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Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.

Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane


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se hubiera marchado indignada. Judd había oído que las mujeres embarazadas solían alterarse con facilidad. Y, en su situación, apenas podía culparla.

      Tenía muchos dolores. Tendría que permanecer encamado durante toda una semana, al menos. Y, durante toda esa semana, Hannah probablemente tendría que hacer de enfermera suya. Hizo solemne voto de ser un dechado de paciencia y gratitud. Y, por muy fuerte que fuera la tentación a la que le sometiera el diablo, no le pondría la mano encima.

      Sólo podía rezar para que Quint volviera antes de que perdiera la cabeza y de paso el alma.

      Había empezado a adormilarse cuando escuchó unos pasos. ¿Sería Hannah? Un momento después apareció Gretel con una bandeja con comida.

      —Pollo con albóndigas. Su plato favorito, ¿ja?

      Forzando una sonrisa, le dio las gracias en su rudimentario alemán, un detalle que sabía que le gustaba especialmente.

      —Mi plato favorito, ja. Danke, Gretel. Si algo puede curarme, seguro que es tu comida.

      Una expresión de placer se dibujó en el rostro adusto de la mujer.

      —Su esposa está en el comedor, ¿la llamo para que le ayude con la comida?

      —No hace falta. Puedo arreglármelas solo —esbozó un gesto de dolor mientras se acomodaba los almohadones. No había comido desde el desayuno, pero lo cierto era que no tenía mucho apetito. Ni siquiera para el pollo con albóndigas de Gretel. En cuando a lo de que Hannah le diera de comer… No, eso no le habría importado. Aunque, en su actual estado, la chica estaría más dispuesta a clavarle la cuchara en la garganta.

      —Volveré para recoger la bandeja cuando termine abajo.

      —No hace falta que te des prisa —se llevó una cucharada del guiso a la boca. No tenía hambre pero sabía que ella lo estaba observando y que se sentiría decepcionada si no comía. Detrás de la hosca apariencia de Gretel se escondía un gran corazón.

      ¿Por qué no podía tratar a su mujer con la misma delicadeza? Con Hannah era como un puño cerrado, temeroso de hacer otra cosa que no fuera golpear. Las amables palabras que con cualquier otra persona le afloraban a los labios, con Hannah era como si se le atascaran en la garganta.

      Sabía bien por qué. Lo cierto era que, respecto a ella, no confiaba demasiado en sí mismo. Y todavía menos en sus propias manos. Cuando sentada en su cama había empezado a desabrocharse el vestido, sólo sus recientes heridas habían evitado que la estrechara en sus brazos y le hiciera todo lo que tenía el derecho legal, que no moral, a hacerle.

      Quizá durante los próximos meses, cuando se acentuara su embarazo, el peligro se reduciría sensiblemente. Pero por el momento, la urgencia de tocarla, de deslizar un dedo por la curva de su espalda, de enterrar las manos en su gloriosa melena, de apoderarse de un seno y sentir cómo se le endurecía el pezón bajo el pulgar… Sólo de pensar en ella se excitaba insoportablemente. Estaba empezando a comprender por qué aquellos legendarios santos se flagelaban con látigos. Se habría sentido tentado de hacer lo mismo si con ello conseguía desterrar aquellas prohibidas imágenes que acudían a su mente.

      Judd se obligó a terminar el pollo de Gretel y, con un esfuerzo, dejó la bandeja sobre la mesilla.

      Había sido un día horrible, y sólo en ese momento estaba empezando a tomar conciencia de lo muy agotado que estaba. Se le cerraban los párpados. Se estaba deslizando hacia una oscuridad que amenazaba con tragárselo como si fuera una ciénaga. Y se hundió en ella de buena gana, deseoso solamente de descansar y de olvidar.

      Hannah estaba en sus brazos. Yacían de costado, frente a frente, con sus piernas desnudas entrelazadas. El leve montículo de su vientre estaba en contacto con su miembro insoportablemente excitado. La agarraba de las nalgas con las dos manos, apretándola contra sí para incrementar la sensación de placer.

