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Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.

Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje - Elizabeth Lane


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y las gacelas echaron a correr, saltando como si fueran criaturas aladas.

      Gideon miró a Harris, que asintió.

      –Un león, tal vez. Ve más despacio.

      ¡Un león! A Megan el corazón le dio un vuelco. Llevaba dos años en África, pero en los sitios donde había trabajado quedaban pocos animales salvajes.

      El Land Rover estaba abierto por los lados, dejándolos expuestos al ataque de cualquier animal. Harris llevaba un rifle colgado de la carrocería, junto a su asiento, pero no parecía preocuparle no tenerlo a mano.

      Megan miró a Cal, que debió notar su ansiedad y le puso una mano en la espalda. Ella se sentó más cerca de él. No era que Cal fuese a poder él solo con un león, pero al menos se sentía un poco más segura.

      El Land Rover tomó una curva, y de pronto vieron a dos leonas tumbadas en la hierba, a solo un tiro de piedra de ellos. Gideon frenó despacio. La de mayor tamaño estudió al vehículo y a ellos con ojos tranquilos, y abrieron las fauces con un bostezo que dejó al descubierto unos colmillos largos como dedos.

      –Madre e hija, diría yo –susurró Harris–. Mirad, la madre parece que está preñada, y seguramente la hija se quedará con ella para ayudarle a criar a los cachorros. Adelante, señorita, haga una foto; están posando para usted.

      A Megan le temblaban las manos cuando enfocó a las leonas y apretó el botón de la cámara. El clic sonó con fuerza en el silencio reinante, pero las leonas apenas se inmutaron. Gideon estaba a punto de continuar cuando Harris le puso una mano en el brazo.

      –Espera –le susurró–. Aquí viene el padre.

      La hierba se movió, y Megan se quedó sin aliento cuando vieron aparecer al león. Con porte majestuoso y sin prisa, parecía más interesado en las hembras que en el Land Rover y en ellos, insignificantes humanos. No tenía necesidad alguna de demostrar quién era el rey.

      Megan consiguió hacer unas cuantas fotos más antes de que se pusieran en marcha de nuevo, dejando a los leones en paz. Harris se volvió y les dijo con una sonrisa traviesa:

      –¡Eso sí que es vivir bien! Las hembras crían a los cachorros y también se ocupan de procurar el sustento. Y el viejo león no tiene que hacer nada más que luchar por mantener su territorio y hacer el amor.

      –¡Ah!, ¡mirad! –exclamó Megan señalando–. ¡Allí hay cebras! ¿Y qué es eso que hay allí, cerca de la carretera, esos animales oscuros?

      –Jabalíes –dijo Harris–. Toda una familia. Remueven la tierra con el hocico en busca de comida.

      –¡Y hay crías! –Megan los enfocó con la cámara y les hizo una foto–. ¡Qué pequeñitos!, ¡son una monada! –miró a Cal–. ¿Cómo es que tú no estás haciendo fotos?

      Cal le regaló esa sonrisa de galán de Hollywood y respondió:

      –Ya tengo un montón de fotos de otros viajes; prefiero verte disfrutar a ti.

      Lo que le había dicho era la verdad. Ver a Megan mientras recorrían el cráter era como estar con una niña pequeña en Disneylandia. Estaba tan entusiasmada que cada minuto a su lado era emocionante.

      Una vez más volvió a recordar a la antigua Megan, la deslumbrante reina de hielo con la que se había casado Nick –el peinado y el maquillaje perfecto y ropa de diseño– y se preguntó cuál era la verdadera.

      Pararon a almorzar en un área vallada de descanso que había en una elevación del terreno, con mesas de picnic y una vista panorámica de la pradera a sus pies.

      –Todavía no puedo creerme que no saltase sobre nosotros uno de esos leones –dijo Megan tras tomar un sorbo de su botella de agua–. ¿Qué harías si ocurriera algo así, Harris?

