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Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa


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hasta Aripagua y mi comadre Socorrito Torrealba cuidará del barco hasta su vuelta… Ese trasto no puede navegar por aguas poco profundas.

      Obedecieron. Obedecieron porque habían tomado conciencia de que no les quedaba otra solución que obedecer, y a que desde el instante en que abandonaron el cauce del Orinoco ascendiendo por las aguas del Caura comenzaban a adentrarse en tierras de La Guayana, y aquel era un mundo misterioso y salvaje del que todo lo ignoraban.

      Incluso ese agua fue bien pronto distinta –oscura pero limpia–, pues los ríos que descendían de los contrafuertes del Escudo Guayanés aparecían de un color casi negro que les diferenciaba de los afluentes «blancos», sucios y embarrados que llegaban de los Llanos del Oeste.

      Cambió también un paisaje en el que la selva alta y frondosa daba paso de improviso a extensas sabanas cubiertas de gramíneas de luminoso color dorado, salpicadas aquí y allá por apretados bosquecillos de palmeras «moriche», aisladas acacias o floridos araguaneys de un amarillo rabioso, mientras a lo lejos se perfilaban, recortándose contra un cielo de un azul intensísimo, las rectas moles de tepuys, a los que podría confundirse con una inacabable sucesión de altivas fortalezas.

      –Es un lugar hermoso –comentó Yaiza.

      –Y aparentemente pacífico –replicó Asdrúbal–. Pero cuando se convierte en selva cambia. Es como si la Naturaleza se complaciera en ir mostrando alternativamente las dos caras de su moneda; ahora selva, ahora sabana. Y allí, al pie de las mesetas, los árboles se apiñan de tal modo que parecen una muralla que intentara impedir el paso hacia las cumbres.

      –¿Hacia «La Madre de los Diamantes»?

      Asdrúbal se volvió a su hermana y no pudo menos que sonreír:

      –Hacia la mismísima «Madre de los Diamantes»… –replicó–. ¿Crees que realmente existe?

      –El escocés la encontró, ¿no es cierto? –Yaiza señaló la espalda del húngaro que les precedía remolcándolos en su curiara–. Él está convencido de que existe, y no cabe duda de que tiene más experiencia que nosotros.

      –¿Crees todo lo que cuenta?

      –Hasta ahora no una dicho una sola mentira.

      –¿Cómo lo sabes?

      Yaiza se encogió de hombros:

      –No lo sé, pero lo sé… –replicó riendo de su propia frase–. Es cierto que trepó hasta la cima del Auyán-Tepuy y que estuvo en todas esas guerras.

      –No parece húngaro.

      –¿Cuándo habías visto a un húngaro?

      –Nunca… Bueno, sí. Una vez vi uno. Tocaba el violín.

      –Sería un cíngaro.

      –Es posible… –admitió él sin comprometerse–. Sea como sea, lo cierto es que este, si no tuviera los ojos tan claros parecería venezolano… Me cae bien… –concluyó–. Me cae muy bien mientras no se haga demasiadas ilusiones respecto a mamá.

      Su hermana le observó largamente y por último, como si le costara trabajo admitir lo que había oído, inquirió:

      –¿Mamá?

      Él asintió con un leve movimiento de cabeza:

      –Se queda muy quieto cuando la escucha y aunque se diría que sus ojos son incapaces de expresar nada, a menudo le brillan.

      –No me había fijado. –Asdrúbal pareció sorprenderse:

      –Pues será la primera vez que no te fijas en algo…

      Yaiza se fijó esa misma noche, mientras, sentados en torno a la gran mesa del amplio «caney» del cauchero Juan Socorro Torrealba, Aurelia Perdomo hacía un somero relato de lo que había sido la vida de su familia a partir del momento en que un señorito lanzaroteño quiso violar a su hija y Asdrúbal tuvo la mala suerte de matarlo.

