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Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós. Кэрол МортимерЧитать онлайн книгу.

Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós - Кэрол Мортимер


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al no haber sido capaz de averiguar lo que realmente quería saber: por qué motivo había ido Gabe a ver a sus padres.

      –¿Has venido en coche, Gabe? –le preguntó Richard, cuando se estaban preparando para salir del restaurante–. ¿O quieres que te llevemos a tu casa?

      –Estaba esperando a que Jane se ofreciera a llevarme –contestó Gabe, con los ojos fijos en ella–. He visto que solo has bebido media copa de vino, así que imagino que piensas volver a casa en la furgoneta. Yo he venido en taxi.

      –Yo te llevaré a casa –se ofreció entonces. Al fin y al cabo, era la única posibilidad que todavía le quedaba de sacar el tema sobre la visita a sus padres–. Gracias por la cena –se volvió hacia Felicity–. Lo he pasado muy bien.

      Y era cierto. La comida estaba exquisita, como siempre, y con la otra pareja presente, la conversación había transcurrido de forma fluida. Ni siquiera la presencia de Gabe la había molestado. Tras la tirantez inicial, se había mostrado encantador durante el resto de la noche. De modo que la única preocupación de Jane había sido la cuestión de sus padres.

      –¡Jane! –Antonio abandonó la cocina por segunda vez para salir a despedirse de ella con un cariñoso abrazo–. Tengo dos recetas nuevas que estoy seguro te encantarían –le dijo con voz seductora–. Ven a verme en cuanto tengas tiempo, ¿de acuerdo?

      Jane le contestó afirmativamente, explicándole que tendría que esperar hasta después de Año Nuevo, pues de momento estaba ocupada. Gabe permaneció atento a la conversación con mirada escéptica y sonrisa burlona en los labios.

      –Siento este retraso –se disculpó Jane mientras caminaban hacia la furgoneta tras haberse despedido de la otra pareja–. Antonio y yo somos viejos amigos.

      –Ya lo has dicho antes –afirmó Gabe mientras ella abría las puertas–. Y el hecho de que te haya invitado a probar sus recetas es una buena forma de demostrarlo.

      En cuanto ambos estuvieron sentados en la furgoneta, Jane se volvió hacia él y le dirigió una dura mirada.

      –¡Antonio es un hombre casado!

      –Y a ti no te interesan los maridos de otras mujeres –le recordó Gabe secamente.

      –No me interesan, no –contestó ella mientras ponía en marcha la furgoneta–. Jamás le causaría a otra mujer esa clase de dolor.

      Gabe se reclinó en su asiento, completamente relajado.

      –Entonces es mejor que yo no esté casado, ¿verdad? –dijo con satisfacción.

      Jane no contestó. No estaba muy segura de lo que pretendía decir, ¡ni tampoco de querer estarlo! Eran tantos los motivos que tenía para no involucrarse de ninguna manera en la vida de Gabe, que el que hubiera estado casado habría sido el menor de los problemas.

      –¿No crees que deberías decirme adónde quieres que te lleve? –le preguntó.

      –A Mayfair.

      ¿Cómo no?, se preguntó Jane. Aquel hombre siempre disponía de lo mejor.

      –Te llamé este fin de semana,

      Jane miró a Gabe de soslayo antes de concentrar nuevamente toda su atención en la carretera. No había encontrado ninguno de sus crípticos mensajes en el contestador durante el fin de semana. Pero Gabe ya había dejado suficientemente claro que odiaba esos aparatos.

      Se encogió de hombros antes de contestarle:

      –Ya te advertí que en esta época iba a estar muy ocupada.

      –Te llamé el sábado por la tarde.

      Y el sábado por la tarde Jane había estado en casa de sus padres…

      –Estaba fuera de la ciudad –le explicó. El corazón le latía violentamente en el pecho. Quizá fuera aquella la única oportunidad de abordar el tema que la preocupaba–. En Berkshire. Fui a ver a los Smythe-Roberts, unos conocidos que viven allí –añadió casi sin respiración.

