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Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz WellsЧитать онлайн книгу.

Egipto, la Puerta de Orión - Sixto Paz Wells


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incorporó a nuestra gran divinidad Lucifer o Luzbel, pero no contó con la presencia de una trasmigración anterior en un terrestre de…

      »Pero estoy hablando demasiado. Dejemos el tema aquí.

      »Volviendo a usted, desde un inicio nos pareció una interesante y prometedora inversión. El tiempo demostró su capacidad y potencial en el terreno, que fue superior a todo lo previsto, confirmándonos el acierto de nuestra elección. Logró cosas que muchos de nosotros no hubiéramos soñado ni hubiéramos sido capaces de realizar.

      »Usted tiene más agallas que muchos hombres, una inteligencia superior en cuanto a capacidad deductiva y una intuición femenina que raya en lo paranormal.

      –Sin duda, como dice Aaron –le interrumpió Weishaupt–, usted Esperanza rebasó nuestras expectativas. El problema es que piensa demasiado y por su cuenta, por lo que sus demostraciones de lealtad a nuestra causa han sido relativas y contradictorias.

      –¡Así es!... –intervino nuevamente Bauer, quien volvió a levantarse de su asiento colocándose delante de su escritorio.

      –Usted, querida doctora, ha resultado ser un pozo riquísimo de petróleo, pero con tanto gas en su interior que podría estallar en cualquier momento o provocar un terrible e incontenible incendio, y como tal, tenemos que andarnos con cuidado con su persona. No podemos permitir que nos perjudique y termine haciendo las cosas por su cuenta.

      Esperanza, que permanecía callada y observando, se hallaba sentada en un sofá de tres cuerpos con las piernas elegantemente cruzadas. De inmediato entró en la biblioteca el mayordomo con una fuente de plata con copas de cristal, pero Aaron Bauer reaccionó violentamente dando un manotazo en su escritorio y alzando la voz, casi vociferando.

      –¡Ahora no, Charles! ¡No nos interrumpas! ¡Retírate!

      »A ver, ¿en qué estábamos?... ¡Sí! Esto ya lo habíamos hablado la vez anterior, pero es bueno reiterarlo.

      »Al final de la expedición de Rapa Nui usted conservó, sin informarnos ni consultarnos, algunas piezas y materiales extraterrestres que guardó para sí y que finalmente terminó entregando a un militar chileno de su confianza. No lo niegue, doctora.

      –¡No lo niego, señor Bauer!

      –¡¿Y entonces por qué lo ocultó?!

      –¡Porque consideré que era importante investigarlo por mi cuenta!

      –¡Ves, Aaron, por qué no podemos confiar en ella! Piensa por su cuenta y toma decisiones sin consultar! Eso es peligrosísimo porque nos puede perjudicar sobremanera –intervino Adam.

      –A ver, doctora, ¿qué parte no entendió cuando nosotros le pedimos discreción y absoluta lealtad al emprender nuestros encargos? –exclamó, recriminándola, Bauer.

      –¡Yo les dije que en lo relativo a trabajar para ustedes iba a pensarlo, pero no que aceptaba todos sus términos! ¡Soy científica y la ciencia y el conocimiento no se venden, y aunque si bien es cierto que los mismos requieren prudencia para cualquier pronunciamiento, a la vez necesitan libertad de acción para poder profundizar y compartir los descubrimientos! Así otros científicos también pueden complementarlos con sus aportes. Y ustedes se ve que no están nada deseosos de hacer ciencia, ni de compartir nada.

      »Hasta ahora he trabajado con ustedes, pero no para ustedes. Si no les parece, o consideran que no soy la persona adecuada para continuar, busquen a alguien mejor que yo que sea compatible con sus intereses.

      »En Rapa Nui ustedes me financiaron para que confirmase y profundizase en mis teorías sobre el poblamiento de la isla. La conexión extraterrestre la descubrí yo sola y por mí misma; ustedes nunca me advirtieron al respecto. Así que no me pueden reclamar nada, pues les di más de lo que me pidieron.

