Cómo volar un caballo. Кевин ЭштонЧитать онлайн книгу.
Reunión no vio más éxitos con la vainilla que otras colonias europeas. Las orquídeas rara vez florecían, y jamás daban fruto.
Una mañana de fines de 1841, mientras la primavera del hemisferio sur llegaba a la isla, Férréol dio su acostumbrado paseo con Edmond, y se sorprendió al ver dos cápsulas verdes colgando de la enredadera. Su orquídea, infecunda durante veinte años, tenía frutos. Lo que ocurrió en seguida le sorprendió todavía más. Edmond, de doce años de edad, había polinizado la planta.
Hasta la fecha hay gente en Reunión que no lo cree. Le parece imposible que un niño, un esclavo y, sobre todo, un africano haya podido resolver un problema que asedió a Europa por cientos de años. Dice que fue un accidente; que él quiso dañar las flores luego de discutir con Férréol, o que seducía a una chica en los jardines cuando eso tuvo lugar.
Al principio, Férréol no le creyó al muchacho. Pero cuando aparecieron más frutos, le pidió una demostración. Edmond hizo a un lado el labelo de una flor de vainilla y, usando una pieza de bambú del tamaño de un palillo, levantó la parte que impedía la autofertilización, pinchó con suavidad la antera portadora de polen y el estigma receptor. Hoy los franceses llaman a esto Le geste d’Edmond: el gesto de Edmond. Férréol juntó a los demás dueños de plantaciones, y pronto Edmond viajó por la isla enseñando a otros esclavos a polinizar las orquídeas de la vainilla. Siete años más tarde, la producción anual de Reunión era de 45 kilogramos de vainas secas. Diez años después era de dos toneladas. A fines de siglo era de doscientas, superior a la producción de México.
Férréol concedió su libertad a Edmond en junio de 1848, seis meses antes de que la obtuviera la mayoría de los esclavos de Reunión. Edmond recibió el apellido Albius, palabra latina que significa “más blanco”. Algunos sospechan que esto fue un cumplido cargado de racismo; otros, un insulto del registro civil. Sea como fuere, las cosas salieron mal. Edmond dejó la plantación para irse a la ciudad, donde se le apresó por robo. Férréol no pudo evitarle la cárcel, pero logró su libertad en tres años, no en cinco. Edmond murió en 1880, a los cincuenta y un años. Una pequeña nota en un diario de Reunión, Le Moniteur, describió ese hecho como un “fin triste y miserable”.
La innovación de Edmond se extendió a Mauritania, las Seychelles y la enorme isla al oeste de Reunión: Madagascar. Ésta posee un medio ambiente perfecto para la vainilla, por lo que en el siglo XX ya producía casi toda la vainilla del mundo, con cosechas valuadas, en ciertos años, en un total de más de cien millones de dólares.
La demanda de vainilla creció con la oferta. Hoy es la especia más popular del mundo y la segunda más cara después del azafrán. Se ha vuelto ingrediente de miles de cosas, algunas obvias, otras no. Más de un tercio de los helados del mundo son de vainilla, el sabor original de Jefferson. La vainilla es el principal saborizante de los refrescos de cola, y la Coca-Cola Company dice ser el comprador de vainilla más grande del mundo. Las fragancias finas Chanel No. 5, Opium y Angel emplean la vainilla más cara del mundo, valuada en diez mil dólares la libra (453 gramos). Casi todos los chocolates, lo mismo que muchos productos de limpieza, belleza y velas, contienen esta especia. En 1841, el día en que Edmond hizo su demostración ante Férréol, el mundo producía menos de dos mil granos de vainilla, todos ellos en México, resultado de la polinización por abejas. Un día como ése, pero de 2010, la producción mundial era de más de cinco millones de granos, en naciones como Indonesia, China y Kenia, casi todos ellos —incluidos los que crecen en México— son consecuencia de Le geste d’Edmond.
2 CONTEO DE CREADORES
Lo inusual en la historia de Edmond no es que un joven esclavo haya creado algo importante, sino que haya recibido crédito por ello. Férréol se empeñó en que Edmond fuera recordado. Hizo saber a los dueños de las plantaciones de Reunión que él había sido el primer polinizador de la vainilla. Habló a su favor diciendo: “Este joven negro merece ser reconocido por este país. Tenemos una deuda con él por haber iniciado una industria con un producto fabuloso”. Cuando Jean Michel Claude Richard, director de los jardines botánicos de Reunión, aseguró que él había desarrollado la técnica e instruido a Edmond, Férréol intervino. “Por motivos de vejez, mala memoria u otros”, escribió, “ahora el señor Richard imagina haber descubierto el secreto de la polinización de la vainilla, ¡y que enseñó la técnica a la persona que la descubrió! Dejémoslo con sus fantasías.” Sin el gran esfuerzo de Férréol, nunca se habría sabido la verdad.
