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Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.

Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje - Elizabeth Lane


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mantel para disimular el malestar que le provocaba aquel tema.

      –No es nada; solo necesito descansar, eso es todo. Estaré lista para volver dentro de un par de semanas.

      –No es eso lo que dijo el doctor Musa. Me dijo que tienes ataques de ansiedad, y que no quieres hablar de lo que pasó.

      Megan, que ya no podía aguantar más, estalló de pura indignación.

      –No tenía derecho a decirte nada de eso, y tú no tenías derecho a preguntarle.

      –La fundación que dirijo es la que paga su salario, y eso me da todo el derecho a preguntar –los ojos grises de Cal se clavaron en ella–. El doctor Musa cree que tienes estrés postraumático. Fuera lo que fuera lo que te pasó, Megan, no vas a volver allí hasta que seas capaz de enfrentarte a ello, así que para empezar podrías contármelo.

      Estaba presionándola demasiado, acorralándola. La ansiedad estaba apoderándose de ella. Presintiendo lo que estaba a punto de ocurrir, se obligó a soltar el tenedor, que cayó ruidosamente sobre el plato.

      –No lo recuerdo –le espetó con voz desgarrada–. Es igual, solo necesito algo de tiempo para reponerme. Y ahora, si no te importa, tengo que volver a la clínica.

      La voz se le quebró al pronunciar esas últimas palabras, y al ver que estaba perdiendo el control sobre sí misma se levantó, dejó la servilleta en la mesa, tomó su bolso y salió a toda prisa del restaurante.

      Tenía que haber un lavabo de señoras cerca, donde pudiera estar a solas hasta que el corazón dejara de latirle como un loco. La experiencia le había enseñado a reconocer los síntomas cuando estaba a punto de tener un ataque de ansiedad. Sin embargo, excepto atiborrarse a tranquilizantes, poco control tenía sobre el terror irracional que estaba apoderándose de ella.

      Al llegar al vestíbulo miró a su alrededor, en busca de un cartel que indicase dónde estaban los lavabos. Miró hacia la recepción, pero el recepcionista estaba ocupado. «Es igual», se dijo, podía encontrarlo sola. ¿Pero dónde estaba?, se preguntó impaciente, con los latidos resonándole en los oídos. ¿Dónde? ¿Dónde?

      Cal, que no se esperaba esa reacción, se había quedado inmóvil por un momento, patidifuso, pero luego se levantó y fue tras ella. No había llegado muy lejos; la encontró en el vestíbulo, mirando en una y otra dirección con los ojos muy abiertos, como un animal acorralado.

      Sin decir nada, la asió por los hombros y la hizo volverse hacia él. Megan se resistió, pero solo a duras penas. Estaba temblando.

      –Déjame –masculló–, estoy bien.

      –No, no estás bien. Vamos.

      Cal la llevó hasta una puerta por la que se salía a un patio interior. A cubierto de la cortina de agua que seguía cayendo, Cal la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. La notaba tensa, y podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra su pecho y la ligera presión de sus senos.

      Había dejado de resistirse, pero continuaba temblando. Tenía la respiración entrecortada, y sus manos se habían cerrado con fuerza sobre la tela de su camisa. Era evidente que estaba aterrada.

      ¿Qué podía haberle ocurrido? Había visitado los campos de refugiados de Sudán, un infierno donde decenas de miles de personas se hacinaban en tiendas de campaña sin suficiente comida, sin suficiente agua, y en unas condiciones muchas veces insalubres.

      Las organizaciones no gubernamentales y las Naciones Unidas hacían lo que podían, pero había tanta necesidad… Y Megan había pasado allí once meses.

      Pero había algo más, estaba seguro. Lo que la había asustado de aquella manera no podían ser las difíciles condiciones de vida en los campos de refugiados. No, debía haberle ocurrido algo a ella, algo que la había aterrado de tal modo que la más breve alusión la hacía estremecerse como una hoja.

