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Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.

Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane


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negro como si se hubiera puesto una pintura de guerra.

      Procedió luego a lavarle el cuello, los hombros, el pecho. Él la observaba en silencio, siguiendo con los ojos cada uno de sus movimientos. Hannah entreabrió los labios cuando tocó la profunda cicatriz en forma de hendidura que tenía en un costado, y el círculo de pequeñas cicatrices rosadas que la rodeaban, como el halo de tormenta de una luna llena. Quint le había dicho que tanto la herida de bala como la infección subsiguiente estuvieron a punto de matarlo. Y luego había sufrido la malaria. Judd Seavers era indudablemente un tipo duro.

      La zona de las costillas era un punto delicado; la más leve presión le hacía torcer el gesto de dolor. Hannah sabía que tenía que vendárselas, pero no se atrevía. Cualquier movimiento brusco por su parte podría producir una lesión de pulmón o algo peor. Sólo un médico podría asumir aquella tarea sin peligro alguno. Eso si llegaba pronto…

      —Avísame si te hago daño —le dijo mientras le alzaba ligeramente un brazo.

      —Tranquila. Lo estás haciendo muy bien.

      —¿Por qué no está tu madre aquí, Judd? —le preguntó en un impulso—. ¿Por qué, nada más verte, se encerró en su habitación? ¿Acaso el hecho de verte le trajo malos recuerdos?

      —Es más que eso, me temo.

      Su respuesta la dejó asombrada.

      —Quint me contó cómo murió tu padre. Debió de ser un golpe terrible para ella. ¡Pero es tu madre! ¡Tendría que estar aquí ahora mismo, contigo!

      —Quint no te contó toda la historia. Quizá ni siquiera la sepa: sólo tenía seis años cuando sucedió —contuvo el aliento y apretó la mandíbula para resistir el dolor—. Yo sí que estuve presente: un chico de catorce años sin un solo gramo de sentido común. El ganado salió de estampida, y yo decidí hacerme el héroe e intentar detenerlo. Mi caballo se encabritó y me lanzó justo delante de las vacas.

      Hannah se olvidó de respirar mientras esperaba a que continuara.

      —Mi padre salió a buscarme. Me subió en su caballo y luego algo pasó. Estaba allí, a mi lado… cuando de repente ya no estaba. Nunca supe lo que sucedió. Sólo que cuando lo encontramos… —se le quebró la voz—. Perdona por ponerme tan sentimental. Debe de ser el whisky.

      —Sólo eras un chiquillo, Judd. No tenías por qué…

      —Mi padre lo era todo para mi madre. Ella nunca me ha hablado de aquel día, pero yo sé que jamás me lo perdonó. La ropa de luto, la casa a oscuras, la silla de ruedas… todo eso sirve para recordarme lo que le hice.

      —¡Pero eso es horrible!

      —¿Sí? —se estremeció cuando Hannah le tocó un punto sensible debajo del brazo—. Al menos es sincera con sus sentimientos. Hoy, cuando me sacaron de la carreta, apostaría cualquier cosa a que cuando me vio pensó que finalmente me había llevado mi merecido.

      Hannah le estaba limpiando las quemaduras de la cuerda que tenía en la cintura. Tenía la sensación de que Edna no era la única que no había perdonado a Judd por la muerte de su padre. Después de quince años, él tampoco se había perdonado a sí mismo.

      En los veinte últimos minutos le había revelado más cosas sobre sí que en todos los años que hacía que lo conocía. Quizá el whisky le había aflojado la lengua. Tal vez al día siguiente se arrepintiera de haberle hecho tantas confidencias. Pero ahora formaba parte de la familia… Si quería sobrevivir a la amargura y a la tensión que impregnaban aquella casa como un miasma, necesitaría entender a la gente que la habitaba.

      Contempló sus tejanos desgarrados. En la cara interior de un muslo, una herida seguía empapando de sangre el pantalón. No era momento para la vergüenza. Armándose de valor, agarró las tijeras.

