Con ellos aprendí a caminar. Ramón Sierra CórcolesЧитать онлайн книгу.
diagnóstico y, principalmente su intensidad, es alta, ya que en el mismo influye la personalidad de cada paciente y determinadas circunstancias que hacen que dos dolores, al parecer idénticos, dado que la etiología y posiblemente la evolución del proceso pudiese ser la misma, se transformen en dolores de características e intensidad distintas.
Unido al dolor, aunque no siempre, se encuentra el sufrimiento, y he visto en muchas ocasiones dolor con sufrimiento, dolor como único componente y solo sufrimiento. Así pues, es necesario comprender todo esto, para poder mirar al enfermo e intentar ver… sin juzgar.
Mi primer maestro en esta disciplina fue el Dr. Espejo, en Madrid, al que siempre agradeceré sus enseñanzas y sobre todo su amistad. Después tuve otros, los cuales sería largo enumerar y a quienes desde estas páginas, deseo expresar mi agradecimiento a la generosidad con la que contribuyeron a mi formación en esta materia. Me enseñaron sin pedir jamás nada a cambio, acompañados solo por la voluntad de ser útiles y mostrar caminos en los que creían. El Dr. Espejo, cuando daba una conferencia y deseaba resaltar el componente emocional que pudiera llevar aparejado el dolor físico, como forma de hacer más llamativa y aproximar a la audiencia al dolor y a su valoración, en término coloquial decía:
—El profesional debe tener presente que hay dos clases de dolor, el de los demás que siempre es exagerado y el mío que es insoportable. Por eso cuando un paciente se sienta ante nosotros y nos dice que tiene dolor, debemos pensar que le duele, que su dolor es real, después ya veremos, pero en principio tiene razón.
Eso si él te dice algo, porque hay ocasiones en que no es necesario hablar para saber que la persona que tienes ante ti, tiene dolor severo o bien sufre.
También sucede que, a veces, consideramos solo al paciente y pensamos que tiene dolor, pero no tenemos en cuenta algo tan fundamental como es la familia, que también sufre con el enfermo. Está con él permanentemente, lo cuida, lo observa, contempla cómo poco a poco se deteriora y en ocasiones cómo espera el último aliento de su ser querido. Sufre con el enfermo y de ahí el hecho de que en multitud de ocasiones tenga un comportamiento que podría parecernos poco lógico, pero no olvidemos que en la familia también tiene cabida la desesperación, la angustia y también, porqué no, comportamientos egoístas con la aparición de momentos difíciles, como alguno que describo para bien o para mal.
He podido observar cómo muchos pacientes padecían dolores horrorosos, con sufrimiento extremo, que podrían haber tenido solución y que por decisiones familiares o individuales fueron rechazadas con la esperanza de mejorar su imagen ante las expectativas del fin inminente que se avecinaba según sus creencias en el nuevo mundo.
He visto mucho y reconozco sin vergüenza, que en algún momento se humedecieron mis ojos al observar lo que tenía ante mí y que en demasiadas ocasiones tildé de catástrofe.
Con bastante probabilidad no emitiréis una sonrisa, ya que la mayoría de estas experiencias son duras, pero pensé que, tal vez, valdría la pena hacerlas públicas, porque constituyen parte de nuestra vida y quizás nos hagan pensar.
Desde entonces hasta la fecha ha llovido mucho.
Tranvías de Granada. 1960.
DOS PESETAS PARA EL TRANVÍA
Por aquellos años me encontraba en Granada, había terminado mi carrera de Medicina en la Facultad de aquella ciudad y desde pocos meses atrás, me habían nombrado médico de guardia con una nómina algo exigua pero que me permitía hacer prácticas, ver enfermos y entrar de lleno en contacto con la Medicina.
No importaba el poco sueldo, ya que me sentía como Capitán General y orgulloso de formar parte de aquel grupo de médicos que trabajaban en el Hospital Clínico, donde hacía pocos meses era solo un estudiante. Unido a esto, el trabajo era abrumador y no se consideraba nada peyorativo sino como una gran suerte, ya que me permitía aprender mucho junto a otros compañeros que con más antigüedad me daban clase e impartían docencia. Fue un tiempo agotador pero hermoso y al caer en la cama tenía la impresión de que antes de tocar las sábanas ya estaba dormido.