      –Yo también he ido a verlos –asintió él sin darle demasiada importancia–. Así que trabajando el sábado por la tarde –sacudió la cabeza–. Gira a la izquierda. Mi apartamento está en ese edificio de la derecha.

      ¿Cómo que él también había ido a verlos? Jane por fin había conseguido sacar a colación el tema de la visita y él se lo quitaba de encima con una sola frase. Había ido a verlos justo un día antes que ella y les había llevado un ramo de rosas. Quizá mereciera la pena mencionar aquella coincidencia.

      –Qué coincidencia –comentó.

      La expresión de Gabe era inescrutable.

      –¿Que haya alquilado un apartamento en Mayfair? –frunció el ceño–. ¿Conoces a alguien que viva aquí?

      ¡Difícilmente! Quizá en otra época de su vida había tenido amigos que frecuentaban esa clase de ambiente, pero al igual que los amigos de sus padres, la mayor parte de ellos le habían dado la espalda cuando su situación económica había cambiado.

      Además, ¿estaría siendo Gabe deliberadamente obtuso? Probablemente no, admitió a regañadientes, al advertir que todavía parecía confundido por su comentario.

      –Me refería a que también conoces a los Smythe-Roberts.

      –Conocer quizá sea una palabra exagerada. Conocía mucho mejor a su hija.

      Jane se quedó mirándolo fijamente. Todo su cuerpo se tensó ante aquella respuesta. ¿Cómo podía estar diciendo que la conocía cuando tres años atrás prácticamente ni siquiera se habían visto?

      –¿A su hija? –preguntó, sin mostrar excesivo interés, a pesar de que sentía los nervios a punto de estallarle–. No la vi cuando estuve allí.

      –Y no me sorprende –dijo Gabe disgustado. Alzó la mirada hacia su bloque de apartamentos–. ¿Te apetece subir a tomar una copa?

      ¿Le apetecía? Realmente no. Pero si quería continuar aquella conversación con…

      –Preferiría un café –aceptó. Salió de la furgoneta y la cerró antes de seguir a Gabe al interior del edificio.

      En realidad lo último que le apetecía era tomar a esas horas un café que probablemente la mantendría despierta durante toda la noche. Pero quería saber por qué a Gabe no le había sorprendido que Janette Smythe-Roberts no estuviera en casa de sus padres el día del trigésimo aniversario de su boda.

      –¿Descafeinado? –preguntó Gabe cuando entraron en el apartamento.

      –Sí, gracias –contestó ella, mientras lo seguía a su ultramoderna cocina–. ¿Debo suponer que tuviste una relación con la hija de los Smythe-Roberts?

      Sabía perfectamente bien que no había estado involucrado de ninguna manera con ella, pero necesitaba continuar con aquel tema de conversación.

      –Jamás. Tampoco he tenido nunca el menor interés en las niñas ricas y mimadas.

      ¡Niñas ricas y mimadas! Aprovechando que Gabe estaba de espaldas, Jane lo fulminó con la mirada. Podía haber sido mimada por sus padres cuando era joven, pero el matrimonio con Paul había apartado toda clase de mimos de su vida.

      –Los Smythe-Roberts no me parecieron gente especialmente rica –comentó, cuando Gabe se sentó a la mesa con ella.

      –Ni a mí. Pero tenían mucho dinero hace tres años. Lo sé porque yo le compré a David Roberts su empresa. Así que lo único que puedo suponer es que su hija se quedó con todo.

      Jane se quedó mirándolo fijamente. ¿Sería eso realmente lo que pensaba? Que se había marchado con el dinero y había dejado a sus padres viviendo, en comparación con su anterior ritmo de vida, rozando la escasez?

      ¿Acaso no sabía nada Gabe de los gastos a los que habían tenido que hacer frente para saldar las deudas de juego de Paul? ¿Desconocería


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