      Los ojos de Zoltan Karrás, como bolas de cristal de gaseosa, no se apartaban un instante de su rostro, pero había algo inexplicable en aquella mirada; algo que iba más allá de la admiración que pudiera sentir un hombre maduro por una mujer atractiva; una especie de búsqueda de detalles ocultos, de rasgos conocidos, de gestos que pugnaban por devolver a su memoria otros gestos tiempo atrás olvidados.

      Era como si «Musiú» Zoltan Karrás estuviera tratando de redescubrir a Aurelia Perdomo, y fue después del café, cuando el viejo Torrealba se disponía a echar mano a su mejor botella de ron, cuando Yaiza, sin tomar conciencia de lo que hacía, dejó escapar un nombre:

      –Rosa de los Vientos.

      El húngaro le dirigió una larga mirada de agradecimiento y sonrió mientras asentía convencido:

      –Llevo dos días intentando recordar a quién se parece tu madre, y esa es la respuesta: se parece a Rosa de los Vientos.

      –¿Es una charada? –quiso saber Aurelia–. ¿A qué estáis jugando?

      –No jugamos a nada… –replicó el húngaro con naturalidad–. Rosa de los Vientos era una miliciana anarquista con la que conviví en Madrid en el treinta y siete.

      Aurelia se volvió a su hija e inquirió confundida:

      –¿Tú la conoces?

      –No.

      –No pudo conocerla… –se apresuró a señalar Zoltan Karrás–. La mataron ese mismo año.

      –¿Entonces…?

      Durante un largo minuto, en el que no se escuchó más que el gorgoteo del ron que Juan Socorro servía a sus invitados, todos se miraron y resultaba evidente que ni Torrealba, ni Sebastián, ni Asdrúbal Perdomo tenían idea clara de lo que se estaba hablando.

      –¿Entonces…? –repitió impaciente Aurelia–. ¿Cómo es posible que Yaiza asegure que me parezco a ella y a usted no le sorprenda?

      –Porque captó una idea que me daba vueltas en la cabeza… –La miró fijamente–. Ella puede hacerlo. ¿Es que no lo sabía?

      –¡Mierda!

      Juan Socorro Torrealba permitió que el líquido rebosara del vaso que estaba sirviendo mientras observaba, profundamente sorprendido, a la educada señora que había dejado escapar tan inapropiada interjección.

      –¿Qué ocurre? –quiso saber–. ¿Por qué se arrecha? –Se volvió a su compadre–. ¿Has dicho algo malo?

      –Le molesta que haya advertido que su hija tiene algo de «santera» y «adivinadora…». –Bebió su ron con parsimonia–. ¿Tú lo habías notado?

      –Desde que entró por esa puerta… –admitió el cauchero–… se le nota, como se le nota que es alta y tiene los ojos verdes. –Rio mostrando que le faltaban cuatro dientes–. ¿Acaso pretende ocultarlo? Aquí le va a resultar difícil, porque vivimos rodeados de brujos, hechiceros, «piaches», «ojeadores», «ensalmadores», «milagreros», y toda clase de gentes con poderes ocultos… –Sirvió de nuevo el vaso que su compadre había vaciado y añadió–: Estas selvas y estos tepuys tienen un atractivo especial para los «dotados».

      Aurelia fue a responder agriamente, pero el húngaro se apresuró a extender las manos en actitud conciliadora.

      –¡No se enfade! –pidió–. Socorrito no ha querido molestarla y las cosas son como dice. Al igual que la India o el Nepal, estos ríos y estas mesetas atraen desde muy antiguo a quienes se sienten fascinados por cuanto resulta misterioso o inexplicable. Están convencidos de que aquí encontrarán respuestas a extrañas preguntas que siempre se hicieron, porque este es el último lugar de la Tierra que aún puede considerarse esencialmente virgen.

      –¿Usted cree en esas cosas?

      –Poco importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que veo, y cuando veo que su hija es capaz de leer un nombre que tan solo está en mi subconsciente,


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