La Granada de aquel entonces no se parecía demasiado a esta ciudad moderna que hoy contemplamos, y las comunicaciones eran bastante defectuosas, dentro de la misma Granada y más aún entre Granada y sus pueblos de la vega. Para desplazarse desde la capital a determinados pueblos se utilizaba el tranvía, que si no era muy cómodo, si que permitía cierta rapidez y un precio bastante económico.
Para hacernos una idea aproximada, expondré que desde Granada a Pinos Puente y/o viceversa, cuya distancia es de unos quince kilómetros, se utilizaba el tranvía que por un precio bastante económico, creo recordar que poco más de una peseta, te permitía cubrir la distancia en un tiempo corto y evitaba el tránsito por una carretera estrecha, con curvas y baches algo más que discretos, se podría decir que muy mala. Por tanto, sumada la ida y la vuelta, unas dos pesetas o dos con cincuenta céntimos.
En el servicio de Urgencia, las guardias las hacíamos de dos en dos con un jefe responsable de todo. Hubo un tiempo en que los jefes de guardia eran tres y se turnaban, como es lógico, cada tres día y, posteriormente, cuando se disolvió este equipo y las guardias pasaron directamente a la cátedra de Patología Quirúrgica, el Catedrático ordenó que el jefe de la guardia fuese el más antiguo de los tres que formábamos cada turno. Entre nosotros solventábamos todos los problemas de la guardia, aunque en alguna ocasión, cuando este era muy serio, se avisaba al Adjunto de Cátedra, que podría venir, si era necesario; por ejemplo, un accidente muy grave donde estuviesen implicados varias personas o una cirugía de excesiva envergadura.
Era domingo y la guardia estaba bastante tranquila cuando llegó una pareja de personas de edad avanzada. La señora vestida a la usanza de ciertos pueblos de Granada, con vestido hasta muy por debajo de las rodillas íntegramente negro, con un delantal también negro con un enorme bolsillo delantero y una toquilla de lana que ella misma había tejido sobre los hombros, que se adivinaban huesudos y poco musculosos. El marido, como lo hizo notar, con unos pantalones de pana parda bastante ajados, una camisa a cuadros rojos, semejante a la que en algunas películas exhiben los leñadores, una gorra también a cuadros haciendo juego con sus pantalones en cuanto a su antigüedad y excesivo uso.
Se notaba que era un matrimonio bastante humilde y que mostraba en todo momento una cortesía y educación exquisita.
El enfermo era el marido y manifestaba un dolor severo que comenzaba en la espalda y se irradiaba a fosa ilíaca derecha. Lo exploramos con detenimiento y clínicamente nos pareció, por todos los síntomas que acompañaban al dolor, un cólico nefrítico. Ese tipo de patologías los tratábamos en Urgencia, donde disponíamos de dos habitaciones con dos camas cada una, y allí pasamos a José para canalizar una vía y colocar un suero con sus analgésicos y espasmolíticos. El tratamiento de rutina utilizado en aquel entonces.
Una vez concluido el tratamiento, se enviaba a su domicilio, si se encontraba mejor, con una carta para su médico de cabecera con el diagnóstico, el tratamiento de urgencia que se había utilizado y nuestra opinión sobre la continuidad del tratamiento, si él lo consideraba adecuado.
No puedo recordar con exactitud el tiempo que estuvo ingresado en Urgencia, aunque calculo que unas cuatro o cinco horas, ya que llegó por la mañana y le dimos el alta aproximadamente sobre las cuatro. Durante todo el tiempo, la señora no se apartó de su lado mientras apretaba entre sus manos la del paciente que tenía más próxima. Una vez terminado el tratamiento, consideramos la conveniencia de dar de alta al paciente, por lo que nos dirigimos a su señora:
—¿Cómo es su nombre?
—Angustias.
—Bien, según pensamos su marido ha mejorado mucho, parece que no le duele y consideramos que se pueden marchar a su pueblo sin problemas. Aquí le doy