La sirena negra. Emilia Pardo BazánЧитать онлайн книгу.
mujer... Descansa... Tu hijo es mi hijo...
Agarró mi mano y pugnó por apretarla fraternalmente, según costumbre; pero estaba tan débil, que no acertó. Yo halagué sus sienes y su melena alborotada, lacia a trechos de sudor, crespa y como erizada a trechos también —extraña melena que parecía apuntada a brochazos por artista genial—, y ordené con despotismo, sugestionándola:
—Ahora, cucharadita de poción, y a dormir.
Absorbida la poción calmante, arreglado el emboce de las sábanas, subido el colchón a empujones, recogí la luz y la puse sobre la cómoda de la sala, detrás de un jarroncillo con flores artificiales. El doctor secreteaba opacamente con el confesor. Este se volvió y me previno.
—Avisaré en la parroquia para que mañana venga el viático. Aprobé y lo acompañé hasta la puerta.
—El coche que nos trajo aguarda... Está pagado... Mil gracias, amigo don Andrés... A propósito. Tengo para usted un ejemplar raro de la Aminta, con grabados en madera... Se lo enviaré en cuanto esta infeliz...
—¡Se acepta con reconocimiento!; pero supongo que no será por recompensarme de molestia alguna, porque, al contrario, mi obligación es la que acabo de cumplir... Por penosa que sea...
Y temblaba aún, ligeramente, arropándose en el manteo, susurrando ¡brrru!
Cuando volví a la sala, el médico salía de la alcoba.
—Reposa... Debía usted reposar también un rato. Yo velo.
—Nada de eso. Échese usted en el sofá; estoy de guardia.
Me habían servido el café, y aguardaba, frío ya. A mí me gusta más frío que caliente: me retrepé en la butaca y empecé a beberlo a sorbos, con placer nervioso, semiespiritual. Tumbado en el sofá, el doctor, robusto y lastrado de coñac excelente, había cogido el sueño al vuelo y dormía con la boca abierta, modulando a ratos un comienzo de ronquido. Me serví café otra vez, más engolosinado que la primera. Una excitación lúcida se apoderó de mí: en excitaciones semejantes las ideas son como ágiles saltatrices; hay una labor cerebral de devanadera; un tropel de representaciones; todo parece inminente, inaplazable, cual si urgiese resolver el negocio de nuestro destino sin un punto de dilación. La tristeza de lo frustrado se hizo trágica en mí. A las doce de la mañana de aquel mismo día, me alborozaba aún la perspectiva de la humareda azul del hogar. Y no era la humareda lo que yo echaba de menos —todas las humaredas me son indiferentes—. Era mi deseo, mi sueño de la humareda, mi sueño de vida, lo que añoraba. Nada vale nada; solo vale algo el deseo que sentimos de poseer o realizar las cosas.
Abiertos los ojos a la penumbra, pensaba en la que va a desaparecer después de sufrir tal suplicio en su corazón, selva de plantas ponzoñosas. Esa vaga incredulidad que nos asalta ante el no ser me dominó por un momento. ¿Era posible que Rita, la caprichosa, la vivaz, la que tanto se entusiasmaba y hacía tales extremos en el teatro, la que había padecido los furores de la antigüedad criminal, fuese mañana un poco de materia orgánica en descomposición? ¿Cómo puede suceder algo tan extraordinario en un segundo? ¿Por qué se arroja sangre si cesa de existir? Murió Rita, dirán. Entonces, Rita no es su cuerpo enmagrecido, no es sus cabellos foscos, no es su tez verdosa, no es su cuello de flor medio tronchada. Todo eso ahí estará... y Rita no. Puse sobre el velador los codos y sobre las palmas derrumbé la cabeza. Mi meditación se convertía en cavilación visionaria. Acaso dormía, acaso deliraba. El alcaloide del café concentrado actuaba sobre mi sistema nervioso, y con malsano goce dejé volar mi fantasía, provista de unas alas membranosas, gris oscuro, de murciélago, que acababan de brotarle.
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