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Rita y los ladrones de tumbas. Mikel Valverde TejedorЧитать онлайн книгу.

Rita y los ladrones de tumbas - Mikel Valverde Tejedor


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caras de sus compañeros se volvieron hacia ella con expresión expectante.

      –¿Puedo comer algún pastelito más? –preguntó la niña, que había terminado con todos los postres.

      –Claro, claro –respondió Salim, al tiempo que apremiaba a uno de sus hombres para que sirviera una nueva bandeja.

      Rita comió tres dulces más ante la atenta mirada de sus compañeros de mesa, y continuó:

      –La excavación donde trabaja el profesor Hawas está en un lugar que se llama oasis de Falafa o algo así.

      –¡El oasis de Farafra! –exclamó Salim.

      –Sí, ese mismo –se apresuró a decir ella sin pensarlo dos veces.

      –Hemos de prepararlo todo e ir allí cuanto antes –indicó el señor Karlsson, muy serio.

      –¡Traeré un mapa y mi ordenador portátil y veremos cuál es la ruta más adecuada! –dijo Salim antes de levantarse de la mesa con gesto decidido.

      Una repentina actividad inundó el comedor. Los empleados del hostal recogieron las bandejas, la tetera y las tazas que quedaban en la mesa. Mientras tanto, el señor Karlsson hablaba en tono animado con la señorita Paponet.

      Ajena a aquel ajetreo, Rita sintió que un pesado sueño se apoderaba de ella por la gran cantidad de pastelitos que había comido.

      –Perdonen –dijo–. Estoy muy cansada, me gustaría irme a dormir.

      –No se preocupe, vaya a descansar. Nosotros nos encargaremos de planificar el viaje al oasis de Farafra y de prepararlo todo –le dijo de modo amable el señor Karlsson.

      Además del ordenador, Salim había desplegado un gran mapa sobre la mesa.

      –Profesora –llamó su atención la señorita Paponet cuando se disponía a dirigirse a su habitación–. Nos ha sorprendido la información tan detallada que tiene usted sobre la tumba en la que está trabajando el señor Hawas.

      –Es que Daniel Bengoa, el profesor que le está ayudando, es mi tío –respondió ella con naturalidad.

      El señor Karlsson y la señorita Paponet la contemplaron una vez más con admiración mientras ascendía las escaleras que conducían a su habitación.

      Adormilada, se metió en la cama. Junto a la puerta del cuarto se abría una pequeña ventana cubierta por una celosía de madera. A través de ella, tuvo la oportunidad de escuchar la conversación que se iniciaba en el comedor.

      –¿Habéis oído lo que ha dicho? –dijo admirada la señorita Paponet–. ¡Daniel Bengoa es su tío!

      –Sí, la profesora es una niña muy valiente –intervino el señor Karlsson.

      –No había conocido nunca a nadie tan audaz –afirmó la mujer.

      –¡Ya lo creo! A pesar de su juventud, tiene valor para unirse a nuestra banda para ayudarnos a robar lo que su tío y Hawas están descubriendo en la excavación de Farafra.

      –Eso que llaman ustedes valentía, yo lo llamo falta de escrúpulos –señaló Salim, receloso–. No debemos confiar en ella: igual que ha traicionado a su tío, puede hacer lo mismo con nosotros.

      –Salim, entiendo que pueda parecer algo extraño que la dirección de la organización haya enviado a una egiptóloga tan joven –respondió Karlsson–. Pero estoy seguro de que si lo han decidido así es porque hay buenas razones para ello. La organización lleva varios años saqueando hallazgos arqueológicos y robando en museos, y hasta ahora no se ha cometido ningún fallo ni se han producido casos de traición.

      –La profesora Rita ha contestado a mis preguntas con gran seguridad. Yo al menos no dudo de su competencia –añadió la señorita Paponet.

      –Sí, y además dispone de información detallada y muy valiosa. Creo que podemos confiar plenamente en ella –concluyó Karlsson, que era el líder del grupo.

      –De acuerdo, ustedes mandan –aceptó Salim sin cambiar la torva expresión de su rostro.

      Concluido el debate, el trío comenzó a hacer planes para el viaje.

      Por desgracia para Rita, el sueño la había vencido muy pronto y tan solo había escuchado las dos primeras frases de la conversación. Así, sumida en un dulce sueño con sabor a dátil, ignoraba que se había integrado en una temible banda de ladrones de tumbas.

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