      –Dispararía al aire para intentar asustarlo. Me metería en un buen lío si disparase a un animal; como le he explicado antes esta es una zona protegida. Lo mejor que uno puede hacer es intentar leer su lenguaje corporal. Si parecen inquietos, hay que guardar las distancias. Esos leones que hemos visto antes estaban muy tranquilos; si los hubiese visto en tensión le habría dicho a Gideon que diese un rodeo para evitar pasar cerca de ellos.

      –¿Y te ha pasado alguna vez que algún animal haya cargado contra el vehículo?

      –Solo una vez, un rinoceronte blanco en Tarangire. Hizo una abolladura de todos los demonios en la puerta y me aplastó el brazo –dijo Harris señalándose el brazo amputado.

      Megan le lanzó una mirada divertida a Cal, y los dos sonrieron.

      La brisa que soplaba era más algo más fresca. Harris miró hacia el borde del cráter, en la distancia, donde unos nubarrones negros se cernían sobre el horizonte.

      –Deberíamos volver ya –dijo–, pero como tenemos tiempo de sobra tomaremos una carretera distinta; podríamos ver algo nuevo.

      El cielo se estaba oscureciendo porque las nubes, que se movían muy deprisa, ocultaban el sol. Gideon había tomado una carretera secundaria que cruzaba una pradera salpicada de matorrales. Una manada de cebras y otra de ñus pastaban en la distancia.

      –Por aquí es por donde vi a ese rinoceronte blanco –dijo Harris–. Si sigue por aquí a lo mejor tenemos suerte y lo vemos; mantened los ojos abiertos.

      Apenas había dicho eso cuando se desató la tormenta. Los truenos retumbaban en el horizonte mientras la manta de lluvia convertía la carretera de tierra en un barrizal.

      Gideon maldijo entre dientes, pero Harris no se alteró en lo más mínimo.

      –¿Qué es un poco de lluvia? –dijo con buen humor.

      El techo de lona los resguardaba del aguacero, pero la lluvia entraba por los lados igualmente, empujada por el viento; y Megan estaba ya empapada.

      Un poco más adelante se toparon con otra manada de búfalos, más numerosa que la primera. Los rayos y los truenos debían haberlos asustado, porque estaban nerviosos, resoplando, como al borde de una estampida. Megan pensó en lo que había dicho Harris sobre leer el lenguaje corporal de los animales, y aquellos desde luego le transmitían una sensación de peligro muy real.

      Gideon parecía estar de acuerdo con ella, porque había pisado el acelerador en un intento por alejarse de los ñus sin agitarlos más aún, y con el vehículo bamboleándose por la carretera embarrada Megan se encontró temblando no solo de frío, sino también de miedo.

      Como si lo hubiese intuido, Cal la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Megan se apretó contra él, como quien se aferra a una roca para sentirse más seguro.

      De pronto una silueta oscura y pequeña, un jabalí, atravesó corriendo la carretera. Gideon pisó el freno de inmediato, y evitaron chocar con él, pero el Land Rover derrapó en el barro y cuando se paró una de las ruedas traseras quedó atrapada en una zanja encharcada al borde de la carretera.

      Gideon pisó el acelerador para intentar que el vehículo se moviera, pero la tierra estaba era tan resbaladiza que las ruedas no agarraban, y lo único que hacían era salpicar barro y agua a raudales.

      Durante unos segundos nadie habló, pero Megan se imaginó qué debían estar pensando los otros: la lluvia podía durar horas, y empeoraría el estado de la carretera aún más. Y aunque pidieran ayuda por radio, dudaba que nadie pudiese llegar hasta ellos antes de que la tormenta amainase. Y si querían sacar el vehículo de aquella zanja, uno de ellos tendría que echarle valor a pesar de los búfalos y bajarse para empujar.

      Como Gideon era quien mejor conocía el vehículo, lo lógico era que permaneciera al volante, y con un solo brazo Harris no podría empujarlo, con lo cual solo quedaba Cal, que al fin y al cabo era el más fuerte de los tres.

      Los búfalos estaban observándolos muy quietos. Estarían a menos de cincuenta metros, una distancia que un animal como ese podría cubrir fácilmente en un abrir y cerrar de ojos.

      Harris levantó el rifle


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