      –¡Sí, eso se puede entender! Pero cuando usted, Esperanza, regresó de la selva amazónica no nos reportó, y le recuerdo que nosotros habíamos financiado su expedición, no solo para tener la gloria de su descubrimiento sino para llegar a conectar con algo de allí que nos interesaba. Es más, difundió abiertamente los resultados de la expedición sin consultarnos y aceptó la invitación del jesuita Dante Antonioni para ir a Roma, y hasta reunirse con el General de la Orden jesuita y con el mismísimo papa para contarles a ellos antes que a nosotros los alcances del periplo. ¿Sabía usted que los jesuitas son el Servicio secreto del Vaticano? Ellos se hacen llamar «La Santa Alianza» y no tienen escrúpulos.

      –¿Eso no es acaso deslealtad y traición? –dijo en voz alta Weishaupt.

      –¡Todo esto ya lo habíamos hablado y creí que había podido aclarar y satisfacer sus inquietudes y quejas! Pero ustedes me subestiman, señor Weishaupt. Acepté la invitación del padre Antonioni porque él facilitó el autobús con el que llegamos a la selva, ya que, si recuerda bien, nuestro bus fue saboteado, y ustedes no estuvieron allí para ayudarme. Además, quería saber al detalle lo que él iba a decirles a sus superiores acerca de la experiencia vivida y conocer de primera mano el informe que daría a su Superior general para poder entender mejor mi propia vivencia. Yo también sé sacar información a los demás. Además, no dije nada que fuese diferente de lo que di a conocer en las conferencias de la Universidad del Cusco y a la prensa. Soy científica; no soy una terrorista ni una fanática religiosa como para ponerme a destruir reliquias históricas, y tengo el suficiente criterio como para no exponerme innecesariamente contando cosas que sean difíciles de entender o resulten a todas luces increíbles o comprometedoras. Tampoco voy a desprestigiarme.

      »Ustedes enviaron a John Robertson como parte de la expedición para que hiciera el trabajo sucio. Que él resultara herido y no llegara a realizar su tarea no fue culpa mía; yo hice todo lo posible por proteger su vida y la mía llegando hasta el final. También tengan en cuenta que me tuve que cuidar, no solo de los peligros del lugar, sino también de ese grupo de mercenarios robatesoros que casi nos asesinan.

      »Al final de la ruta prohibida vi y toqué el gran disco de oro del Paititi, que es ese espejo dimensional que alguna vez estuvo en el templo del Coricancha en el Cusco y que, como ustedes saben, conecta con el portal de origen de los interventores y guardianes de las Pléyades, que ha quedado activado. Y delante de él había cuatro cristales verdes como gigantescas esmeraldas.

      –¡Ves, Adam, ella ya lo había dicho antes! ¡Vio los cristales y eran cuatro! ¡Ósea que faltan otros cuatro!

      »¿Y vio, doctora, a través del disco-espejo, la conexión con el otro portal, el que llevaría a Orión? ¿Pudo percibir algo de eso? Me refiero a la ubicación del portal de entrada –comentó con marcado interés Bauer.

      –¡Así es! Como les adelanté en Washington, vi y toqué el disco, traspasándolo y siendo conducida a otra realidad. Y ciertamente confirmé que el disco de oro del Paititi se encuentra conectado con doce discos menores repartidos por todo el mundo, y que es como un radiofaro que alerta a los vigilantes cuando alguien se está acercando al portal. Vi que, además de conectar con Pléyades, me mostraba otro portal que conectaba con Egipto, y Egipto con la puerta de salida en Orión, por lo que no me extrañó cuando me dijeron que ahora querían que fuera a Egipto.

      »Y no faltan por localizar otros cuatro cristales sino solo tres, porque uno nos fue entregado por extraterrestres con rasgos felinos a la salida de la cueva de Tepoztlán en México.

      –¡Son los «urmah» o «sekhmet», seres de Alfa Leonis y Can Mayor, guerreros de la Confederación de Mundos! ¿Usted tiene el cristal, Esperanza? –comentó, y a la vez preguntó, Bauer en un tono conciliador.

      –¡Así es! ¿Ustedes conocían la existencia de esos seres de aspecto felino?

      –¡Claro que sí, doctora! ¿Quién cree usted que nos encerró aquí?

      »¡Su revelación, caramba, cambia mucho las cosas! ¿Y qué parte de Egipto vio, Esperanza? –volvió a comentar y a consultar, cada vez más calmado, Aaron Bauer.

      –¡Fueron varias imágenes! Entre ellas las pirámides; luego lo que parecían ser las ruinas de una ciudad muy destruida, quizás Akhetatón


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