      Pero él había ido allí por el dinero robado, se recordó. Megan era culpable, y no podía dejarse llevar por la compasión. Sin embargo, en ese momento necesitaba que alguien la reconfortase, y tal vez sería una buena de manera ganarse su confianza.

      –Está bien, no pasa nada –murmuró contra su sedoso cabello–. Aquí estás a salvo; conmigo estás a salvo.

      Mientras le acariciaba la espalda a través de la cazadora, Cal, que no era un santo, notó que estaba excitándose. Tal vez fuera una reacción poco delicada dada la situación, pero no era algo que pudiese controlar.

      Sus relaciones amorosas siempre eran superficiales y no duraban demasiado. Estaba volcado en J-COR y en la fundación; no tenía tiempo para nada serio. Prefería los romances apasionados en los que el sexo era el modo de solucionar cualquier discusión. Probablemente por eso su cuerpo había reaccionado así, instintivamente, excitándose para hacer olvidar a Megan sus preocupaciones con placer.

      Sí, el deseo estaba ahí, prendiendo fuego a sus caderas, encendiendo el ansia de tomarla en volandas, llevarla a su habitación y besarla y acariciarla hasta hacer que gimiera de placer. Quizá eso fuera lo que necesitaba para recobrar las fuerzas y la confianza en sí misma: unas semanas de descanso, comer bien, y sexo.

      Pero eso no iba a pasar esa noche; lo que necesitaba en ese momento era consuelo y apoyo, no a un tipo con un calentón encima.

      Se dio una bofetada mentalmente y se echó un poco hacia atrás para darle espacio.

      Megan ya parecía más calmada.

      –¿Quieres hablar de ello? –le preguntó.

      Ella suspiró y se apartó de él.

      –Estoy bien. Perdona, me siento como una tonta.

      –No tienes por qué; he visto esos campos. Han debido ser once meses de puro infierno para ti.

      –Esa pobre gente sí que vive un infierno: no tienen dónde ir, ven a sus hijos morir de hambre y de enfermedad, y las mujeres…

      –Megan, no puedes torturarte con eso.

      –No puedo sacármelo de la cabeza. Y por eso pienso volver tan pronto como haya recobrado las fuerzas.

      –Es una locura. Podría impedírtelo, ¿sabes?

      –Si lo intentaras, encontraría otra manera de ir allí a ayudar –le espetó ella, mirándolo desafiante–. Vuelve al restaurante y termínate la cena –añadió–. Puedo tomar un matatu para volver a la clínica.

      –¿Uno de esos pequeños autobuses que más que autobuses son chatarra? Acabarías teniendo que andar varios kilómetros sola, bajo la lluvia. Te llevaré yo.

      La habría invitado a subir a su habitación para que se diera una ducha y que pasara la noche en la otra habitación, pero estaba seguro de que ella habría rehusado.

      Sin embargo, se le estaba ocurriendo una idea. A primera hora del día siguiente haría unas cuantas llamadas. Tal vez fuera justo lo que necesitaba para que Megan se repusiese y para ganarse su confianza.

      Cal se había ofrecido a llevar a Benjamin de vuelta a casa del doctor Musa en su taxi. No había mucha distancia, pero para cuando llegaron el jet lag ya estaba empezando a hacerle mella. Le costaba mantener los ojos abiertos

      –¿No quiere entrar, señor? –le preguntó el chico cuando se bajó del taxi–. Puedo hacerle un té.

      –En otra ocasión, gracias. Saluda al doctor de mi parte y dile que le llamaré mañana.

      Cuando el taxi continuó en dirección al hotel, Cal se puso a repasar mentalmente la velada con Megan, que tan bruscamente había acabado. Desde luego, no había resultado como él esperaba. La había encontrado tan frágil, y a la vez tan increíblemente seductora, que lo había descolocado.

      Estaba claro que con unas cuantas salidas nocturnas no iba a vencer su resistencia. Tendría que pasar más tiempo con ella, mucho más tiempo,


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