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—Se trata de mi madre —explicó—. Mi padre dice que somos muy parecidas, pero yo creo que ella era mucho más hermosa. ¿No os lo parece?
Charles contempló el retrato, preguntándose si era de verdad tan inocente como parecía al preguntarle eso o si buscaba cumplidos como esas mujeres frívolas de la corte. La miró de reojo, pero no pudo apreciar en ella dobleces ni sonrisas vacías. Parecía creer de verdad lo que había dicho. Se concentró en la pintura, que representaba a una mujer rubia, muy parecida a Iris, aunque algo mayor y más regordeta. Tenía una mirada más alegre y había algo de picardía en su boca llena.
—Vuestra madre era una mujer hermosa, señora —respondió—. Pero debo deciros que ni la mismísima Venus sería más bella que vos ante mis ojos. Yo… no soy un poeta, y Ben dice que decir estas cosas solo consigue espantar a las mujeres, pero…
Charles no pudo mantener durante más tiempo aquella fachada de tranquila contemplación de pinturas. Se volvió hacia Iris, que permanecía con los azules ojos clavados en el cuadro y parecía incapaz de mirarle.
—Iris. Iris, por favor. Os amo. Si vos no sentís lo mismo… —Su voz se cortó mientras agachaba la cabeza y trataba de ahogar los pensamientos que le acecharon durante unos segundos. ¿Era posible que ella no dijera nada?—. Si vos no sentís lo mismo…
Sintió una mano tibia sobre sus labios, haciéndole callar. Alzó la mirada y sus ojos se toparon con los de ella, brillantes y llenos de dulce incredulidad.
—¿Sentir lo mismo, decís? ¿Acaso podría no amaros?
—¡Oh, amor mío! —gimió él tomándola entre sus brazos, incrédulo al saber que ella le correspondía—. ¿Es posible tanta felicidad?
Un carraspeo hizo que se separaran como si los hubiera tocado un rayo.
—Siento haber interrumpido un momento tan tierno. Por favor, no quisiera incomodaros —dijo Joseph desde la otra punta de la galería, donde contemplaba, absorto, un retrato de lord Leonard de joven.
Iris se sonrojó violentamente al reconocer al hermano del príncipe, que se había vuelto con serenidad hacia otro de los cuadros que colgaban de la pared, ajeno al parecer a lo que ocurría a unos metros de distancia. Como si se diera cuenta por sus expresiones de incomodidad y por sus rostros sonrojados de que algo importante había sucedido, de pronto se acercó a ellos y le tomó una mano y se la besó casi con violencia.
—Mi señora, supongo que debo felicitaros —le dijo mirándola a los ojos con una sonrisa ladeada—. Y a vos también, conde.
Iris clavó la mirada en la mano que él todavía sostenía, aunque lo hacía con aire distraído, mientras su mente, por algún extraño motivo, le gritaba que se soltara.
Charles hizo una reverencia con la cabeza y aceptó la felicitación, si no con calidez, sí con exquisita educación. Al fin y al cabo, no dejaba de ser el hermano de su señor, y le debía respeto.
—Os lleváis a una de las rosas más hermosas del rosal, sin duda. Os deseo la mayor de las felicidades a los dos —dijo Joseph antes de marcharse con un gesto amable.
Iris se estremeció sin saber el motivo, aunque Charles no pareció notarlo. Cuando aprovechó que volvían a estar solos para besarla, olvidó su momentánea inquietud.
Cassandra comenzaba a subir las escaleras cuando escuchó las voces provenientes de la galería superior. Apenas había acabado de subirlas cuando se detuvieron.
Estaba a punto de llegar a la galería cuando se cruzó con Joseph, que canturreaba por lo bajo una canción desafinada y parecía estar de excelente humor. Una sonrisa ladeada se dibujó en sus labios al reconocerla.
—Señora mía —dijo Joseph con voz meliflua—, ¿seríais tan amable de acompañarme al salón, por favor?
