yo pensaba, porque “proletarios” eran los hombres y las mujeres que tenían como única riqueza una gran prole. Pero con el tiempo la palabra proletario había adquirido otra significación política para la izquierda, denominando exclusivamente a los obreros industriales. Ural Pérez era profesor en el Nacional, en otros colegios más y en la universidad. Anarquista histórico, muy apreciado y respetado por todos, era una de las figuras más convocadas a las charlas organizadas por las agrupaciones estudiantiles. Esa vez era en el Liceo y el tema era la situación en Bolivia:

      -¿Usted considera que hay alguna diferencia entre campesinado y proletariado?, pregunté ingenuamente.

      - Lógico, me respondió sorprendido, son dos cosas totalmente distintas: unos son obreros industriales a los cuales el capitalismo les extrae una plusvalía por su trabajo en forma directa, mientras que los otros son pequeños propietarios rurales que comercializan su propia producción y por lo tanto pertenecen a la pequeña burguesía…

      Me sentí como un tonto, había quedado descubierto en mi enorme ignorancia, pero la explicación había sido muy clara y aprendí algo que me quedaría para toda la vida: no tiene los mismos intereses quien trabaja en relación de dependencia que quien trabaja por su cuenta. Pero en ese momento no me entraba en la cabeza que los pobres coyas desarrapados pudiesen ser considerados como “pequeños burgueses”, para mí eran pobres; más pobres que los obreros argentinos y por lo tanto más revolucionarios. Porque consideraba la revolución más una cuestión de sensibilidad por el dolor humano que una necesidad científica en función de la evolución de la historia. Total, de última que carajo importaba que la historia fuera para atrás o para adelante, mientras fuera para el lado de la justicia.

      La frustrada revolución boliviana incidió mucho en la política de la izquierda argentina, porque incentivó la discusión sobre la estrategia para la toma del poder. Los bolivianos, a pesar de su derrota, de alguna manera “bajaban línea” a las agrupaciones argentinas a partir de su rica historia combativa y de la aparente fortaleza de algunas de sus organizaciones de izquierda. La que aparecía como más poderosa en ese momento, vista desde la Argentina, era el POR, Partido Obrero Revolucionario, una organización trotskista que todavía pervive en el Altiplano, con una representatividad minúscula. A mí, particularmente, me impactó mucho esa revolución: pensaba en los estudiantes bolivianos masacrados y en cuantos de ellos a lo mejor habían pasado por La Plata. Cuantos quizás habían caminado bajo los mismos árboles del bosque entre los que caminábamos nosotros, por los mismos senderos de las facultades, por la cincuenta hacia el fondo o por esa callecita que va por adentro, desde ingeniería a arquitectura, soñando con una revolución que los había devorado. En la universidad de La Plata siempre hubo muchos peruanos y unos cuantos bolivianos y latinoamericanos de todas partes, tenía mucho prestigio y venían de todas partes a estudiar. Encima, era gratis, y los extranjeros siempre tuvieron los mismos derechos que los argentinos. Muchos de ellos se aproximaron a la revolución acá y terminaron intentándola en sus países. Los bolivianos ya tenían una historia revolucionaria y una mística, cimentada en el poder sindical de los mineros del estaño y en la experiencia de la revolución del 52, que nacionalizó las explotaciones del subsuelo. Posiblemente, algo hayan aprendido aquí; tal vez no tanto como lo que enseñaron.

      Todos los pelajes

      Había militantes de todas las tendencias, algunos se identificaban abiertamente y otros no. Una de las agrupaciones que más volanteaba y agitaba era la TERS, Tendencia Estudiantil Revolucionaria Socialista, una agrupación de trozkistas que eran muy poquitos, pero incansables. En el Nacional el militante más notorio era Rodolfo, capaz de repartir diez mil volantes en mano en dos horas, hablar en diez asambleas consecutivas y explicar el Programa de Transición en quince idiomas. ¡Si, fuera de joda¡, Rodolfo era una máquina de militar al servicio de un Ejército Rojo imaginario que había salido desde Moscú hacía como sesenta años y venía avanzando por calle uno, arrastrando una horda de kosacos zaristas que venían a sumarse a la revolución proletaria argentina, que se estaba por producir en un ratito nomás, en cuanto las masas terminaran de tomar conciencia y se decidieran a salir a la calle detrás de la vanguardia esclarecida que ya estaba por tomarse el tren a Plaza de Mayo y ¡ojo del que no se apurara! En minutos nomás iba a quedar convertido en cerdo burgués, aliado del imperialismo y de las clases dominantes. Donde quiera que hubiese una asamblea, Rodolfo se subía al mástil y largaba su discurso. Parecía que hubiese nacido con el mástil pegado. Más allá de las diferencias políticas, su sacrificio militante era


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