En la mayoría de los casos, la verdad no se sabe nunca. Por ejemplo, no sabemos quién fue el primero en darse cuenta de que era posible curar el fruto de una orquídea hasta conseguir un sabor delicioso. La vainilla es una innovación, heredada de personas que han quedado en el olvido. Ésta no es la excepción; es la norma. La mayor parte de nuestro mundo está hecho de innovaciones heredadas de personas que han quedado en el olvido; no de personas raras, sino comunes.
Antes del Renacimiento, conceptos como autoría, invención o derecho de crédito apenas existían. Hasta principios del siglo XV, “autor” significó “padre”, según el término latino auctor, “amo”. La auctor-ía implicaba autoridad, algo que en casi todo el mundo había sido derecho divino de reyes y líderes religiosos, desde que Gilgamesh gobernó Uruk cuatro mil años antes. Aquello no era para compartirse con simples mortales. Un “inventor”, de invenire, “encontrar’, fue un descubridor, no un creador, hasta la década de 1550. “Crédito”, de credo, “confianza”, no significó “reconocimiento” hasta fines del siglo XVI.
Ésta es una de las razones de que sepamos tan poco sobre quién hizo qué antes de fines del siglo XIV. No es que antes no se hicieran registros; la escritura tiene milenios de existencia. Tampoco es que no hubiera creación; todo lo que hoy usamos echó raíces en los albores de la humanidad. El problema es que, hasta el Renacimiento, a quienes creaban cosas no les importaba mucho hacerlo. La idea de que al menos algunos que crean cosas deben ser reconocidos fue un gran avance. Por eso sabemos que Johannes Gutenberg inventó la imprenta en Alemania en 1440, pero no quién inventó los molinos de viento, en Inglaterra, en 1185; sabemos que Giunta Pisano pintó el crucifijo de la basílica de Santo Domingo, en Bolonia, en 1250, pero no quién hizo el mosaico de san Demetrio en el monasterio de la Cúpula Dorada de Kiev, en 1110.
Hay excepciones. Conocemos los nombres de cientos de filósofos de la antigua Grecia, de Acrión a Zenón, así como los de algunos ingenieros griegos del mismo periodo, como Eupalino, Filón y Ctesibio. También sabemos de varios artistas chinos del año 400 en adelante, como el calígrafo Wei Shuo y su discípulo Wang Xizhi. Pero el principio básico mantiene validez. En términos generales, nuestro conocimiento de quién creó algo comenzó a mediados del siglo XIII, creció durante el Renacimiento europeo, de los siglos XIV a XVII, y continuó aumentando desde entonces. Las razones de ese cambio son complicadas, y tema de debate entre historiadores —incluyen luchas de poder entre las Iglesias europeas, el ascenso de la ciencia y el redescubrimiento de la filosofía antigua—, pero es prácticamente un hecho que la mayoría de los creadores no empezaron a recibir crédito por sus invenciones hasta después de 1200.
Esto sucedió, entre otras cosas, gracias a las patentes, que dan crédito bajo rigurosas restricciones. Las primeras patentes se emitieron en Italia en el siglo XV, luego en Gran Bretaña y Estados Unidos en el XVII, y en Francia en el XVIII. La moderna U.S. Patent and Trademark Office (USPTO) otorgó su primera patente el 31 de julio de 1790, y la número ocho millones el 16 de agosto de 2011.3 Esta oficina no lleva un registro de cuántas personas han recibido patentes, pero el economista Manuel Trajtenberg desarrolló una forma de calcularlo. Analizó nombres fonéticamente y cotejó coincidencias con códigos postales, coinventores y otros datos para identificar a cada inventor. Su información indica que, a fines de 2011, habían recibido patentes más de seis millones de estadunidenses.4
Los inventores no se distribuyen de manera uniforme a lo largo de los años.5 Su número aumenta. El primer millón de ellos tardó 130 años en obtener una patente, el segundo millón 35, el tercero 22, el cuarto 17, el quinto 10 y el sexto 8. Aun eliminando a inventores extranjeros y haciendo ajustes debido al incremento de la población, la tendencia es inequívoca: en 1800 obtenía