Cassandra lanzó una mirada hacia la galería, pero no se escuchaba ningún ruido más proveniente de allí. ¿Acaso lo había imaginado todo?
Joseph esperaba, con la sonrisa bailándole todavía en los labios, gruesos y atractivos a su modo. Era un hombre guapo, muy parecido a su hermano en muchos aspectos. Sin embargo, esa aura inquietante que exhalaba en ocasiones la asustaba.
—Claro, caballero. Será un placer —respondió, tomando el brazo que él le ofrecía.
—Acabo de ver a vuestra prima en la galería. La he visto muy bien acompañada.
Cassandra lo miró con aire intrigado, pero él no se dignó a seguir hablando, y ella tampoco quería parecer curiosa. Si lo que pretendía era sonsacarle algún tipo de información, había dado con la persona equivocada.
—Os mostráis insólitamente callada para ser una mujer de enorme ingenio, como dicen —dijo él de pronto.
Ella alzó la cabeza para mirarlo. Se encontraban en el pasillo que conducía al comedor, vacío a esas horas, lo cual era extraño.
—¿En serio? ¿Y quién lo dice?
Él alzó la mano y acarició su barbilla, provocándole un estremecimiento que no supo si fue de sorpresa o de placer. Pero no se apartó, temiendo que él lo considerara un gesto de rechazo deliberado. Sin embargo, tampoco quería que pensara que aceptaba sus caricias, de modo que, al cabo de unos segundos, dio un paso atrás y continuó andando hacia el salón, como él le había pedido.
—¿Os apetece acompañarme algún día a las ruinas de la abadía? Tengo entendido que es un lugar muy romántico. Vos y vuestra prima me lo prometisteis en cierto modo, pero creo que ella estará ocupada en adelante.
Cassandra pensó que aquella conversación, así como su mirada, se estaban tornando extrañas. No quería aceptar ese paseo si con ello iba a darle pie a pensar que aceptaba otro tipo de acercamiento. Se alejó con disimulo dos pasos y carraspeó.
—Creo que voy a ir a buscar a mi tío a su despacho. Tengo que comprobar si el menú es de su gusto. Si me disculpáis —se despidió con una reverencia, deseando que no se notara que casi corría.
Joseph la siguió con la mirada, lamentando haberse precipitado al dejar entrever su interés demasiado pronto. Era cierto que esa dama le interesaba, pero dudaba que perteneciera a ese tipo de mujeres con las que funcionaba la precipitación, y él temía haber sido demasiado torpe.
Benedikt la esperaba en el vestíbulo y a punto estuvo de abrazarla del alivio que sintió al ver que se encontraba sana y salva.
Cuando la había visto bajar las escaleras y dirigirse hacia Dios sabía dónde con Joseph, había estado a punto de seguirlos, sable en mano. Al final decidió hacerlo a una distancia prudencial e intervenir solo en el caso de que ella pareciera en peligro.
—No quiero que volváis a quedaros a solas con el bastardo nunca más. Jurádmelo —dijo en un tono quizás demasiado seco y dominante en cuanto la vio, apuntándole con un dedo.
Cassandra se detuvo con brusquedad y lo miró con una sonrisa burlona.
—Buenos días a vos también, sir Benedikt —dijo, pasando a su lado y evitando su mano por los pelos.
Él suspiró de impaciencia.
—No estoy bromeando, Cassandra. ¿Os hizo algo en el pasillo?
Ella casi le confesó que la había tocado y que le había propuesto una excursión a la abadía, así como lo incómoda que la había hecho sentir, pero prefirió seguir bromeando para aligerar su propio malestar.
—Cuidado, caballero, cualquiera pensaría que estáis celoso.
No supo si fue porque ella casi había dado en el blanco con sus palabras, ya que le había molestado sobremanera que Joseph la tocara y ella no se apartara, o por su mirada burlona, pero Benedikt le agarró el brazo con una fuerza excesiva dadas las circunstancias, y la acercó a sí hasta que sus miradas estuvieron a escasos centímetros la una de la otra.
—Olvidáis que