      —Lo que me pregunto es por qué te has quedado tanto tiempo aquí —le dijo mientras empezaba a cortarle el pantalón por abajo, desde el tobillo—. Pudiste haberte marchado, ¿no? O mejor todavía: pudiste haberte casado y fundar un hogar propio.

      —No podía. Alguien tenía que ocupar el lugar de mi padre y llevar el rancho. Quint era demasiado joven y mi madre no tenía la menor idea de ello, pese a que contaba con un buen capataz. Yo me había hecho ilusiones con estudiar en la universidad, quizá incluso viajar y ver algo de mundo… —contuvo el aliento mientras las tijeras se deslizaban por el pantalón pernera arriba.

      —Así que te enrolaste en los Rough Riders.

      —Ya no podía aguantar más. Necesitaba escapar, y quería hacer algo por mi país. Mi amigo Daniel estaba loco por ir. Así que nos enrolamos juntos.

      —Sí, lo sé —Hannah recordaba a Daniel Sims, pelirrojo, un joven que siempre estaba alegre. Su ataúd había llegado al pueblo cuando Judd aún seguía en el hospital.

      —Tal vez buscara redimirme… no lo sé. Quint tenía edad suficiente para asumir la responsabilidad del rancho, pero también quería marcharse… Le pedí que me diera un año. Después de eso, le prometí que volvería y me haría cargo de todo.

      —Y cumpliste tu promesa —dijo Hannah, recordando que la ausencia de Judd había durado unos diez meses. ¿Cumpliría Quint la promesa que le había hecho a ella? ¿Volvería a casa? ¿Sería un marido para ella y un padre para su hijo?

      Judd soltó un gruñido de dolor cuando Hannah llegó con las tijeras a la parte sensible, empañada de sangre. Debía de haberse herido con alguna raíz o con una piedra de borde afilado: le había desgarrado la carne casi hasta la entrepierna. Del tajo seguía emanando sangre.

      Tenía que limpiarle y vendarle la herida. Para llegar bien a ella, tendría que descubrirle del todo la pierna, casi hasta la cadera. Había tanta sangre que apenas podían distinguirse los bordes de la herida.

      Luchó contra una sensación de mareo mientras continuaba cortándole el pantalón. Debería haber empezado por allí. De haberlo sabido antes…

      Judd cerró de repente una mano sobre su muñeca, distrayéndola de aquellos pensamientos. La súbita conciencia de su fuerza masculina reverberó por todo su cuerpo. Las tijeras cayeron sobre la mesa.

      —Ya has hecho suficiente, Hannah —masculló—. Puede que seas mi esposa legal, pero no espero que me desnudes.

      Su mirada tenía la dureza del granito. Hannah sintió removerse algo en lo más profundo de su cuerpo.

      —Seguro que había enfermeras en el hospital.

      —Esto era diferente. Ya se ocupará de mí el médico. Me pondré bien.

      Hannah negó con la cabeza.

      —Tú no puedes verte la herida. Es peor de lo que crees. Y puede que pasen horas hasta que llegue el médico… el tiempo suficiente para que te mueras desangrado, o para que se agrave la infección. Necesito limpiarte y desinfectarte esto ahora mismo.

      —Uno de los hombres podría…

      —Ellos te pusieron en mis manos. Al fin y al cabo, soy tu esposa. Y ahora quédate quieto.

      Con mano temblorosa, alzó las tijeras.

      Siete

      Judd clavó la mirada en la araña de cristal que colgaba sobre la mesa. Se recordó que Hannah no era tan inocente como parecía. Conocía lo suficiente el cuerpo masculino como para haber concebido un hijo. Aun así, la perspectiva de someter su desnudez a aquellos ojos de niña bastaba para que se ruborizara de vergüenza.

      Maldijo entre dientes mientras las tijeras subían cada vez más. Ya era suficientemente humillante que lo viera desnudo. Lo peor era que, a pesar de sus heridas, se las había arreglado para excitarse. Quizá había sido el whisky… o más probablemente el íntimo contacto de aquellas manos tan femeninas. Sólo la presión de los botones de la bragueta evitaba que se excitara como el mástil de una bandera… El hecho de que aquella mujer


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