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E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan MalleryЧитать онлайн книгу.

E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery


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      –¿Qué está pasando aquí? –preguntó.

      –Tendremos que esperar para verlo –contestó Rafe.

      –Es una sorpresa –May abrazó a su hijo–. ¡Estoy emocionada!

      –¿De verdad? No me había dado cuenta.

      Entraron los dos hombres en el camión. El ayudante fue el primero en bajar tirando de una...

      –¿Una llama? –preguntó Rafe con la mirada fija en aquel animal blancuzco.

      –¿No te parece preciosa? Bueno, creo que es macho. No estoy segura. Siempre me ha parecido poco respetuoso mirarlo. Pero sí, es una llama. Tres, de hecho.

      Rafe miró a Heidi, que parecía tan sorprendida como él.

      –¿Quieres criarlas por el pelo? –preguntó Heidi–. ¿No tienen alguna relación con los camellos?

      –Son animales de rebaño –le explicó May–. Y me parecen preciosas. Las vi en eBay y no pude resistir la tentación. Además, protegerán a las cabras. Leí un artículo en el que decía que algunos granjeros utilizan las llamas para proteger el ganado. Sobre todo a las cabras que están preñadas. Estamos muy cerca de las montañas. Puede haber coyotes o lobos. Y no nos gustaría que les ocurriera nada a ninguna de las niñas.

      –Por supuesto que no –musitó Rafe.

      ¿Llamas? ¿Qué iba a hacer su madre con ellas si al final la jueza no dictaba sentencia a su favor? El piso que tenía en San Francisco no era particularmente adecuado para una llama.

      Heidi contuvo la respiración.

      –De acuerdo, ¿dónde las vas a colocar?

      –Estaba pensando en esa zona del rancho –May señaló hacia el oeste–. Hay mucha luz, árboles y una colina para escalar.

      Y también agua, pensó Rafe, recordando que su madre había insistido en llevar una tubería hasta allí.

      May se acercó a la llama.

      –Hola, cariño. Seguro que aquí serás muy feliz –miró a Heidi–. Son un poco mayores, así que he pensado que les vendría bien un hogar.

      May se alejó con el ayudante y le enseñó dónde tenía que colocar el animal. El conductor apareció en aquel momento con una llama de color marrón, algo más pequeña, y siguió a su compañero.

      –¿Llamas viejas? –musitó Heidi, acercándose a Rafe–. Admiro su filosofía.

      –Por supuesto. Las ha comprado para proteger a tus cabras, ¿cómo no te iba a gustar?

      –Estás un poco nervioso, ¿verdad?

      –Alguien tiene que intentar controlarla.

      –Es tu madre.

      –Alguien que no sea yo.

      Miró con nostalgia hacia el oeste. En alguna parte, en San Francisco, estaba teniendo lugar una reunión a la que debería estar asistiendo.

      En cuanto las tres llamas estuvieron en su lugar, bajaron tres ovejas, más viejas todavía. Las llevaron hasta una zona cercada, muy cerca de las llamas.

      –¿Alguna cosa más? –preguntó Rafe, sin atreverse a mirar en el interior del remolque.

      –Ya está todo –respondió el conductor, y le tendió los recibos.

      May los aceptó feliz y miró hacia sus animales.

      –He estado investigando cómo tengo que cuidarlos. Glen me será de gran ayuda.

      –¿Había muchos animales en la feria? –quiso saber Rafe, mientras se preguntaba hasta dónde podían llegar antes de que empezaran a mejorar las cosas.

      –La verdad es que no –contestó Heidi–. Un par de cabras y algunos perros. No era un circo. Vas a necesitar un veterinario. El mío es Cameron McKenzie. Te daré el teléfono.

      Un veterinario. Por supuesto, porque unos animales tan viejos iban a necesitar muchos cuidados.

      –¿No podías empezar con gatos, como otras mujeres de tu edad? –le preguntó a su madre.

      Su madre le golpeó el brazo.

      –¡No me trates como si estuviera perdiendo la cabeza! He estado pensando mucho en ello y quiero tener estos animales en el rancho. Es algo que me hace feliz.

      Rafe no sabía qué contestar a eso. Por supuesto, ni quería ni podía decirle que no fuera feliz.

      May caminó hasta la cerca para poder ver a sus nuevas criaturas. Rafe se frotó la frente.

      –Admiro muchísimo a tu madre –admitió Heidi–. Es una mujer llena de vida.

      –Y de otras muchas cosas.

      Heidi sonrió.

      –La quieres y harías cualquier cosa por ella.

      –Es mi debilidad. ¿Por qué no puedo ser uno de esos tipos que odian a sus madres? Mi vida sería mucho más fácil.

      –Nunca has huido de tus responsabilidades. Excepto por lo que se refiere a Clay. Lo encuentro muy interesante.

      Heidi ni siquiera sabía por qué se le había ocurrido mencionar a Clay.

      –Acaban de entrar tres ovejas y tres llamas en mi vida. ¿No podemos evitar hablar de mi hermano al menos por unos días? A no ser que quieras que hablemos de tu borrachera.

      Heidi apretó los labios.

      –No, no quiero que hablemos de eso.

      –¿Lo ves? La discreción puede ser tu aliada –le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia el establo–. Vamos, cabrera. Solo Dios sabe qué más cosas puede comprar mi madre por eBay. Vamos, ven a pasarme los tornillos mientras yo arreglo el establo.

      –¡Oh, eso ya es prácticamente una cita! ¿Y después podré ponerme tu cazadora mientras vamos a tomarnos un batido?

      –Por supuesto –le dirigió una mirada fugaz–. Seguro que cuando ibas al instituto eras una monada.

      –¡Y sigo siéndolo ahora!

      Rafe se echó a reír.

      –Pasas demasiado tiempo con mi madre. Se te está contagiando su actitud.

      –Estoy aprendiendo de una maestra. Así que creo que vas a tener muchos problemas.

      Rafe tenía el presentimiento de que no se equivocaba.

      Heidi sacó con mucho cuidado los jabones de forma octogonal de los moldes. Las flores secas que había colocado con infinito cuidado en el molde estaban perfectamente pegadas en el centro, bajo una fina capa de jabón.

      Aunque la receta básica continuaba siendo la misma, estaba experimentando, intentando hacer las pastillas de jabón más atractivas. Había estado investigando por Internet y revisando diferentes revistas dedicadas a pequeños productores como ella. Rafe tenía razón, había todo un mundo para los productos ecológicos y artesanales.

      Colocó los jabones en la estantería. Los dejaría secar durante un par de semanas antes de envolverlos en el papel que había comprado. Una de las amigas que había conocido a través de Internet la había puesto en contacto con un estudiante de artes gráficas que le había diseñado un precioso logotipo a cambio de poder utilizar el diseño como parte de un proyecto para la universidad. Heidi había recibido las primeras pegatinas esa misma semana.

      Tomó una pastilla de jabón de las que había hecho dos semanas atrás, la envolvió y selló el papel con una pegatina.

      –¿Qué tal va?

      Heidi se volvió sobresaltada, sintiéndose al mismo tiempo culpable y desafiante.

      Rafe permanecía en el marco de la puerta del dormitorio que Heidi utilizaba como despacho.


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