      Hannah gimió, entreabriendo las piernas y avanzando las caderas para empezar a frotarse contra él. Judd podía sentir la humedad de su sexo, la delicada mata de vello que rodeaba sus delicados pliegues, más suaves que pétalos de rosa…

      Podía oírla gimotear de necesidad mientras sentía la delicada perla rosada de su clítoris todo a lo largo de su falo… Hannah empezó a mover las caderas con mayor fuerza: con los dedos enterrados en su pelo, procuraba hundirle la cabeza entre sus senos. Su boca encontró un pezón, cálido y dulce como una fresa de verano. Comenzó a chupárselo, a lamérselo, a mordisqueárselo, embebiéndose de su aroma…

      —Por favor, Judd —susurraba, entregándose a él—. Por favor… me moriré si no me haces el amor…

      No habría podido detenerse ni aunque ella se lo hubiese pedido. Enloquecido por el deseo durante tanto tiempo negado, entró en ella de un solo movimiento. La oyó contener el aliento. Inmediatamente enredó las piernas en torno a su cintura, atrayéndolo hacia sí, húmeda y dispuesta.

      Judd empujó, se retiró y volvió a empujar, cada vez más profundamente mientras su sexo se cerraba en torno a su miembro como un guante de seda. Hannah iba al encuentro de cada embate, excitándolo cada vez más… Se estaba perdiendo en ella, girando fuera de control hasta que de repente explotó, llenándola con el caliente y espeso chorro de su semilla…

      Fue en ese preciso momento cuando oyó un fuerte golpe en la puerta seguido de una voz. Una voz que habría reconocido en cualquier parte.

      —¡Judd! ¿Qué demonios estás haciendo?

      La puerta se abrió. Recortada su silueta por la luz de la lámpara, Quint entró en la habitación…

      —¡Judd! ¡Despierta!

      Sintió una mano sacudiéndole un hombro. Su voz. Su fragancia. Aturdido, abrió los ojos.

      —Despierta. Estabas soñando —estaba inclinada sobre él, con su rostro iluminado por la vela que había colocado sobre la mesilla. Sus rizos trigueños le caían sobre los hombros.

      Judd parpadeó varias veces. ¿Había estado soñando? Tenía la sensación de que había ocurrido de verdad. Hasta qué punto había sido real para él lo demostraba la humedad pegajosa que sentía bajo las sábanas.

      Y la culpa también la había sentido, cuando en el sueño Quint entró en la habitación…

      —¿Qué hora es? —murmuró.

      —Casi las diez. Estabas dormido cuando entré a buscar la bandeja. Me entraron ganas de dejarte dormir toda la noche, pero el doctor me dijo que podía resultar peligroso.

      —No se me había ocurrido. Gracias por despertarme —vio que estaba en bata y camisón—. ¿Ya estabas acostada?

      Sentándose en la mecedora, se cerró la bata sobre las rodillas.

      —Iba a dormir en tu habitación, aquí al lado. Pero tenía miedo de dormirme y no oírte. Así que esta noche la pasaré aquí.

      Judd se removió incómodo. Pasar una noche con Hannah en la misma habitación era lo último que necesitaba. Al día siguiente, se prometió en silencio, se levantaría de aquella cama aunque tuviera que ser lo último que hiciera en su vida. Se vestiría, saldría e intentaría hacer algo útil. Y por la noche volvería a su habitación. Aquella grande y mullida cama, con Hannah tan cerca, era un lugar peligroso.

      —Estaré bien. Vuelve a la cama.

      —Tienes una fuerte contusión. Alguien tiene que quedarse aquí contigo —se hundió en el asiento, decidida a quedarse—. Además, quiero disculparme contigo. Esta tarde me comporté como una estúpida. Te dije cosas muy injustas.

      —Fue un día muy duro para los dos, Hannah —suspiró—. La verdad duele: tú tenías razón. Debí haber sabido que no podía corregir el pasado casándome contigo.

      —Has sido muy generoso conmigo. No puedo culparte por ello.

      —La generosidad no puede traer a Quint a casa. Y tampoco puede traer paz a mi madre. Los papeles del divorcio están


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